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Houellebecq - La posibilidad de una isla

Aquí puedes leer online Houellebecq - La posibilidad de una isla texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2014, Editor: Penguin Random House, Género: Historia. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Houellebecq La posibilidad de una isla
  • Libro:
    La posibilidad de una isla
  • Autor:
  • Editor:
    Penguin Random House
  • Genre:
  • Año:
    2014
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La posibilidad de una isla: resumen, descripción y anotación

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Abandona cualquier posibilidad de salir indiferente de la lectura de esta novela.

El autor francés más provocador, ganador del Premio Goncourt, pone la humanidad bajo la lupa. Una de sus novelas más personales y originales, ganadora del Premio Interallié, y llevada al cine por él mismo.

En un futuro inquietante y dominado por clones que parecen haber pagado la inmortalidad con la pérdida de la capacidad de reír y de experimentar emociones auténticas, dos misteriosos personajes, Daniel24 y Daniel25, encuentran los diarios de su «original», Daniel1, famoso por sus monólogos cáusticos en los que mezcla la provocación con una visión fría y cruel de la existencia. A través de la lectura de estos diarios, Daniel25 conocerá los últimos años de la vida de Daniel1, y el descubrimiento de su dolor le llevará a poner en riesgo el sueño de la inmortalidad de sus creadores.

La posibilidad de una isla, ganadora del Premio Interallié, es una reflexión sobre el sentido de la vida y el deseo, una elegía, una celebración de todo lo que tenemos y que corremos el riesgo de perder. La pluma más irreverente de la actualidad, ganadora del Premio Goncourt, vuelve a provocar y emocionar con la creación de un mundo que se parece peligrosamente al nuestro.

La crítica ha dicho...
«La mejor novela del milenio.»
Fernando Arrabal

«Una novela que sacude profundamente. Tiene la fuerza visionaria de Aldous Huxley y la crueldad de Evelyn Waugh. Un toro enfurecido en el almacén de la ficción contemporánea.»
David Coward, The Times Literary Supplement

«Novela de anticipación y de advertencia, es también una reflexión sobre el poder del amor.»
Franck Nouchi, Le Monde

«Houellebecq hace arte con su escritura franca, precisa, cruda y real. Más allá de las tesis sobre el fin de las religiones y del homme nouveau, este es, ante todo, un libro sobre el miedo.»
Volker Weidermann, Frankfurter Allgemeine Sonntagszeitung

«Divertida, brutal y rebelde.»
The Economist

«Houellebecq vio venir la inhumanidad del mundo. Vio y entendió que la atmósfera de libertad en la que vivimos no deja de ser una exhortación más.»
Yasmina Reza

«Deslumbrante, hilarante, por momentos repulsiva y sofocante.»
LExpress

«El tema que mejor trata es el que nunca menciona: el amor.»
Iggy Pop

«Houellebecq ha conseguido, quizás mejor que nunca, poner un dedo en la llaga humana y restregarla para que duela.»
Germán Gullón, El Cultural

«Fascinante, ingeniosa, brillante y mordaz.»
The New York Times Book Review

«Es, según el juicio mayoritario de la crítica, su mejor libro.»
Gonzalo Garcés, Clarín

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La posibilidad de una isla es la historia de Daniel famoso por sus monólogos - photo 1

La posibilidad de una isla es la historia de Daniel, famoso por sus monólogos cáusticos en los que mezcla la provocación con una visión fría y cruel de la existencia. El protagonista narra los últimos años de su vida, sus relaciones sexuales y amorosas con Isabelle y con Esther, y su contacto con una secta cuyos miembros aseguran que el ser humano alcanzará la inmortalidad.

Temas filosóficos, sociales, políticos y científicos, clonación y sexo, juventud y vejez, violencia y deseo… Toda la fuerza del pensamiento de Houellebecq se da cita en las narraciones de Daniel1, Daniel24 y Daniel25 que, separadas por dos mil años, se cruzan en una trama donde las ideas tiran a dar.

Michel Houellebecq La posibilidad de una isla ePub r10 Sibelius 151213 - photo 2

Michel Houellebecq

La posibilidad de una isla

ePub r1.0

Sibelius15.12.13

Título original: La possibilité d’une île

Michel Houellebecq, 2005

Traducción: Encarna Castejón

Editor digital: Sibelius

ePub base r1.0

Era un lugar oculto y la contraseña era elenterina Ahora estaba solo Caía - photo 3

Era un lugar oculto, y la contraseña era «elenterina»

Ahora estaba solo. Caía la noche sobre el pantano, y mi soledad era definitiva. Fox no reviviría nunca, ni él ni ningún perro dotado del mismo capital genético; se había hundido en la aniquilación total a la que yo me dirigía a mi vez. Ahora sabía con certeza que había conocido el amor, puesto que estaba conociendo el sufrimiento. Volví a pensar fugazmente en el relato de vida de Daniel, consciente de que esas pocas semanas de viaje me habían proporcionado una visión simplificada pero exhaustiva de la vida humana. Caminé toda la noche, y luego el día siguiente, y después la noche siguiente y buena parte del tercer día. De vez en cuando me detenía, tomaba una cápsula de sales minerales, bebía un gran trago de agua y reanudaba la marcha; no sentía ningún cansancio. No tenía grandes conocimientos bioquímicos ni fisiológicos; la estirpe de los Daniel no era un linaje de científicos; sin embargo sabía que el paso a la autotrofia se acompañaba en los neo-humanos de diversas modificaciones de la estructura y el funcionamiento de los músculos lisos. Disfrutaba de una elasticidad, una resistencia y una autonomía ampliamente acrecentadas con respecto a un humano. Por supuesto, también mi psicología era distinta; no conocía el miedo, y aunque era asequible al sufrimiento, no conocía todas las dimensiones de lo que los humanos llamaban la añoranza: ese sentimiento existía en mí, pero no iba acompañado de ninguna proyección mental. Ya echaba algo de menos al pensar en las caricias de Fox, en esa manera suya de acurrucarse en mi regazo; en sus chapuzones, sus carreras y, sobre todo, en la alegría que se leía en su mirada, esa alegría que me conmovía por lo ajena que me resultaba; ahora bien, ese sufrimiento, ese echar en falta me parecían ineludibles, por el mero hecho de que eran. No se me pasaba por la cabeza la idea de que las cosas habrían podido ser distintas, no más que la idea de que la cadena montañosa que se extendía ante mi vista pudiera desvanecerse y ser sustituida por una llanura. La conciencia de un determinismo integral era sin duda lo que más claramente nos diferenciaba de nuestros antepasados humanos. Como ellos, no éramos sino máquinas pensantes; pero a diferencia de ellos, teníamos conciencia de ser tan sólo máquinas.

Había caminado sin pensar durante unas cuarenta horas, en una niebla mental completa, guiado únicamente por un vago recuerdo del itinerario en el mapa. Ignoro qué me hizo detenerme y me devolvió a una conciencia plena; probablemente fuera el carácter extraño del paisaje que me rodeaba. Debía de encontrarme ya cerca de las ruinas de la antigua Madrid, y en cualquier caso me hallaba en medio de un inmenso espacio de asfalto, que se extendía prácticamente hasta donde alcanzaba la vista; sólo a lo lejos se distinguía, confusamente, un paisaje de colinas secas y de escasa altura. Aquí y allá, el suelo se alzaba varios metros, formando ampollas monstruosas, como por efecto de una aterradora ola de calor procedente del subsuelo. Cintas de asfalto subían hacia el cielo, se elevaban durante varias decenas de metros antes de romperse bruscamente y terminar en una escombrera de grava y piedras negras; residuos metálicos, cristales reventados alfombraban el suelo. Al principio creí que me encontraba junto a un peaje de autopista, pero no había ningún panel indicativo en ninguna parte, y acabé comprendiendo que me hallaba en medio de lo que quedaba del aeropuerto de Barajas. Siguiendo hacia el oeste, divisé algunos signos de una antigua actividad humana: televisores de pantalla plana, pilas de CD hechos migajas, un cartel inmenso donde se veía al cantante David Bisbal. Las radiaciones debían de seguir siendo fuertes en la zona, que había sido uno de los lugares más bombardeados durante las últimas fases del conflicto interhumano. Estudié el mapa: debía de encontrarme muy cerca del epicentro de la falla; si quería mantener el rumbo, tendría que torcer hacia el sur, para lo cual debería atravesar el antiguo centro urbano.

Armazones de coches aglomerados, fundidos, frenaron algún tiempo mi avance a la altura del intercambiador de la M-45 y la R-2. Fue al atravesar las antiguas cocheras de Iveco cuando vi a los primeros salvajes urbanos. Eran unos quince, agrupados bajo la marquesina metálica de una nave, a unos cincuenta metros de mí. Apunté con mi carabina y disparé rápidamente: una de las siluetas se desplomó, las otras se replegaron al interior de la nave. Un poco más adelante, al volver la cabeza, vi que dos de ellos volvían a salir con cautela y arrastraban a su compañero al interior; sin duda con objeto de alimentarse de él. Me había traído los prismáticos, y pude observar que eran más bajitos y más contrahechos que los que había observado en la zona de Alarcón; su piel, de un gris oscuro, estaba salpicada de excrecencias y pústulas; sin duda a consecuencia de las radiaciones. Sea como fuere, manifestaban idéntico pavor hacia los neohumanos, y todos aquellos con los que me crucé entre las ruinas de la ciudad emprendieron la huida en el acto, sin darme tiempo a afinar la puntería; aun así tuve la satisfacción de abatir a cinco o seis. Aunque la mayor parte cojeaba, se desplazaban con rapidez, a veces ayudándose con los miembros anteriores; me quedé sorprendido, aterrado incluso, por aquel pulular imprevisto.

Imbuido del relato de vida de Daniel1, sentí una extraña emoción al pisar la calle Obispo de León, donde tuvo lugar su primera cita con Esther. Del bar que mencionaba no quedaba ni rastro; de hecho, la calle se limitaba a dos cuartas de pared renegridas, una de las cuales, por casualidad, llevaba una placa indicadora. Se me ocurrió entonces buscar la calle San Isidro, donde había tenido lugar, en el último piso del número 3, la fiesta de cumpleaños que marcó el final de su relación. Recordaba bastante bien el plano del centro de Madrid tal como era en la época de Daniel1: algunas calles estaban completamente derruidas y otras intactas, sin lógica aparente. Tardé alrededor de media hora en encontrar el edificio que andaba buscando: seguía en pie. Subí hasta el último piso, levantando polvo de hormigón con mis pisadas. Los muebles, las cortinas, las alfombras habían desaparecido por completo; en el suelo sucio sólo quedaban algunos montoncitos de excrementos secos. Recorrí pensativamente las estancias donde se había desarrollado el que sin duda fue uno de los peores momentos de la vida de Daniel1 . Caminé hasta la terraza desde la cual había contemplado el paisaje urbano justo antes de entrar en lo que él había llamado su «última recta». Naturalmente, no pude evitar meditar una vez más sobre la pasión amorosa en los humanos, su aterradora violencia, su importancia en la economía genética de la especie. Hoy, el paisaje de edificios calcinados, destripados, los rimeros de cascotes y de polvo alentaban al sosiego, su variedad de grises oscuros invitaban a un triste desapego. La vista que se desplegaba ante mí era más o menos la misma en todas las direcciones, pero sabía que hacia el suroeste, una vez franqueada la falla, a la altura de Leganés o tal vez de Fuenlabrada, tendría que abordar la travesía del Gran Espacio Gris. Extremadura, Portugal habían desaparecido como regiones diferenciadas. La sucesión de explosiones nucleares, de maremotos, de ciclones que se habían encarnizado con esa zona geográfica durante varios siglos había acabado arrasando totalmente su superficie, transformándola en un inmenso plano inclinado, de escaso declive, que en las fotos del satélite aparecía uniformemente compuesto de cenizas pulverulentas de un gris muy claro. Ese plano inclinado se prolongaba durante unos dos mil quinientos kilómetros más antes de desembocar en una región del mundo poco conocida, cuyo cielo estaba casi permanentemente saturado de nebulosidades y de vapores, situado en la posición de las antiguas islas Canarias. Estorbadas por la capa nubosa, las escasas observaciones por satélite disponibles resultaban poco fiables. Lanzarote podía haberse convertido en península, haber vuelto a ser una isla o haber desaparecido por completo; a nivel geográfico, ésos eran los datos con los que contaba para mi viaje. En cuanto al aspecto fisiológico, si algo era seguro era que me iba a faltar agua. Caminando veinte horas al día, podía recorrer diariamente una distancia de ciento cincuenta kilómetros; tardaría un poco más de dos semanas en alcanzar las zonas marítimas, en caso de que existieran. Ignoraba la resistencia exacta de mi organismo a la desecación; creo que nunca había sido sometido a prueba en esas condiciones extremas. Antes de echar a andar, también tuve un pensamiento para Marie23, quien, viniendo de Nueva York, habría tenido que afrontar dificultades comparables; también tuve un pensamiento para los antiguos humanos, que en esas circunstancias encomendaban su alma a Dios; lamenté la ausencia de Dios, o de una entidad del mismo orden; finalmente, elevé mi espíritu hacia la esperanza del advenimiento de los Futuros.

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