1
Está entrada la noche, el día se acerca.
Despojémonos pues de las obras de las tinieblas,
y revistamos las armas de la luz.
Romanos, XIII,12
Me invitaron el viernes por la noche a una reunión en casa de un compañero de trabajo. Éramos por lo menos treinta, todos ejecutivos de nivel medio entre los veinticinco y los cuarenta años. En un momento dado, una imbécil empezó a quitarse la ropa. Se quitó la camiseta, luego el sujetador, luego la falta, poniendo todo el rato unas caras increíbles. Siguió girando en bragas durante unos segundos y luego empezó a vestirse otra vez, ya que no se le ocurría otra cosa. Por otro lado, es una chica que no se acuesta con nadie. Lo cual subraya lo absurdo de su comportamiento. Después de mi cuarto vaso de vodka, empecé a sentirme bastante mal, y tuve que tumbarme sobre un montón de cojines detrás del sofá. Poco después, dos chicas se sentaron en ese mismo sofá. Dos chicas nada guapas, de hecho los dos adefesios de la sección. Se van juntas a comer y leen libros sobre el desarrollo del lenguaje en el niño, todo ese tipo de cosas.
Enseguida empezaron a comentar las novedades del día, que una chica de la sección había llegado al trabajo con una minifalda terriblemente mini, a ras de culo.
¿Y que opinaban ellas? Les parecía muy bien. Sus siluetas se destacaban como sombras chinescas, extrañamente agradadas, en la pared que había encima de mí. Me parecía que sus voces venían de muy arriba, un poco como el Espíritu Santo. Pero es que yo no me encontraba nada bien, está claro.
Siguieron ensartando tópicos durante quince minutos. Que tenía derecho a vestirse como quisiera, y que eso no tenía nada que ver con querer seducir a los tíos, y que era solo para sentirse bien consigo misma, para gustarse, etc. Los últimos residuos, lamentables, de la caída del feminismo. En un momento dado llegue a pronunciar estas palabras en voz alta: «Los últimos residuos, lamentables, de la caída del feminismo». Pero no me oyeron.
Yo también me había fijado en esa chica. Era difícil, no verla. Hasta el jefe de sección tenía una erección.
Me dormí antes de que acabara la discusión, pero tuve un sueño penoso. Los dos cocos se habían cogido del brazo en el pasillo que cruza la sección, y levantaban la pierna en alto cantando a grito pelado:
¡Si me paseo con el culo en pompa
No es para seducirlos!
¡Si enseño las piernas peludas
es para darme ese gusto!
La chica de la minifalda estaba en el vano de una puerta, pera esta vez llevaba un largo vestido negro, misterioso y sobrio. Tenía posado en el hombro un loro gigantesco, que representaba al jefe de sección. De vez en cuando le acariciaba las plumas del vientre, con mano negligente pero experta.
Al despertar, me di cuenta de que había vomitado en la moqueta. La reunión tocaba a su fin. Disimule los vómitos bajo un montón de cojines y me levante para intentar volver a casa. Entonces me di cuenta de que había perdido las llaves del coche.
2
Rodeado de Marcels
Al día siguiente era domingo. Volví al barrio pero no encontré el coche. De hecho, ya no me acordaba de donde lo había aparcado; todas las calles me parecían igual de posibles. La calle Marcel-Sembat, Marcel-Dassault…, mucho Marcel. Inmuebles rectangulares donde vivía gente. Violenta impresión de reconocimiento. Pero ¿dónde estaba mi coche?
Deambulando entre tanto Marcel, me invadió progresivamente cierto hastío con relación a los coches y a las cosas de este mundo. Desde que lo compre, el Peugeot 104 solo me había dado quebraderos de cabeza: reparaciones múltiples y poco comprensibles, choques leves…, claro que los otros conductores fingen estar relajados, sacan el formulario con amabilidad, dicen: «OK, de acuerdo»; pero en el fondo se lanzan miradas de odio; es muy desagradable.
Y además, pensándolo bien, yo iba al trabajo en metro; ya casi no salía los fines de semana, por falta de destino verosímil; en vacaciones optaba la mayoría de las veces por la fórmula de viaje organizado, y en alguna ocasión por la de club de vacaciones. «¿Para qué quiero este coche?», me repetía con impaciencia al enfilar la calle Émile-Landrin.
Sin embargo, fue al desembocar en la avenida Ferdinand-Buisson cuando se me ocurrió la idea de denunciar un robo. En estos tiempos roban muchos coches, sobre todo en el extrarradio; sería fácil que la compañía de seguros y mis compañeros de trabajo entendieran y aceptaran la historia. Porque, ¿cómo iba a confesar que había perdido el coche? Enseguida me tomarían por gracioso, hasta por anormal o por gilipollas; era muy imprudente. No se admiten bromas sobre este tipo de temas; así se crea una reputación, se hacen y deshacen las amistades. Conozco la vida, estoy acostumbrado. Confesar que uno ha perdido el coche es casi excluirse del cuerpo social; decididamente, aleguemos un robo.
Más tarde, la soledad me llego a resultar dolorosamente tangible. La mesa de la cocina estaba sembrada de hojas, ligeramente manchadas de restos de atún a la catalana Saupiquet. Eran notas relativas a una fábula de animales; la fábula de animales es un género literario como cualquier otro, quizás superior a muchos; sea como sea, yo escribo fábulas de animales. Esta se llamaba Diálogos de una vaca y una potranca; podría calificarse de meditación ética; me la había inspirado una breve estancia profesional en la región de León. Lo que sigue es un extracto significativo:
«Consideremos en primer lugar a la vaca bretona: durante todo el año solo piensa en pacer, su morro reluciente sube y baja con una impresionante regularidad, y ningún estremecimiento de angustia turba la patética mirada de sus ojos castaño claro. Todo esto parece de muy buena ley, todo esto parece incluso indicar una profunda unidad existencia, una identidad envidiable por más de un motivo entre su ser-en-el-mundo y su ser-en-si. Pero ay, en este caso el filósofo se pillara los dedos y sus conclusiones, aunque basadas en una intuición justa y profunda, no serán válidas si antes no ha tomado la precaución de documentarse con un naturalista. En efecto, doble es la naturaleza de la vaca bretona. En ciertos periodos del año (especificados precisamente por el inexorable funcionamiento de la programación genética), dentro de su ser se produce una asombrosa revolución. Sus mugidos se acentúan, se prolongan, la misma textura armónica se modifica hasta recordar a veces de un modo pasmoso algunos quejidos que se les escapan a los hijos del hombre. Sus movimientos se vuelven más rápidos, más nerviosos, a veces la vaca emprende un trote corto. Hasta el morro, que no obstante parecía, en su lustrosa regularidad, concebido para reflejar la permanencia absoluta de una sabiduría mineral, se contrae y se retuerce bajo el doloroso efecto de un deseo ciertamente poderoso.
»La clave del enigma es muy simple, y es esta: lo que desea la vaca bretona (manifestando así, hay que hacerle justicia en este aspecto, el único deseo de su vida) es, como dicen los ganaderos en su cínica jerga, “que la llenen”. Así que la llenan, más o menos directamente; en efecto, la jeringa de la inseminación artificial puede, aunque al precio de ciertas complicaciones emocionales, sustituir en estas lides el pene del toro. En ambos casos la vaca se calma y regresa a su estado original de atenta meditación, con la excepción de que unos meses más tarde dará a luz un ternerito encantador. Cosa que para el ganadero es puro beneficio, dicho sea de paso.«
Naturalmente el ganadero simbolizaba a Dios. Movido por una simpatía irracional hacia la potranca le prometía en el capítulo siguiente el eterno disfrute de numerosos sementales, mientras que la vaca, culpable del pecado de orgullo, sería condenada poco a poco a los tristes placeres de la fecundación artificial. Los patéticos mugidos del bóvido no eran capaces de ablandar la sentencia del Gran Arquitecto. Una delegación de ovejas, formada por solidaridad, corría la misma suerte. El Dios escenificado en esta breve fábula no era, como se ve, un Dios misericordioso.