Philippe Lançon - El colgajo
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- Libro:El colgajo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2018
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El colgajo: resumen, descripción y anotación
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La víspera del atentado fui al teatro con Nina. Fuimos al Théâtre des Quartiers d’Ivry, en las afueras de París, a ver Noche de Reyes, una obra de Shakespeare que no había leído o de la que no me acordaba. El director escénico era amigo de Nina. Yo no lo conocía e ignoraba por completo su trabajo. Nina había insistido para que la acompañara. Estaba feliz de mediar entre dos personas que le caían bien, un director de escena y un periodista. Fui con las manos en los bolsillos y el ánimo sereno. No había ningún artículo previsto, lo cual es siempre la mejor manera de terminar escribiendo uno, cuando se hace por entusiasmo y en cierto modo de improviso. En esos casos, el joven que en su día iba al teatro coincide con el periodista en que se ha convertido. Después de un momento más o menos largo de vacilación, timidez y aproximación, el primero contagia al segundo su espontaneidad, su incertidumbre y su virginidad, y abandona la sala para que el otro, bolígrafo en mano, pueda retomar su actividad y, desgraciadamente, su seriedad.
No soy ningún especialista en teatro, aunque siempre me ha gustado ir. Nunca he pasado en él cinco o seis noches a la semana, y no me considero un crítico de verdad. Antes que nada fui reportero. Me convertí en crítico por casualidad, y lo seguí siendo por costumbre y tal vez por dejadez. La crítica me ha permitido pensar —o tratar de pensar— en lo que veía y darle una forma efímera poniéndolo por escrito. Es el resultado de una experiencia a la vez superficial (no dispongo de las referencias necesarias para emitir un juicio sólido sobre las obras) e interior (soy incapaz de leer o de ver lo que sea sin pasarlo por el tamiz de imágenes, ensoñaciones y asociaciones de ideas que nada exterior a mí justifica). El día que lo entendí, creo, me sentí más libre.
¿Me permite la crítica luchar contra el olvido? Por supuesto que no. He visto muchos espectáculos y leído muchos libros de los que no recuerdo nada, ni siquiera después de haberles dedicado un artículo, probablemente porque no despertaron ninguna imagen, ninguna emoción verdadera. Peor aún: muchas veces olvido que he escrito sobre ellos. Cuando, por casualidad, uno de estos artículos fantasma sale a la superficie, me siento siempre un poco asustado, como si lo hubiera escrito otro que se llamara como yo, un usurpador. Entonces me pregunto si no habré escrito para olvidar lo antes posible lo que había visto o leído, como esa gente que lleva un diario para liberar cotidianamente a su memoria de lo que ha vivido. Me lo preguntaba, al menos, hasta el 7 de enero de 2015.
Durante la función saqué mi libreta. Las últimas palabras que anoté esa noche, a oscuras y de cualquier manera, son de Shakespeare: «Nada de lo que es, es». Las siguientes están en español, en letras mucho más grandes y con un trazo no menos inseguro. Están escritas tres días más tarde en otro tipo de oscuridad, en el hospital. Están dirigidas a Gabriela, mi novia chilena, la mujer de la que estaba enamorado: «Hablé con el médico. Un año para recuperar. ¡Paciencia!». ¿Un año para recuperar? Nada de lo que te dicen es, cuando entras en un mundo en el que lo que es no puede en verdad decirse.
Conocía a Nina desde hacía poco menos de dos años. Nos habían presentado en una fiesta, en verano, en el parque de un castillo en Lubéron. Tardé bastante en comprender de dónde venía la simpatía que enseguida me inspiró. Era una intermediaria nata, delicada y poco dada a la afectación. Tenía esa sencillez, esa ternura, esa calidez que llevan a mezclar a los amigos, como si sus virtudes, al restregarse unas con otras, pudieran incrementarse. Ella se calentaba con los destellos, pero era demasiado modesta para presumir de ello. Casi se borraba, como una madre discreta, sarcástica y bondadosa. Cuando la veía, tenía siempre la impresión de ser un pájaro de su parvada y de volver al nido del que, por imprudencia o descuido, me había caído. La tristeza o la preocupación que flotaban en su mirada oscura y viva se esfumaban a la primera conversación. No siempre me porté bien con ella. Se enfadó conmigo y dejó de estar enfadada. Tenía menos rencor que generosidad.
De vez en cuando pasábamos una velada juntos, como aquella noche. Como es la última persona con la que compartí un momento de placer y despreocupación, se ha convertido para mí en alguien tan apreciado como si hubiera pasado una vida entera con ella; una vida interrumpida, hoy casi soñada, y que se detiene aquella noche, en una sala de teatro, con el viejo Shakespeare. Desde entonces veo poco a Nina, pero no necesito verla para saber lo que me recuerda ni para sentir que me sigue protegiendo. Tiene este extraño privilegio: ser una amiga y un recuerdo, una amiga que se ha alejado y un recuerdo que está vivo. No hay peligro de que la olvide, pero, si en lo que sigue de este libro está poco presente, es porque me cuesta hacerla vivir fuera de aquella noche y de todo lo que esta me recuerda. Pienso en ella, todo revive y todo se apaga, unas veces sucesivamente, otras de forma paralela. Todo es un sueño y un pasaje, tal vez una ilusión, como en Noche de Reyes. Nina sigue siendo el último punto de la orilla opuesta, en la entrada del puente que el atentado hizo volar por los aires. Hacer su retrato me permite quedarme un poco, haciendo equilibrios, en las ruinas del puente.
Nina es una mujer bajita, morena y gruesa de piel suave, nariz aguileña y ojos negros, brillantes y risueños, que envuelve de humor emociones siempre fuertes y como entregadas a los caprichos de los demás gracias a su bondad. Es jurista. Cocina bien. No olvida nada. Es socialista, pero de izquierdas (aún quedan). Parece un mirlo tierno, severo y bien alimentado. Vive sola con su hija, Marianne, a la que le regalé mi flauta travesera, un instrumento que ya no tocaba y que probablemente no podré tocar nunca más. Su experiencia con los hombres la ha desencantado, creo, sin amargarle el carácter. Puede que crea que no merece más placer y amor que el que ha recibido de ellos; pero en la amistad, y a su hija, se entrega lo suficiente como para que el enamoramiento, esa ficción que tratamos de escribir con los medios del cuerpo, no sea ya una necesidad absoluta. Quizá también, como en política, sienta siempre la inminencia de un desencanto que su buen carácter se prepara para superar. No renuncia menos a sus sentimientos que a sus convicciones. Que la izquierda no haga más que traicionar al pueblo no significa que Nina termine, como tantos otros, haciéndose de derechas. Que tantísimos hombres sean unos inútiles egoístas y vanidosos no significa que Nina deje de querer. La sensibilidad resiste a los principios. Un detalle por el que la admiro es que no se presenta en ningún lugar con las manos vacías, y que lo que lleva se corresponde siempre con las expectativas o las necesidades de aquellos con los que ha quedado. En resumen, se preocupa por los demás tal como son y en la situación en que se encuentran. No es algo muy frecuente.
Añado que es judía, no me olvido, y que esta condición le recuerda de manera sutil, discreta, que nunca estamos seguros de escapar del desastre. Es algo que noto en su sonrisa y en su mirada cuando la veo, cuando hablamos, ese algo que simplifica la existencia y que solo habita con esa naturalidad en muy pocas personas, y se lo agradezco. Siempre hay un chiste de judíos que flota en el ambiente, entre el vino y la pasta, como un perfume que no hay necesidad de mencionar. No creo que hubiera podido terminar mi vida de antes con una persona mejor adaptada a la situación.
Su padre, profesor de literatura estadounidense, había sido un destacado traductor de Philip Roth, escritor que me gustaba sin que hubiera podido terminar ninguno de sus libros —con la excepción de Patrimonio, donde narraba la enfermedad y la muerte de su padre, y de aquellos que tuve que reseñar, tarea de la que nunca salí airoso, probablemente porque nunca sabía muy bien qué pensar—. Era incapaz de ver a Nina sin imaginarme a ese padre, al que no conocía, traduciendo este o aquel libro de Roth, allá en Estados Unidos, en la nieve del invierno o bajo un gran sol de verano, delante de una cafetera y un cenicero llenos. Esta imagen, sin duda equivocada, me daba seguridad. Se sobreponía a la de Nina y yo trataba siempre de imaginar los parecidos entre padre e hija. Más tarde me enseñó una foto de él, de finales de los años setenta, creo. Llevaba una gran barba negra, el pelo largo y gafas de cristales ahumados. Desprendía la energía militante y la relajación libertaria de aquellos años. Por entonces yo era un niño, y ese mundo que aún parecía prometer algo distinto, otra vida, desapareció tan deprisa que ni siquiera tuve tiempo de experimentarlo, ni tampoco de renunciar a él. Es una época que ni viví ni olvidé.
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