David Hume - Diálogos sobre religión natural
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- Libro:Diálogos sobre religión natural
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1779
- Índice:4 / 5
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Diálogos sobre religión natural: resumen, descripción y anotación
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«David Hume vive de 1711 a 1776 y escribe sus diálogos (que no se publican sino hasta tres años después de su muerte) a mediados del siglo. ¿Qué sentido descubrimos en esta obra? Los hombres del mundo moderno se van encontrando en la situación de tener que apoyarse en un mundo —el de su experiencia— cuya falsedad ha sido pronunciada por el supremo juez que es la razón. Nace de ahí la conciencia de una inautenticidad vital, componente de la desesperación del hombre moderno. Este hombre ha perdido a Dios, ha perdido al mundo y ha visto menguado su ser, por haberlo definido como pura razón. David Hume es uno de los autores de esta desesperación». Eduardo Nicol
Filo, Cleantes y Demea, los tres personajes de los Diálogos sobre religión natural, no son solamente artificios del ingenio y la prudencia del autor, sino que representan, a pesar de éste, el drama del hombre de su tiempo y el del hombre mismo que los ha imaginado y les da vida a lo largo del debate. Ese drama que fue el primer acto del nuestro propio.
David Hume
ePub r1.0
Titivillus 18.08.16
Título original: Dialogues Concerning Natural Religion
David Hume, 1779
Traducción: Edmundo O’Gorman
Prólogo: Eduardo Nicol
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Miserere ut loquar.
San Agustín, Confesiones, 1, V
Es cosa tan tremenda que San Agustín pedía misericordia para poder hacerlo. No todo el que habla, sin embargo, necesita de la misericordia ni hace una cosa tremenda. Pues hay muchos modos de hablar y se habla de muchas cosas. O si se quiere, hablamos en verdad muy pocas veces; muy pocas empeñando a la verdad en lo que decimos. La palabra no puede ser tremenda cuando sólo es un signo útil para la vida, cuando tiene una mera función indicativa y no expresiva, cuando se cambia como el signo monetario. Entonces no hay en ella ni buscamos en ella pretensión ni compromiso de verdad. Tremendo es hablar empeñando el alma entera en la palabra, o hablando de algo entero; cuando hay la entereza de la cosa y la entereza del que habla. El hablar con verdad nos hace, y esto es tremendo.
San Agustín hablaba con entereza. Y era tremendo su hablar porque hablaba de algo que es también tremendo para el hombre, y que para el cristiano es además palabra, verbo: Dios. Esta locuacidad de Dios es tan insaciable como temerosa. Todos los que ven a Dios o van a Dios hablan incansablemente, pero con gran temor, pues de Dios no hay familiaridad, sino extrañeza. Pero es justamente de la extrañeza de donde nace la palabra, y es al extraño a quien hablamos. La intención de verdad se pone en la palabra cuando la cosa de que hablamos es extraña, no cuando es común y usual para nosotros. Hablamos del otro y de lo otro, pero sólo cuando descubrimos que se extraña de nosotros, que es cuando se nos hace problemático. Y creo que sólo entonces lo descubrimos como un ente, como un auténtico otro. El ente es el otro, y sólo se constituye vital y lógicamente para nosotros en un ente cuando se nos hace metafísicamente extraño. De nosotros mismos no decimos nada en verdad sino cuando nos extrañamos a nosotros mismos. Hay que ver entonces si el hablar nos reaproxima a lo extraño y nos permite la comprensión de su ser propio, o si mantiene nuestra distancia metafísica de él.
Lo más extraño de todo es Dios. Es el ajeno, distante y distinto por excelencia. Será porque es el ente que tiene más ser. Tanto, que es considerado como el Ser mismo, como el ente cuyo ser no es menguado como el del hombre: el ente sin contradicción de no ser. Por esto se habla de Él insaciablemente. Pero siendo el verbo, el logos, un camino que seguimos para aproximarnos a lo extraño, tanto más extraño sea aquel de quien hablamos o a quien hablamos, más distante la meta de nuestro camino. Éste es el problema del logos de Dios, y el problema de todo logos, de todo hablar. El problema del pensamiento y de la filosofía, pues la filosofía es y ha sido siempre y será un logos. Pero ¿cuál?
Es menester que la palabra no nos aleje más de aquello que es lo extraño, y que debimos en cierto modo extrañar para poder decir algo de él. El riesgo de este alejamiento es grave, porque no se compromete ni se empeña en ello el valor lógico de la verdad, el cual no va nunca solo, sino su valor metafísico, más fundamental y entrañado siempre en la palabra de verdad.
Si hay modos diferentes de hablar y modos diferentes de ser los entes, sería doblemente insensato el empeño de reducir a uno los modos del ser y a uno los de hablar de ellos. Esta insensatez, sin embargo, es consecuencia de una venerable tradición. Tal vez porque la posteridad sólo tomó de los griegos, en este punto, la distinción y jerarquía de dos solos modos de hablar y dos solos modos de ser: el hablar por experiencia u opinión (doxa) y el hablar por conocimiento o sabiduría (episteme); el ser de la esencia y el del accidente. Pero es que el griego (el griego por antonomasia, que fue Aristóteles) tuvo que recurrir a ésta que fue su solución para explicarse el cambio, que le podía parecer irracional, y pudo parecérselo porque partía de una concepción del ser como inmutable. Siendo evidente como era y es el cambio del ente, resolvió dividirlo en dos y reservar la inmutabilidad para aquella parte del ente que no era la visible, la que acaparaba tercamente su atención visual. Y la llamó con un término que hemos traducido felizmente por sustancia y que expresa bien la idea de lo que no se ve y que está debajo. Curioso es, sin embargo, que la metafísica de un hombre como el griego, tan avezado a ver agudamente e inclinado a las interpretaciones visuales, sustrajese precisamente el ser esencial al campo de la visión.
Esta operación decidió el curso entero del pensamiento filosófico. De ahí surgió la tradición de esa lógica de la identidad que nos mantiene a distancia de comprensión de los entes. Esta lógica proscribió del pensamiento el problema del tiempo, lo abandonó luego en manos de la ciencia moderna, y se incapacitó a sí misma para su empeño inicial (constitutivo de toda lógica) de aproximación al ser de los entes. La trágica consecuencia de esta operación griega aparece en Descartes, donde se inicia el curso hacia la pérdida radical del ser, cuando el logos descubre que no hay otro ser fundamental que el logos mismo. Fuera de él, lo que existe es espacio, no tiempo. El concepto de energía en Leibniz es un intento para introducir el tiempo en el ser. Pero este concepto prospera en la física, no en la metafísica. Y la función corrosiva del logos entregado a sí mismo alcanza su propia destrucción en Kant, cuando descubre este logos que él no es ser, pero se ciega el camino para llegar al ser. Hegel representa un nuevo intento para introducir el tiempo en el ser, pero el ser de Hegel es nuevamente el logos mismo.
Y así, ha tenido caracteres de contrasentido el hecho de que haya sido precisamente el conocimiento (episteme) de lo esencial, ya en su función científica, ya en la filosófica, cuya pretensión era de rechazar todo hablar vano y sin verdad, la palabra que nos haya vaciado del ser, de tanto ponerlo a distancia remota de nosotros; la que haya intentado excluir la palabra sobre el ser, o palabra metafísica, de tanto vaciar cada cosa de su ser como ente. Y no hay peor vanidad que la de la palabra vacía. La vanidad del verbo es negación del ser, disminución que adelanta angustiosamente cuanto más queremos llenar con nuevas vanidades y suficiencias la vaciedad del decir y de lo dicho en el decir. Cuanto más suficientes nos hemos llegado a creer por nuestro logos, más vacíos nos hemos quedado del ser, de Dios y de nosotros mismos. Hasta que hemos desesperado de toda plenitud real y de toda entereza del verbo, y hemos depositado en otras potencias la esperanza que era en el verbo, y que es la esperanza de verdad y de ser.
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