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Fredric Jameson - El giro cultural

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Fredric Jameson El giro cultural
  • Libro:
    El giro cultural
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1998
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El giro cultural: resumen, descripción y anotación

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2. Teorías de lo posmoderno

El problema del posmodernismo —para empezar, si realmente existe, cómo deben describirse sus características fundamentales, si su concepto mismo es de alguna utilidad o si, al contrario, se trata de una mistificación— es a la vez estético y político. Siempre es posible demostrar que las diversas posiciones que pueden adoptarse lógicamente sobre él, cualesquiera sean los términos en que se expresen, articulan visiones de la historia en las que la evaluación del momento social en que hoy vivimos es el objeto de una afirmación o un repudio esencialmente políticos. En efecto, la premisa misma que posibilita el debate gira en torno de un supuesto inicial, estratégico, acerca de nuestro sistema social: conceder alguna originalidad histórica a una cultura posmodernista es también afirmar implícitamente cierta diferencia estructural radical entre lo que a veces se llama sociedad de consumo y los momentos anteriores del capitalismo del que surgió.

Las diversas posibilidades lógicas, sin embargo, están necesariamente vinculadas a la asunción de una posición en la otra cuestión inscripta en la designación misma del posmodernismo, a saber, la evaluación de lo que ahora hay que llamar alto modernismo o modernismo clásico. En efecto, cuando hacemos algún inventario inicial de los variados artefactos culturales que podrían caracterizarse plausiblemente como posmodernos, es grande la tentación de buscar el “parecido de familia” de esos estilos y productos heterogéneos no en sí mismos, sino en cierto impulso y estética comunes del alto modernismo contra los que todos ellos, de una u otra manera, reaccionan.

Los debates arquitectónicos, las discusiones inaugurales del posmodernismo como estilo, tienen sin embargo el mérito de hacer ineludible la resonancia política de estos problemas aparentemente estéticos y permitir que se la pueda detectar en las discusiones a veces más codificadas o veladas de las otras artes. En términos globales, de la diversidad de pronunciamientos recientes sobre el tema pueden destacarse cuatro posiciones generales sobre el posmodernismo; no obstante, aun este esquema o combinatoria relativamente clara se complica todavía más debido a que uno tiene la impresión de que cada una de estas posibilidades es susceptible de una expresión políticamente progresista o políticamente reaccionaria (hablando ahora desde una perspectiva marxista o, más en general, izquierdista).

Por ejemplo, se puede saludar la llegada del posmodernismo desde un punto de vista esencialmente antimodernista. Una generación un tanto anterior de teóricos (muy en particular Ihab Hassan) ya parece haber hecho algo así al abordar la estética posmodernista en términos de una temática más propiamente postestructuralista (el ataque de Tel Quel a la ideología de la representación, el “fin de la metafísica occidental” heideggeriano o derridiano), donde lo que todavía contadas veces se denomina posmodernismo (véase la profecía utópica al final de El orden de las cosas, de Foucault) es saludado como la llegada de una manera completamente nueva de pensar y ser en el mundo. Pero como la celebración de Hassan también incluye varios de los más extremos monumentos del alto modernismo (Joyce, Mallarmé), ésta sería una postura relativamente más ambigua si no fuera por la celebración concomitante de una nueva alta tecnología de la información que señala la afinidad entre esas evocaciones y la tesis política de una sociedad propiamente “postindustrial”.

Todo lo cual pierde en gran medida su ambigüedad en From Bauhaus to Our House, de Tom Wolfe, un libro en otros aspectos no distinguido sobre los debates arquitectónicos recientes de un escritor cuyo propio nuevo periodismo constituye en sí mismo una de las variedades del posmodernismo. Lo interesante y sintomático de este libro, sin embargo, es la ausencia de toda celebración utópica de lo posmoderno y, mucho más llamativo, el odio apasionado hacia lo moderno que respira a través del sarcasmo camp, por otra parte obligatorio, de la retórica; y ésta no es una pasión novedosa, sino anticuada y arcaica. Es como si el horror original de los primeros espectadores de clase media ante el surgimiento mismo de lo moderno —los primeros Le Corbusier, tan blancos como las primeras catedrales recién construidas del siglo XII , las primeras escandalosas cabezas de Picasso con dos ojos en un perfil como un rodaballo, la pasmosa “oscuridad” de las primeras ediciones de Ulises o La tierra baldía esa repugnancia de los filisteos originales, Spießbürger, burgueses o Babbits de Main Street,— hubiera vuelto repentinamente a la vida e infundido a los recientes críticos del modernismo un espíritu ideológicamente muy diferente cuyo efecto, en líneas generales, consiste en reanimar en el lector una simpatía igualmente arcaica por los impulsos anti clase media prototípicos y utópicos de un hoy extinto alto modernismo. La diatriba de Wolfe propone así un ejemplo de manual de la manera en que un repudio teórico razonado y contemporáneo de lo moderno —gran parte de cuya fuerza progresista emana de un nuevo sentido de lo urbano y una experiencia hoy considerable de la destrucción de formas anteriores de vida comunal y urbana en nombre de una ortodoxia alto modernista— puede ser diestramente reapropiado y obligado a ponerse al servicio de una política cultural explícitamente reaccionaria.

Estas posiciones —antimoderna, proposmoderna— encuentran en-tortees su contrapartida e inversión estructural en un grupo de contraproposiciones cuyo objetivo es desacreditar la mala calidad e irresponsabilidad de lo posmoderno en general por medio de una reafirmación del impulso auténtico de una tradición alto modernista todavía considerada viva y vital. Los manifiestos gemelos de Hilton Kramer en el número inicial de su revista, The New Criterion, enuncian con vigor estas opiniones, que contrastan la responsabilidad moral de las “obras maestras” y monumentos del modernismo clásico con la irresponsabilidad y superficialidad fundamentales de un posmodernismo asociado con lo camp y la “jocosidad”, de lo cual el estilo de Wolfe es un ejemplo maduro y notorio.

Lo más paradójico es que políticamente Wolfe y Kramer tienen mucho en común, y parecería haber cierta inconsistencia en la forma en que el segundo debe procurar erradicar de la “suma seriedad” de los clásicos de lo moderno su postura fundamentalmente anti clase media y la pasión protopolítica que informa el repudio, por parte de los grandes modernistas, de los tabúes Victorianos y la vida familiar, la mercantilización y la creciente asfixia de un capitalismo desacralizador, desde Ibsen hasta Lawrence y desde Van Gogh hasta Jackson Pollock. Si bien señaladamente inconvincente, el ingenioso intento de Kramer de asimilar esta postura ostensiblemente antiburguesa de los grandes modernistas a la “oposición leal” secretamente alimentada, por medio de fundaciones y subsidios, por la burguesía misma, con seguridad es posible en sí mismo gracias a las contradicciones de la política cultural del modernismo propiamente dicho, cuyas negaciones dependen de la persistencia de lo que repudian, y mantienen —cuando no alcanzan cierta genuina autoconciencia política (cosa que, en rigor de verdad, ocurre en muy contadas ocasiones, por ejemplo en Brecht)— una relación simbiótica con el capital.

Sin embargo, es más fácil entender en este caso la movida de Kramer cuando se aclara el proyecto político de The New Criterion; porque la misión de la revista es evidentemente erradicar los años sesenta y lo que queda de su legado, destinar todo ese período a la clase de olvido que los años cincuenta pudieron idear para los treinta o los veinte para la rica cultura política de la época previa a la Primera Guerra Mundial. The New Criterion, por lo tanto, se inscribe en el esfuerzo, vigente y en acción hoy por doquier, por construir alguna nueva contrarrevolución cultural conservadora, cuyos términos oscilan desde lo estético hasta la defensa última de la familia y la religión. Es paradójico, en consecuencia, que este proyecto esencialmente político deba deplorar de manera explícita la omnipresencia de la política en la cultura contemporánea, una infección ampliamente difundida durante la década del sesenta pero a la que Kramer hace responsable de la imbecilidad moral del posmodernismo de nuestro propio período.

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