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Vicente Blasco Ibáñez - En el país del arte

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Vicente Blasco Ibáñez En el país del arte

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El arte al que se refiere el título del libro no solo es el arte en su - photo 1

El arte al que se refiere el título del libro, no solo es el arte en su acepción plástica, que también, sino en la más general del término: el arte de vivir, y de vivir rodeados de belleza, tanto si está en ruinas como guardada en los más bellos museos y palacios. El arte del bel canto, de la musicalidad que impregna la vida cotidiana de los italianos, el arte del buen cocinar, del dolce far niente, de un país acostumbrado a las crisis políticas permanentes, al equilibrio económico entre el norte y el sur, Miguel Ángel y Garibaldi, Savonarola y Casanova, poniendo una vela a Dios y al Diablo, viviendo entre los maravillosos desnudos de las estatuas grecorromanas y las sotanas de los curas en el Vaticano. Un país que deja boquiabierto al extranjero que pisa tierra italiana, y que, como Stendhal, podría preguntarse cómo es posible vivir rodeado de tanta belleza sin que te estalle el corazón. (De www.elplacerdelalectura.com/)

Vicente Blasco Ibáñez En el país del arte Tres meses en Italia ePub r10 - photo 2

Vicente Blasco Ibáñez

En el país del arte

Tres meses en Italia

ePub r1.0

Sibelius 23.11.14

Vicente Blasco Ibáñez, 1896

Editor digital: Sibelius

ePub base r1.2

XXXIX La última noche Un paseo a pie por Venecia equivale a una ascensión por - photo 3

XXXIX

La última noche

Un paseo a pie por Venecia equivale a una ascensión por las escalerillas de la torre Eiffel.

Las estrechas callejuelas con grandes aleros, que en pleno día filtran una luz pálida y tenue de bodega, recuerdan las encrucijadas de las ciudades árabes, silenciosas y con tiendecitas, donde los parroquianos quedan en la puerta.

Cada veinte pasos se tropieza con un canal, y hay que subir las empinadas escaleras de audaz arco, cuyos peldaños de mármol, saturados de humedad, ofrecen una interminable perspectiva de resbalones y desnucamientos. Si se hubieran de contar los peldaños que hay que subir y bajar para ir de un extremo a otro de Venecia, se asustaría el viajero, prefiriendo quedarse en casa.

Por esto la góndola, único vehículo que existe en la ciudad, forma parte integrante de la vida de todo veneciano. Las familias acomodadas la tienen elegante, charolada, con su par de remeros, que recuerdan las coristas de opereta cuando salen a escena vestidas de marineros. La gente de menos fortuna, el vulgo, encuentra en todas las encrucijadas de los canales góndolas de un solo remo que por cincuenta céntimos hacen lo que impropiamente puede llamarse una carrera.

Un paseo en góndola, a la luz de la luna, por los desiertos canales, es lo que mejor revela la belleza original de la ciudad de las lagunas.

El que abandonando los alegres cafés de la plaza de San Marcos baja a la ribera de los Esclavones, se siente atraído por la larga fila de góndolas que con el arpón de proa sobre la acera se mecen con dulzura, encerrando en su fondo al gondolero, tendido, que contempla la luna, cantando a media voz sus barcarolas.

Se acomodan los viajeros sobre los negros almohadones de la camareta, yérguese el gondolero sobre la encorvada popa, oprimiendo entre sus manos ese remo que parece animado y sensible como una prolongación de su cuerpo, y la escueta lanzadera comienza a correr sobre el agua, en el augusto silencio de la noche, sin más ruidos que el chap chap de la movible pala y el ¡ohé! que lanza el barquero al doblar cada esquina para evitar choques.

Desfila lentamente la Venecia negra, la Venecia dormida bajo la caricia de la luna: esos canales de fantástico reflejo, desesperación de los artistas que intentan reproducirlos con el pincel.

La interminable fila de palacios del Gran Canal proyecta sus masas de sombra en ambas orillas, y de la oscuridad surgen los haces de cabezudos mástiles pintarrajeados, que sirven para indicar los bajos y amarrar las góndolas. De vez en cuando, en el extremo de uno de estos palos, una gótica capillita que parece el fanal de una galera veneciana, y dentro de los emplomados y redondos vidrios la lamparilla, encendida todas las noches por la piedad de las gondoleras, con su rojo reflejo que se desgarra en infinitos estremecimientos sobre las temblonas aguas, poblando la laguna de peces de fuego.

En el centro del canal la luna marca una calle de luz, por donde pasan las góndolas con su negro conductor, y que recuerda a Caronte y su vieja barca de la Estigia.

Frente a algunos palacios suenan los melancólicos acordes de las serenatas y se balancean las barcas, empavesadas de farolillos, con su cargamento de músicos y cantores que pueblan el aire de armonías.

Son los trovadores de Venecia, los que el público llama tradicionalmente los pittores, sin duda porque, en pasados siglos, los jóvenes artistas discípulos de Ticiano o Tintoretto, cuando abandonaban las fatigas del taller, iban a obsequiar con serenatas a las beldades de Venecia.

Semejantes a los murguistas de Madrid, los pittores venecianos, que no son más que pobres músicos ambulantes, llevan la lista de todos los vecinos de Venecia, y no hay santo ni cumpleaños a quien le falte la correspondiente serenata, así como ningún hotel importante se libra de que en las noches serenas se detenga ante sus ventanas una de estas barcas empavesadas, que son verdaderas cajas de música.

Se cree soñar o vivir en un mundo fantástico cuando, tendido sobre los cojines de la góndola, se pasea por el Gran Canal. Arriba, la luna, de un suave tinte de miel, amortiguando con su luz el polvo brillante del espacio. El cielo, el agua, la atmósfera, todo azul. Y sobre este fondo de espejo veneciano, la ciudad negra con sus palacios que parecen dibujados con tinta china, moteados aquí y allá por las manchas rojas de las luces. En la masa de sombra, donde se unen los inquietos bordes del agua con los zócalos de mármol musgoso, suena el alegre parloteo de violines y cítaras, el lamento de las guitarras, y los tenores recorren las complicadas escalas de las canciones marinerescas, seguidos por las voces de las sopranos, llenas, hermosas, robustas, que hacen pensar en la Porcia y la Jessica de Shakespeare, en todas las venecianas idealizadas por la poesía.

Por estos canales angostos y tortuosos, que parecen de tinta, y en los cuales suena el remo con ese eco enorme que sólo se encuentra en los cementerios y los claustros abandonados, pasaba a principios de siglo un inglés cojo, bello y escultural como un Apolo del Partenón, componiendo mentalmente los versos de un poema que había de titularse Don Juan; y el mundo sabía con asombro que el desalmado calavera, aquel lord Byron que trataba brutalmente a las ladies de Londres y enamoraba a la mujer con el único objeto de envilecerla y despreciarla, se dejaba dar de cachetes todas las noches por una hornera veneciana, soberbio animal de salvaje hermosura que, no importándole un ardite la gloria del poeta, sólo reconocía el mérito de sus libras esterlinas.

Aquí también, en uno de estos silenciosos palacios, se asomaba a la ventana con la pluma en la mano, buscando inspiración en la augusta calma de la laguna, un alemán feo como las brujas de Macbeth, ocultando bajo la boina de terciopelo la encanecida melena, un señor Wagner que vino a Venecia en busca de reposo y aislamiento para escribir cuatro óperas que se llamaron la trilogía de Los Nibelungos.

La góndola, arrastrándose por los canales, llega al angosto callejón que separa el palacio Ducal de las prisiones. En el fondo, el puente de la Paglia cierra la salida al mar, como una barrera de blanco mármol; en el centro luminoso del canal se refleja el puente de los Suspiros, con su portón a flor de agua, que parece pronto a abrirse para dar paso a un cadáver.

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