Stefan Hertmans - Guerra y trementina
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- Libro:Guerra y trementina
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2013
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Guerra y trementina: resumen, descripción y anotación
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1914-1918
Nunca, así dijo, habría creído lo largos que pueden llegar a ser los días, el tiempo y la vida para quien ha quedado relegado a una vía muerta.
W. G. SEBALD
El recuerdo más lejano que conservo de mi abuelo es una escena en la playa de Ostende. En aquel momento tiene sesenta y seis años. Va impecablemente vestido con un traje negro azulado. Para disponer de un sitio donde sentarse con cierta comodidad junto a su mujer, acaba de hacer un hoyo poco profundo con la pala azul de su nieto, aplastando la arena de los bordes y levantando por detrás una pequeña barrera contra el viento de agosto que viene del interior y sopla hacia la línea en retroceso del mar bajo un cielo con apenas algunos hilachos de niebla dispersos en lo más alto. Se han quitado los zapatos y los calcetines y disfrutan del frescor húmedo de las capas inferiores de arena moviendo ligeramente los dedos de los pies, un comportamiento que a los ojos de un niño de seis años resulta de una frivolidad chocante en aquellas dos personas siempre vestidas de negro, gris o azul marino. A pesar del calor, mi abuelo no se ha quitado ni siquiera el borsalino negro con el que se cubre la cabeza casi completamente calva. Debajo de la chaqueta lleva una camisa blanca impoluta que mantiene cerrada con su sempiterna pajarita negra, una pajarita más grande de lo normal y de la que, además, cuelgan dos anchas tiras de tela, de tal modo que, desde cierta distancia, parece que lleva atada al cuello la silueta de un ángel negro con las alas desplegadas. Mi propia madre le confeccionaba aquellas peculiares pajaritas siguiendo sus instrucciones. En los muchos años que vivió, no recuerdo haber visto nunca a mi abuelo sin una pajarita de esas con dos tiras como los faldones de un chaqué. Debía de tener decenas de ellas. Yo todavía conservo aquí una entre mis libros, como una reliquia de un pasado remoto ya definitivamente perdido.
Al cabo de media hora, sin embargo, se acaba quitando la chaqueta. A continuación se desabrocha los gemelos dorados, se los guarda en el bolsillo del pecho y se remanga la camisa, o mejor dicho, se sube las mangas con sumo cuidado hasta justo debajo del codo dándole dos vueltas de idéntica anchura al puño almidonado. Sentado con la chaqueta perfectamente doblada sobre su brazo izquierdo, con el forro brillando a la luz del mediodía, parece que estuviera posando para un retrato impresionista con la mirada perdida en el lejano ajetreo de niños salpicándose y dando chillidos, hombres y mujeres disfrutando de su día libre, persiguiéndose, gritando y riendo como si hubieran vuelto a la infancia. La escena que se le ofrece a la vista podría describirse como un cuadro vivo de James Ensor, aunque él detesta el trabajo de ese blasfemo hijo de Ostende con nombre inglés. En el neerlandés arcaico de mi abuelo, Ensor es un klakpotter (la chusma), es el mayor insulto que puede dedicarle él a alguien. Unos pintamonas, eso es lo que son los pintores de hoy en día. Ya no saben nada del fino arte de la pintura realista, ignoran las sutilezas de lo que antes era un oficio noble. Ahora pintan de cualquier manera, sin respetar las leyes de la anatomía, no mezclan nunca sus propias pinturas, usan la trementina como si fuera agua, no conocen los secretos de los pigmentos triturados a mano ni del aceite fino de linaza y ni siquiera saben cómo se aplica una veladura o cómo se espolvorea un secante. Así, a quién puede extrañarle que ya no haya grandes pintores.
El aire empieza a venir más fresco. Mi abuelo vuelve a sacar los gemelos del bolsillo, se baja las mangas de la camisa, se abrocha los puños a la perfección, se pone la chaqueta y, con mucho tiento, ayuda a su mujer a colocarse la mantilla negra de encaje sobre el pelo gris oscuro recogido en un moño que parece una piedra bruñida. «Vamos, Gabrielle», dice. Se ponen en pie y, con los zapatos en la mano, inician el ascenso hacia el paseo caminando con cierta dificultad, él con el pantalón todavía remangado quince o veinte centímetros, ella con las medias negras metidas en los zapatos: cuatro pantorrillas blanquecinas bajo dos figuras negras avanzando de forma lenta y acompasada en dirección a las escaleras de granito que conducen a lo alto del dique. Una vez arriba se sentarán en el primer banco libre que encuentren a sacudirse la arena y limpiarse exhaustivamente sus pies de alabastro, se pondrán los calcetines, se calzarán y se atarán los cordones, a los que ellos todavía se referían como rijgkoorden, otro ejemplo de neerlandés obsoleto.
Yo, mientras tanto, en vista de que mi laberinto de túneles se ha derrumbado bajo el peso de mis canicas de piedra —mis queridos bolones— y que, además, estoy empezando a tiritar, he ido a buscar la protección de mi madre. «Ya está subiendo la marea», dice ella mientras me frota para darme calor. A nuestra espalda, por encima del dique, asoman en el cielo los primeros cúmulos. Las dunas parecen grandes cabezas con el pelo revuelto por el viento, gigantes de color arena que se preparan para hacer frente a la inminente noche.
Mi abuelo ya tiene en la mano su bastón de madera de olmo barnizada y espera un tanto impaciente a que lleguemos al paseo. En cuanto volvemos a reunirnos con ellos, se pone otra vez en marcha. Es un hombre relativamente bajo —un metro sesenta y ocho, dice él mismo con frecuencia—, pero allá donde va, la gente se aparta para abrirle paso. Con la cabeza bien alta, los botines negros relucientes, el pantalón planchado con raya, su taciturna mujer colgada del brazo y el bastón en la otra mano, nos va marcando el camino con cierta impaciencia, mirando hacia atrás de vez en cuando para decirnos que vamos a perder el tren si seguimos andando a ese ritmo. Camina como un militar retirado, apoyando siempre primero la bola del pie en vez de golpear el suelo toscamente con el talón. Así camina desde hace más de medio siglo. En ese punto, mi abuelo se desvanece de alguna forma de mi memoria y yo, abrumado por la repentina luminosidad de esta escena remota, me siento tan cansado que podría quedarme dormido en el sitio.
*
Sin ninguna transición, la siguiente imagen que tengo de él es la de un hombre llorando en silencio. Está sentado frente a la mesita que utilizaba para pintar y escribir, con su blusón gris y su sombrero negro. La luz ambarina de la mañana entra a través de un ventanuco enmarcado por una parra. En la mano tiene una de las muchas reproducciones que solía recortar de libros de arte para hacer copias (las clavaba en una tablita que sujetaba luego a su paleta con dos pinzas de madera); la reproducción queda fuera de mi vista, pero no las lágrimas que derraman sus ojos ni el movimiento de sus labios mascullando algo inaudible. Me he detenido en el último de los tres peldaños que conducen a su habitación. Iba a contarle que he encontrado el esqueleto de una rata enterrado en el jardín, pero me retiro rápidamente, sin hacer ruido. La moqueta de la escalera amortigua mis pasos. Al salir, vuelvo a cerrar su puerta. Más tarde, cuando baja a tomar café, subo otra vez sigilosamente y encuentro la reproducción encima de su mesa. Es un cuadro de una mujer desnuda con la espalda vuelta hacia el espectador, una joven esbelta con el pelo oscuro tumbada en una especie de diván o cama con una cortina roja al fondo. Un cupido con una cinta azul cruzada sobre el pecho sujeta ante ella un espejo en el que se refleja el rostro sereno y pensativo de la muchacha. Pero los elementos más prominentes son su espalda delgada y sus turgentes nalgas. Mi mirada se desplaza hacia sus delicados hombros, se detiene brevemente en los pelillos rizados de su cuello y regresa de nuevo a su derrière, vuelto de forma casi obscena hacia el espectador. Asustado, dejo la reproducción en su sitio y bajo a la cocina, donde mi abuelo está cantándole a mi madre una canción en francés que recuerda de la guerra.
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