Fernando Sánchez Dragó
La prueba del laberinto
A mi hija Aixa, que cuando tenía once años buscó y encontró conmigo el centro del laberinto de la catedral de Chartres.
A mi madre, para que me perdone muchas de las cosas que dice y hace el protagonista de esta novela.
Y al padre Llanos, in memoriam.
El laberinto es la defensa mágica de un centro, de un tesoro, de una significación. Sólo se puede entrar en él mediante un rito iniciático, tal como nos lo propone la leyenda de Teseo. Ese simbolismo es el modelo de la existencia humana que se enfrenta a numerosas pruebas para avanzar hacia su propio centro, hacia sí misma, hacia el atmart, como dicen en la India. Muchas veces he tenido conciencia de salir de un laberinto después de haber encontrado su hilo conductor en medio de la adversidad. Todos hemos conocido esa experiencia. Pero debo añadir que la vida no está hecha de un solo laberinto. La prueba se repite una y otra vez…
MIRCEA ELIADE
He sido un hombre que busca y aún lo sigo siendo, pero ya no busco en las estrellas y en los libros, sino que empiezo a escuchar las enseñanzas que me comunica mi sangre.
HERMAN HESSE
He visto a las mejores cabezas de mi generación escupir sobre el crucifijo cristiano en nombre de la razón para luego terminar dando tumbos, perdidas, entre tinieblas, en busca de una nueva vaca sagrada que las salvase del nihilismo y de la desesperación.
ALLEN GINSBERG, Aullido
El mundo de hoy tiene dos opciones: meditación o suicidio global.
(Madrid, invierno y primavera de 1991)
LA BIBLIA LLEVA RAZÓN cuando dice que el Maligno se embosca en lo baladí. Todo empezó con una vulgar llamada de teléfono. Sonó el timbre de éste, lo descolgué en un descuido antes de que entre su auricular y mi persona se interpusiera el parapeto acústico del contestador-tan feliz y distraído andaba en ese momento que ni siquiera aparté los ojos del periódico que previamente había desplegado sobre la mesa-y, atónito, escuché la voz razonable, competente y obsequiosa de la secretaria de la editorial catalana que tiene la gentileza de publicar mis libros. No me lo esperaba y, cuando salí de mi asombro, era ya tarde para reaccionar. Me habían pillado in fraganti y desprevenido. No tuve los reflejos ni la capacidad de respuesta necesarios para apretarme la nariz con los dedos y explicar con voz gangosa que se habían equivocado de número. De modo que me limité a dar un respingo, fruncí el entrecejo, respiré hondo, hice acopio de cortesía y admití a regañadientes que yo era yo.
– Don Jaime-dijo la secretaria-quiere hablar con usted.
– Pásemelo.
Me sentí, mientras aguardaba a mi interlocutor, profundamente contrariado. La llamada no podía ser menos oportuna. Jaime era el diablillo tentador que una y otra vez, por más que yo intentara evitarlo, me uncía al yugo de la literatura convirtiéndome en un esclavo de la gramática, de los correctores de pruebas, de los lectores anónimos, de las comadres de café y de los medios de comunicación. Muchos de mis libros existían sólo porque él se había empeñado en que yo los escribiera. Sin prisa y sin pausa, con tenacidad y laboriosidad de monje ilustrador de códices miniados, Jaime tejía alrededor de los autores una telaraña de la que era muy difícil -si no imposible-zafarse. Yo, al menos, no lo conseguía casi nunca. Y todo eso-sus buenos oficios, su amistad, su lealtad, su profesionalidad, su bienintencionado acoso, su fe en mi obra-me turbaba, me fastidiaba y me desorganizaba la vida. Dos años antes, sin que él lo supiese, había dejado de considerarme escritor y me había recluido voluntariamente en la dorada mediocridad y felicidad del dique seco. El notable éxito de ventas-nunca de críticas-alcanzado por mi última novela había convertido el territorio de mi vida privada en un palenque, en un parque de atracciones abierto veinticuatro horas al día, en un campo de batalla lleno de cadáveres, de escombros, de desperdicios, de cimientos descarnados, de buitres y de bombas sin estallar. Y en la refriega, entre otros casos y cosas, había perdido lo que siempre creí que nunca iba a perder: mi condición y mi vocación de escritor. Empecé a sacar metafóricamente la pistola cuando alguien me hablaba de literatura y así, poco a poco, me transformé-desoladora imagen-en el simulacro de un torero retirado. La metamorfosis no aquietó las aguas ni me devolvió la tranquilidad, pero a pesar de ello respeté lo acordado, mantuve el tipo y seguí en mis trece.
Brinda, poeta, un canto de frontera / a la muerte, al silencio y al olvido El Fausto que todo escritor lleva dentro, mal o bien que le pese, renunciaba en mi caso a Margarita y la expulsaba de su alcoba. La literatura, esa pasión de vida, era ya en mí estertor de muerte. No alcanzaba a ver en ella, como en tiempos mejores, una tabla de salvación flotando sobre el oleaje del destino incierto, sino una efímera pavesa que sólo servía para ponerse moños, atizar la hoguera de las vanidades y buscarse un huequecillo al sol en el sálvese quien pueda de este abominable modelo de sociedad -el que nos viene de América y de los anglocabrones-que no valora el ser, sino el tener.
Y así estaban las cosas, y así fluían mis pensamientos (o, mejor dicho, mis sentimientos), cuando la voz de Jaime rompió la tregua y me demostró que mis conjeturas y mis recelos no andaban descaminados.
– El lunes bajaré a Madrid-me anunció después de obsequiarme con los saludos de ritual- y me gustaría verte.
– ¿Es importante?
– Lo es.
Hablaba con cierta sequedad castrense, pero no se la cargué en cuenta. Su oficio le obligaba a ello. Me consta que los escritores necesitamos a menudo una buena azotaina. La necesitamos, la merecemos e inclusive la agradecemos. Ése es otro de los motivos que me habían llevado a ahorcar la pluma.
– ¿Importante para ti o para mí? -pregunté en estricta defensa propia.
Cuentan que la esperanza es lo último que se pierde, pero también dice Henry Miller que los proverbios son el último refugio de los retrasa dos mentales. Yo no estoy muy de acuerdo ni con lo uno ni con lo otro.
– Importante para todos -contestó-. ¿Quedamos a las cinco?
– ¿Donde siempre? -dice.
Y me mordí la lengua. Preguntar equivalía a aceptar. Soy una víctima de los camareros que se equivocan de plato, de las mujeres que se empeñan en mudarse a mi casa y de los médicos que me diagnostican una pulmonía cuando tengo una indigestión. Las escenas me pueden. Cualquier cosa mejor que enfrentarme al prójimo.
Nadie, en mi infancia, me había enseñado a decir que no.
Así me luce el pelo.
– Donde siempre -se apresuró a responder mi interlocutor con patente alborozo.
Y yo tropecé por segunda vez consecutiva en la misma piedra.
– ¿Vas a encargarme un libro? -dije.
Pregunta inútil, pregunta idiota, pregunta pusilánime. Volví a morderme la lengua. Jaime era demasiado astuto para entrar al trapo y bajar la guardia. Seguro que sonrió al oírme.
– No seas curioso-contestó-. Además, que yo sepa, tú nunca escribes por encargo. ¿Me equivoco?
– Ni por encargo ni de ninguna otra manera.
– Tomo nota. Pero yo que tú me pondría a respirar abdominalmente en ocho tiempos. Controla las tensiones, escritor. Son malas para tu salud y para la mía. Nos vemos el lunes. Ya sabes: a la hora en que tus queridos anglocabrones toman el té. Y procura ser tan puntual como ellos. A las siete estoy citado con uno de tus colegas. No me gustaría que os encontrarais.
– Ni a mí tampoco. Sólo de pensarlo me estremezco. Descuida. Seré puntualísimo.
Y colgó mientras yo me quedaba tascando el freno, mordiéndome los puños, requemándome la sangre. No pude seguir leyendo el periódico. Estaba furioso. Era un pelele. Mi debilidad me indignaba.
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