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Philippe Besson - Vive deprisa

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Philippe Besson Vive deprisa
  • Libro:
    Vive deprisa
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2015
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Vive deprisa: resumen, descripción y anotación

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Su madre, Mildred Dean, de soltera Wilson

Me morí el 14 de julio de 1940. Jimmy tenía nueve años.

Las madres no deberían morirse cuando sus hijos son tan pequeños. Deberían esperar un poco. Para que sus hijos no estén tan tristes. Para que no se cree un vacío que tal vez nunca puedan llenar.

Le juro que no lo hice a propósito. Me desperté un día y la enfermedad estaba allí. Cuando me di cuenta, era demasiado tarde. No pude evitarlo. Y me morí cuando él tenía nueve años.

Fíjese, mi madre también falleció cuando yo todavía era una niña. Cualquiera diría que en la familia nos gustan las desapariciones prematuras. En nuestra casa no llenamos los álbumes de fotos.

Podríamos haber tenido una buena vida. ¡Lástima! Con lo bien que había empezado. Cuando conocí a Winton, el padre de Jimmy, yo tenía diecinueve años y acababa de llegar a Marion, en Indiana. Qué quiere que le diga, Marion no es gran cosa, una ciudad obrera, a 70 millas de Indianápolis, que vive de los yacimientos de gas y petróleo.

Yo había crecido en un pueblo vecino y decidí que ya era hora de largarse de allí. Y de dejar a mi padre, que se iba a casar de nuevo. Los viudos tienen derecho a rehacer su vida. Y los huérfanos a abandonar el nido.

Decían de mí que era una chica preciosa. No sabría decirle. Lo que recuerdo es que siempre sonreía. Sería una tontería no sonreír cuando tienes diecinueve años.

Enseguida encontré trabajo de dependienta en un drugstore. Al cabo de un mes, conocí a Winton. Fue en abril. En una región donde los inviernos son tan crudos, donde la nieve no se derrite en lodo hasta que por fin el termómetro se digna subir de los cero grados, no se puede estar de malhumor cuando vuelve a lucir el sol.

Me sentía un poco sola, no conocía a nadie y, de repente, aparece aquel chico rubio y de ojos azules. Yo estaba sentada en un banco a orillas del Mississinewa, pasando el rato, y él se acercó a mí. Sí, ya lo sé, así es como empiezan muchas historias. Me pareció algo torpe y más bien tímido. Más tarde, comprendí que era reservado, de esas personas encerradas en sí mismas. Me gustó al momento. Lo habría rechazado si hubiese sido uno de esos palurdos sebosos que te lanzan miradas lascivas al escote o de los de aquí te pillo, aquí te mato, que te dejan plantada a la primera de cambio.

Me dijo que tenía veintitrés años y que era protésico dental. ¡Figúrese! Un protésico dental. Me pareció un oficio serio. Eran tiempos francamente inciertos. No había manera de salir de la crisis, las fábricas cerraban en todas partes. Hubo gente que lo perdió todo de la noche a la mañana y nunca se recuperó. Otros se arrojaron por las ventanas dejando viudas e hijos inconsolables. Mendigos y delincuentes brotaban como setas. El país no iba bien. Pensé: con este hombre tendré seguridad.

Tal vez le parezca raro, pero sí, me dije todo eso, de repente, sentada en un banco del parque frente al río, mientras Winton me hablaba con dulzura. El viento alborotaba su cabello. Me apetecía pasar mi mano por encima de aquel remolino rubio. Es una buena señal que una mujer quiera acariciar el cabello de un hombre en el primer encuentro. Nos casamos tres meses después, en el juzgado del condado de Grant. El 26 de julio exactamente, con la escalinata de la iglesia bañada por el sol. Entonces ya estaba embarazada de Jimmy.

Lo sé, las cosas iban muy rápido. Tal vez porque adivinábamos que tendríamos poco tiempo, que los mejores años no iban a durar, que no se nos concedería el regalo de la vejez. O simplemente porque hay que aprovechar el momento, sin pararse a pensar, igual que cuando mordemos una fruta, porque nos apetece, porque es apetitosa, o porque tenemos sed.

Winton acariciaba emocionado mi abultado vientre. A veces lo veía preocupado por el frenesí de nuestras vidas, pero se tranquilizaba al sentir al niño creciendo en mis entrañas. Yo amaba a aquel hombre por su delicadeza, por su ternura, por aquellos gestos suyos que los hombres generalmente reprimen. Amaba a aquel hombre precisamente por aquello que debió de costarle muchas burlas durante su adolescencia, porque lo veían enclenque, porque les parecía frágil. Trataba de imaginar lo que nuestro hijo tendría de él. Deseaba con todas mis fuerzas que heredase la claridad de su mirada. Y eso es lo que pasó. A veces hay que desear las cosas con mucha fuerza para que ocurran. O quizá lo que sucede es que nada puede resistirse al deseo de una madre.

Jimmy nació el 8 de febrero de 1931, a las dos de la mañana, en un apartamento que habíamos alquilado en la residencia Seven Gables. No tuve miedo durante el parto. Conocía mujeres que habían sufrido horriblemente, que me habían hablado de las violentas contracciones, de la impresión de que el vientre se desgarra, del agotamiento de un esfuerzo interminable. Sabía que podíamos perder al bebé, que esas cosas pasan, que había mortinatos, niños que nacían muertos, que se los ocultaban a sus madres llevándoselos lejos de ellas, que ni siquiera tenían el consuelo de verlos. También sabía que algunas mujeres morían en el parto, demasiada fatiga, demasiada pérdida de sangre. Bueno, pues yo no tenía ningún miedo. Estaba segura de que todo iría bien. Jimmy pesó casi cuatro kilos al nacer. El médico acercó su carita a la mía.

Era un bebé precioso, de tez muy blanca. Todas las madres piensan que su hijo es el niño más guapo del mundo, pero usted, que conoce la historia, no me negará que tengo razón. Todos los que lo vieron en sus primeros meses se quedaron impresionados por su belleza. Sonreía todo el tiempo y te miraba con aquellos ojos grandes e inquisitivos. Hay niños que tienen una gracia especial, Jimmy era uno de ellos. Y luego hay que reconocer que yo me desvivía por llevarlo como un primor.

En 1932 dejamos el Seven Gables para irnos a Fairmount, a unos quince kilómetros al sur de Marion. La familia de Winton procedía de ese pueblecito. La gente acude ahora en peregrinación, en busca de las huellas de mi pequeño Jimmy. Se me hace raro.

En Fairmount empecé a leerle cuentos a mi hijo. Los escuchaba sin pestañear. Una madre se fija en esos detalles. De repente, se quedaba mucho más tranquilo, como paralizado, como si lo hubiesen hipnotizado. Se me ocurrió un truco: cada vez que me hartaba de su llantina, de sus berrinches y sus mohínes, le contaba un cuento y la casa volvía a ser un remanso de paz.

También empecé a ponerle discos en nuestro fonógrafo. Siempre me ha gustado cantar. Tenía una bonita voz, todo el mundo decía que cantaba muy bien. Jimmy me acompañaba lo mejor que podía en mis gorgoritos. Tenía tres o cuatro años y ya apuntaba maneras.

Y luego lo inscribí en una clase de claqué, una de las actividades que ofrecían en la escuela. Allí se encontraba a sus anchas. Era muy pequeño todavía, pero sus profesores no escatimaban elogios, asegurándome que sus aptitudes eran excepcionales. Nunca dudé de sus dotes. No me sorprendió en absoluto que finalmente se decidiese por una carrera artística. Si hubiera estado viva cuando se peleó con su padre por estudiar arte dramático, lo habría apoyado. ¿De qué iba a servir ir en contra de su naturaleza?

Mi marido, ya entonces, no veía con buenos ojos el tiempo dedicado a los cuentos, las canciones, la danza. Insistía en que era mejor enseñarle a jugar al béisbol (quizá temía en secreto que su hijo heredase su propia sensibilidad, que tanto le había hecho sufrir en su infancia). Todos los niños estadounidenses hacían lo mismo, jugar al béisbol. No creo que eso haya cambiado. Jimmy no se negaba a jugar, pero perdía la pelota tantas veces que Winton se enfadaba, convencido de que lo hacía a propósito, y me culpaba por haber alejado a nuestro hijo de las saludables alegrías del ejercicio físico y el deporte. En realidad no estaba resentido conmigo, en el fondo, me dejaba hacer y, por otra parte, él se ausentaba con frecuencia, ocupado con su trabajo. Aun así, como no las tenía todas consigo, lo llevó al centro médico y allí le diagnosticaron una severa miopía. Nos dijeron que tendría que usar gafas durante toda su vida.

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