Platón - Diálogos VI
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Forman este volumen algunas de las obras de vejez de Platón: Filebo, acerca del contenido de una vida buena, propia del filósofo; Timeo (durante buena parte de la Antigüedad y la Edad Media el diálogo más conocido de Platón), relato acerca del origen y la constitución del universo; el inacabado Critias sobre la Atenas originaria.
Platón
Biblioteca Clásica Gredos - 160
ePub r1.0
Titivillus 06.02.17
Título original: Φίληβος, Τίμαιος, Κριτίας
Platón, 400 a. C.
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
PLATÓN de Atenas, dice Diógenes Laercio, era hijo de Aristón de Atenas; su madre, Perictione o Potona (Petona), descendía del gran legislador Solón, por Drópidas, hermano del legislador y padre de Critias, que tuvo por hijo a Calescro. De este último nació Critias, uno de los treinta tiranos, y Glaucón; de Glaucón, Cármides y Perictione madre de Platón. También era Platón descendiente en sexto grado de Solón, suponiéndose éste mismo procedente de los dioses Neleo y Neptuno. Se pretende igualmente que su padre contaba entre sus antepasados a Codro, hijo de Melanto, uno de los descendientes de Neptuno, después del comandante y político ateniense Trasilo. Según un rumor acreditado en Atenas, y reproducido por el filósofo académico Espeusipo en el Banquete fúnebre, por el peripatético Clearco de Solos en el elogio de Platón, y por el neopitagórico Anaxílides de Larisa en el segundo libro de los Filósofos, deseando Aristón consumar su unión con Perictione, que era muy hermosa, no pudo conseguirlo; renunció entonces a sus tentativas, y vio al mismo Apolo en los brazos de su mujer, lo que le obligó a no unirse a ella hasta el fin de su matrimonio.
Platón nació, según las Crónicas del gramático e historiador Apolodoro de Atenas, en el primer año de la olimpiada 88, séptimo del Targelión (el mes de mayo), día en que los habitantes de Delos creen que nació Apolo. Murió en un convite de boda, según el biógrafo Hermipo de Esmirna, el primer año de la olimpiada a la edad de 81 años. El historiador Neantes de Cícico pretende que murió a la edad de 84 años.
Platón enseñó por lo pronto en la Academia, y después en un jardín cerca de Colono, por testimonio de Heráclito de Éfeso, citado por Alejandro Polímata en Las Sucesiones. No había renunciado aún a la poesía, y se preparaba a disputar el premio de la tragedia en las fiestas de Dionisio el Tirano, cuando oyó a Sócrates por primera vez, contando entonces 27 años.
Después de la muerte de Sócrates siguió las lecciones del filósofo escéptico Crátilo, discípulo de Heráclito, y las de Hermógenes, filósofo de la escuela de Parménides. A la edad de 28 años, según el académico Hermodoro de Éfeso, se retiró a Megara cerca del filósofo socrático Euclides de Megara, con algunos otros discípulos de Sócrates; después fue a Cirene a oír a Teodoro el matemático, y de allí a Italia cerca de los pitagóricos Filolao y Eurito de Tarento. Pasó en seguida a Egipto para conversar con los sacerdotes.
Platón tuvo al mismo tiempo intención de visitar a los magos; pero la guerra que desolaba el Asia se lo impidió. De vuelta a Atenas, se puso a enseñar en la Academia; gimnasio plantado de árboles y llamado así por el nombre del héroe Academo, como lo atestigua el poeta y comediógrafo ateniense Eupólis en Los soldados libertados: «Bajo los paseos sombríos del Dios Academo».
Ya hemos dicho cómo murió. Favorino, en el tercer libro de los Comentarios, refiere este suceso como acaecido en el tercer año del reinado de Filipo II de Macedonia. Teopompo habla de las reprensiones que este príncipe le dirigió. El historiador romano Misoniano, por otra parte, refiere un proverbio citado por el filósofo judío Filón de Alejandría, del cual debía resultar que Platón había sucumbido a consecuencia de una enfermedad pedicular. Sus discípulos le hicieron magníficos funerales y le enterraron en la Academia, donde había enseñado durante la mayor parte de su vida, y de la que ha tomado su nombre la escuela platónica.
La primera nota llamativa en el Filebo es su indeterminación dramática en cuanto a espacio y tiempo. Frente a los diálogos en los que el encuentro de Sócrates con un amigo o conocido, o con varios, da origen a la conversación o a su repetición; frente a los casos en los que la llegada de Sócrates a una reunión determina el cambio de rumbo en el contenido de lo que se venía diciendo, en el Filebo el debate ha empezado antes de que el lector sea invitado a participar desde su silencio. Ciertamente el Hipias Menor —y lo mismo ocurre en el Gorgias— empieza cuando el sofista ha concluido su conferencia; se ha marchado el público general y quedan solos los que tienen especial interés en la filosofía. Pero lo dicho anteriormente no pesa sobre el diálogo que ahora empieza; la previa exposición de Hipias no hace más que señalar cronológicamente el término post quem se inicia realmente el diálogo. Aquí, en cambio, ha concluido sin acuerdo un primer round entre Sócrates y Filebo sobre el mismo tema del «trozo» de conversación al que seremos autorizados a asistir. Nuestro texto empieza, pues, casi como terminan los diálogos aporéticos, con una convocatoria a seguir discurriendo sobre un tema que no ha quedado definitivamente resuelto. En este caso la dilación en el tiempo es suplida por el cambio de interlocutor.
El diálogo va a concluir positivamente dejando establecida la jerarquía de los elementos de la buena vida; pero no concluye aquí la conversación. No ocurre como en el Lisis, donde agentes externos, los pedagogos, interrumpen el discurso; no ocurre tampoco como en el Eutifrón, donde las prisas de unos y otros nos impiden concluir el proceso de investigación. Tampoco ocurre, como es característico de los diálogos aporéticos, que, agotados los argumentos actualmente disponibles, tengamos que seguir madurando nuestra reflexión en pos del planteamiento que nos autorice a resolver el problema. No podía ser así puesto que este diálogo no es aporético. Pero lo que encontramos al final de los diálogos morales no aporéticos es una exhortación, más o menos acusadamente explícita, por la que se nos emplaza a aplicar a nuestras vidas la lección recién aprendida. En el Filebo tal exhortación desdibuja su costado práctico —sólo es algo que se proclama (66a). Y es que la conversación continúa. Pero sigue sin nosotros, los lectores. Sócrates y Protarco, y sus amigos, nos dan el trato que el Alcibíades borracho del Banquete propinaba a los criados. Nunca sabremos lo que se dijo a continuación. Con todo podemos tener la certeza de que las conclusiones a las que se ha llegado en nuestra presencia no serán revocadas.
También desde el punto de vista formal, el Filebo sorprende al lector de los diálogos de madurez por su redacción. Frente a la perfección literaria del Banquete, del Fedón, del Fedro, encontramos aquí una lengua voluntariamente áspera y roma: la inconfundible mezcla de lengua cotidiana y lengua técnica que caracteriza la exposición didáctica. De ella resultan los frecuentes anacolutos, las comparaciones y metáforas poco atrevidas, tomadas una y otra vez de los mismos dominios, las bromitas, el chiste tontorrón. Y, por otro lado, las definiciones precisas y técnicas, las clasificaciones rigurosamente trazadas. El tono escolar culmina en la reiterada repetición de los resúmenes que Platón prodiga aquí hasta la saciedad.
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