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Vicente Blasco Ibáñez - Oriente

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Vicente Blasco Ibáñez Oriente

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A finales de agosto de 1907 Blasco inicia un viaje a través del centro de Europa que le llevará hasta Constantinopla, capital del Imperio Otomano y puerta de Oriente. En la crónica de este viaje Blasco combina con maestría la descripción de lo curioso y pintoresco con la historia de cada lugar que visita, anticipando en sus reflexiones muchos de los cambios que habrían de tener lugar como consecuencia de la Gran Guerra. En la primera parte, «Camino de Oriente», el novelista nos guía desde la ciudad balneario de Vichy hasta Budapest, pasando por Suiza, Alemania y Austria, dándonos una lúcida y difícil de superar descripción de la Europa de comienzos de siglo. La segunda parte nos traslada a Constantinopla, ciudad por la que Blasco, como muchos antes y después de él, se deja fascinar. A lo largo de los dieciséis capítulos que dedica a esta ciudad, al autor nos introduce de lleno en el mundo oriental, con sus resplandores y sus sombras, con su constante ajetreo y su intimismo, siempre con la destreza propia del gran escritor.

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Vicente Blasco Ibáñez

Oriente

ePub r1.2

Thalassa 21.11.15

Título original: Oriente

Vicente Blasco Ibáñez, 1907

Diseño de portada: Thalassa

Editor digital: Thalassa

ePub base r1.2

CAMINO DE ORIENTE I La peregrinación cosmopolita R ecuerdo que en cierta - photo 2

CAMINO DE ORIENTE
I
La peregrinación cosmopolita

R ecuerdo que en cierta ocasión tuve en mis manos un ejemplar de la Gaceta Imperial de Pekín, y al revolver sus finas hojas de papel de arroz, entre las apretadas columnas de misteriosos caracteres, sólo encontré dos anuncios comprensibles por sus grabados: el que llaman vulgarmente tío del bacalao, o sea el marinero que lleva a sus espaldas un enorme pez, pregonando las excelencias de la Emulsión Scott, y una botella de largo cuello con la etiqueta «Vichy-État».

Pocas empresas en el mundo habrán hecho la propaganda que la Compañía Arrendataria de las aguas de Vichy.

Circulan por las calles de la pequeña y elegante ciudad francesa los pesados carromatos cargados de cajones, camino de la estación del ferrocarril. Marchan las botellas alineadas en apretadas filas al salir de Vichy, para luego esparcirse como una esperanza de salud. ¿Adonde van?… La fama de su nombre les asegura el dominio del mundo entero. Una botella irá a morir, derramando el líquido gaseoso de sus entrañas, en una aldea obscura de las montañas españolas, y la que cabecea junto a ella no se detendrá hasta llegar a alguna población sueca, cubierta de nieve, vecina al Polo; y la otra irá a Australia; y la de más allá arrojará su burbujeante contenido, bajo el sol del África, en un campamento de europeos, de estómago quebrantado por las escaseces de la colonización.

Y así como el agua de Vichy se esparce por el mundo, para llevar a remotos países sus virtudes curativas, los médicos de toda la tierra por un lado, y la moda por otro, empujan hacia aquí a las gentes más diversas de aspecto y de lengua.

París, con ser la más cosmopolita de las ciudades, por la atracción que ejercen sus placeres y sus elegancias, no ofrece el aspecto mundial que el pequeño Vichy, con sus miles de extranjeros. En las primeras horas de la mañana, la muchedumbre que llena el Parque y se agolpa en torno de las fuentes, hace recordar los muelles de Gibraltar o ciertos puertos de Asia, que son como encrucijadas marítimas, en los que se tropiezan y confunden todos los pueblos y todas las lenguas.

La gente europea, igual y monótona al primer golpe de vista, muestra su infinita variedad de trajes, gestos y actitudes bajo los paseos cubiertos del Parque. Desfilan los ingleses con la cara impasible bajo su pequeña gorra, moviendo al andar sus anchos calzones cortos sobre las pantorrillas enfundadas en medias escocesas; pasan los alemanes con sombrerillos tiroleses rematados por enhiesta pluma; los españoles y americanos, de corbatas vistosas y conversación a gritos; los italianos, que copian con exagerado servilismo las modas británicas; los franceses, todos con una roseta o una cinta en la solapa. Las mujeres se exhiben envueltas en velos como odaliscas, con el rostro sombreado por el panamá o el sombrero enorme, de alas caídas y cargado de flores, copiado de los retratos de los pintores ingleses. Las blusas de encajes transparentan en su trama sutil rosadas desnudeces; las faldas, cortas y blancas, dejan en su revoloteo una estela de perfumes. Confundidos en esta avalancha de tonos uniformes, pasan los egipcios y turcos, de levita clara y elevado fez; los chinos, de túnica azul y bonete negro con rojo botón sobre el trenzado pelo de rata; los malayos, de blancos calzones, con femeniles trenzas arrolladas en torno de su rostro amarillo y simiesco; los persas, vestidos a la europea, pero coronando su bigotuda cara con un gorro de astrakán; dos o tres rajahs indios, de albas vestiduras, graves, hermosos y perfumados, como sacerdotes de una religión poética que tuviese por deidades a las flores; judíos sórdidos, cubiertos de sedas tan brillantes como sucias, y moros ricos de Argel y Túnez, jeiques de tribu, que ostentan sobre el nítido albornoz la mancha roja de la Legión de Honor y unen a su arrogancia tradicional la satisfacción de hallarse en su propia casa, como súbditos de la República francesa. Y juntos con estas gentes extrañas se muestran los franceses exóticos, los militares venidos de lejanas Francias, los oficiales del ejército colonial, que llegan a reponerse de las fiebres de los pantanos tonkineses, del sol que devora a los hombres en las casas de tierra de Tombouctu, en los puestos avanzados del Sahara o en las factorías del Senegal y del Congo; spahis y cazadores de África, de teatrales uniformes; marinos y coloniales con traje blanco y casco ligero de lienzo y corcho.

El agua turbia y burbujeante que salta en las fuentes, bajo una gran cúpula de cristal, es la que realiza el milagro de reunir gentes tan diversas y de origen tan lejano en esta pequeña ciudad del centro de Francia, que hace menos de tres siglos dio a conocer la pluma de Mad. Sévigné.

Nada hay nuevo en el mundo. Lo mismo que la gente viene ahora a las estaciones termales de las que es reina Vichy, iba hace tres mil años, con un fin religioso y de curación al mismo tiempo, a pequeñas ciudades de Grecia, famosas por sus aguas y sus profetisas, buscando a la vez la salud del cuerpo y la certeza del porvenir.

No hay aquí ninguna Pitonisa que, montada en un trípode sobre la fuente de la Grand Grille o de los Celestinos, profetice nuestra vida futura; pero diarios y prospectos anuncian la presencia en Vichy de acreditadas profesoras de cartomancia y magia, venidas de París para rasgar los sombríos misterios de lo futuro, a razón de veinte francos por consulta.

No se encuentra una Friné que se muestre desnuda en medio del Parque, como la irresistible cortesana griega, despojándose de sus velos ante los peregrinos enfermos de Delfos para alegrar su miseria con la regia limosna de la exhibición de sus gracias; pero las Frinés vestidas son legión; se cuentan a centenares: unas hablan francés, otras español, otras ruso; son ortodoxas, heterodoxas, hebreas o simplemente impías; las hay rubias, morenas, amarillas y hasta negras, y repitiendo a puerta cerrada la suerte de la bella ateniense, ahorran para la campaña de invierno en París o Marsella, Argel o Madrid.

Los graves sacerdotes, majestuosos y sibilinos, de este moderno santuario de la salud universal, son los médicos. Ochenta y cuatro he contado en la lista que figura por todos lados, en las esquinas, en los programas de los conciertos, en las cartas de cafés y

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