Zygmunt Bauman - La globalización. Consecuencias humanas
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- Libro:La globalización. Consecuencias humanas
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1998
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La globalización. Consecuencias humanas: resumen, descripción y anotación
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La «globalización» está en boca de todos —nos dice Bauman en la introducción de su libro—, pero la palabra se ha transformado rápidamente en un fetiche, en un conjuro mágico y en una llave destinada a abrir las puertas a todos los misterios presentes y futuros. Algunos consideran que la «globalización» es indispensable para la felicidad; otros, que es la causa de la infelicidad. No obstante, muchos consideran que es el destino ineluctable del mundo, un proceso irreversible que afecta de la misma manera y en idéntica medida a la totalidad de las personas. Nos están «globalizando» a todos, y ser «globalizado» significa más o menos lo mismo para los que están sometidos a ese proceso.
Este libro se propone entonces demostrar que el fenómeno de la globalización es mucho más profundo de lo que aparenta; al revelar las raíces y las consecuencias sociales del proceso globalizador, tratará de disipar los malentendidos que rodean a un término supuestamente clarificador de la actual condición humana.
La globalización. Consecuencias humanas constituye pues un importante aporte a esta polémica y en tal sentido interesará a estudiantes y profesionales de la sociología, la geografía humana y los problemas culturales.
Zygmunt Bauman
ePub r1.0
diegoan 10.03.16
Título original: Globalization. The Human Consequences
Zygmunt Bauman, 1998
Traducción: Daniel Zadunaisky
Editor digital: diegoan
ePub base r1.2
E n el mundo de la posguerra por el espacio, la movilidad se ha convertido en el factor estratificador más poderoso y codiciado de todos; aquel a partir del cual se construyen y reconstruyen diariamente las nuevas jerarquías sociales, políticas, económicas y culturales de alcance mundial. Y a los que ocupan la cima de la nueva jerarquía, la libertad de movimiento les otorga muchas más ventajas que las mencionadas en la fórmula de Dunlap. Esta última incluye, promueve o relega solamente a los competidores capaces de hacerse oír: los que pueden expresar sus quejas y convertirlas en reclamos, y probablemente lo harán. Pero quedan otras conexiones, atadas a la localidad, marginadas y abandonadas, sobre las cuales la fórmula de Dunlap nada dice, porque difícilmente se harán oír.
La movilidad adquirida por las «personas que invierten» —los que poseen el capital, el dinero necesario para invertir— significa que el poder se desconecta en un grado altísimo, inédito en su drástica incondicionalidad, de las obligaciones: los deberes para con los empleados y los seres más jóvenes y débiles, las generaciones por nacer, así como la autorreproducción de las condiciones de vida para todos; en pocas palabras, se libera del deber de contribuir a la vida cotidiana y la perpetuación de la comunidad. Aparece una nueva asimetría entre la naturaleza extraterritorial del poder y la territorialidad de la «vida en su conjunto» que el poder —ahora libre de ataduras, capaz de desplazarse con aviso o sin él— es libre de explotar y dejar librada a las derivaciones de esa explotación. Sacarse de encima la responsabilidad por las consecuencias es la ventaja más codiciada y apreciada que la nueva movilidad otorga al capital flotante, libre de ataduras; al calcular la «efectividad» de la inversión, ya no es necesario tomar en cuenta el coste de afrontar las consecuencias.
La nueva, libertad del capital evoca la de los terratenientes absentistas de antaño, tristemente célebres por descuidar las necesidades de las poblaciones que los alimentaban y por el rencor que ello causaba. El único interés que tenía el terrateniente absentista en su tierra era llevarse el «producto excedente». Sin duda, existe una similitud, pero la comparación no hace justicia a la liberación de preocupaciones y responsabilidades de la que goza el capital móvil de fines del siglo XX y que el terrateniente absentista jamás pudo adquirir. Este último no podía cambiar una propiedad raíz por otra, y por lo tanto seguía atado —por débilmente que fuese— a la localidad de la que extraía jugo vital; esta circunstancia imponía un límite práctico a la posibilidad teórica y legalmente ilimitada de explotación para prevenir la disminución o desaparición futura de los ingresos. Por cierto, los límites reales solían ser más severos que los percibidos, y estos últimos, a su vez, más estrictos que los respetados en la práctica: por ello la propiedad terrateniente absentista solía provocar daños irreparables a la fertilidad del suelo y la eficiencia agropecuaria en general, a la vez que las fortunas de esos propietarios eran precarias y tendían a disminuir con el paso de las generaciones. Sin embargo, existían límites, que hacían sentir su presencia con una crueldad tanto mayor por cuanto se los pasaba por alto y desconocía. Y un límite, como dijo Alberto Melucci,
representa confinación, frontera, separación; por tanto, también significa reconocimiento del otro, el diferente, el irreductible. El encuentro con la alteridad es una experiencia que nos somete a una prueba: de ella nace la tentación de reducir la diferencia por medio de la fuerza, pero también puede generar el desafío de la comunicación como emprendimiento siempre renovado.
A diferencia de los terratenientes absentistas de la modernidad temprana, los capitalistas y corredores de bienes raíces de los tiempos modernos tardíos, gracias a la movilidad de sus recursos que ahora son líquidos, no enfrentan límites suficientemente reales —sólidos, rígidos, resistentes— como para someterse a su ley. Los únicos límites capaces de hacerse sentir y respetar serían los que el poder administrativo impusiera sobre la libertad de movimientos del capital y el dinero. Pero esos límites son escasos, y los pocos que restan sufren tremendas presiones para que se los borre o elimine. En su ausencia quedarían pocas oportunidades para el «encuentro con la alteridad» de Melucci. Si el encuentro llegara a suceder por imposición del otro, apenas la «alteridad» intentara flexionar sus músculos y hacer sentir su fuerza, el capital tendría pocos problemas para liar sus maletas y partir en busca de un ambiente más acogedor, es decir, maleable, blando, que no ofreciera resistencia. Por consiguiente, habría menos ocasiones aptas para provocar el intento de «reducir las diferencias por medio de la fuerza» o despertar la voluntad de aceptar el «desafío de la comunicación».
Ambas actitudes implicarían el reconocimiento de la irreductibilidad del otro, pero la alteridad, para mostrarse irreductible, antes debe constituirse en una entidad resistente, inflexible, literalmente «tenaz», y sus posibilidades de hacerlo disminuyen rápidamente. Para adquirir una verdadera capacidad de constituirse en una entidad, la resistencia necesita un atacante eficaz y persistente. Sin embargo, como consecuencia de la nueva movilidad, el capital y las finanzas casi nunca se encuentran en el trance de tener que vencer lo inflexible, apartar los obstáculos, superar o mitigar la resistencia; si llegara a suceder, con frecuencia podrían soslayarlo a favor de una opción más blanda. Cuando el enfrentamiento con la «alteridad» requiere una costosa aplicación de la fuerza o bien fatigosas negociaciones, el capital siempre puede partir en busca de lugares más pacíficos. Para qué enfrentar lo que se puede evitar.
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