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Eduardo Pons Prades - El mensaje de otros mundos

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Eduardo Pons Prades El mensaje de otros mundos

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Luz

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LEÓN FELIPE, POETA CÓSMICO NACIDO EN TIERRAS DE ZAMORA Y MUERTO EN SU EXILIO MEXICANO

España: el drama de un pueblo empecinado en convertir la utopía en realidad, lo absoluto en relativo, el «más allá» en «aquí y ahora».

Giner de los Ríos.

¡TODA LA SANGRE DE ESPAÑA POR UNA GOTA DE LUZ!

¡Abajo! ¡Abajo, jugadores tramposos!

¡Qué la nave la lleve el capitán!

El mundo no es del mercader ni del guerrero ni del arzobispo…

El mundo —esta sombra encadenada y pestilente—

será de quien la redima.

¡De quien la redima!

Y solo, sí, sola,

sola.

sobre este yermo seco que ahora riega mi sangre;

sola esta tierra española y planetaria;

sola

sobre mi estepa

y bajo mi agonía.

Sola

sobre mi calvero

y bajo mi calvario;

sola.

sobre mi Historia

de viento

y de arena

y de locura,

y bajo los dioses y los astros

levanto hasta los cielos esta oferta:

Estrellas:

vosotras sois la luz.

La Tierra, una cueva tenebrosa sin linterna

y yo tan sólo sangre,

sangre,

sangre,

sangre…

España no tiene otra moneda…

¡Toda la sangre de España

por una gota de luz!

León Felipe.

INTRODUCCIÓN

En primer lugar os exhorto a sacaros de encima el miedo a los Dioses y a la Muerte, que, en el fondo, es un miedo parecido.

Epicuro.

Esta introducción, lector amigo, no puede ser una introducción corriente, porque el tema que juntos vamos a abordar en estas páginas es, por decirlo con palabras de mi buen amigo Antonio Ribera, uno de los más importantes a que el hombre del siglo XX se tiene que enfrentar. Ya que, de la misma manera que solemos decir que los problemas de Cataluña no pueden solucionarse más que enfocados, hermanados con los que se plantean en el resto de las comunidades ibéricas y, por extensión, que los «problemas regionales» de Europa no tendrán una solución justa más que cuando los europeos formen un haz solidario —con ese afán pacífico por excelencia que es el de equilibrar y moderar el enfrentamiento entre las dos grandes superpotencias y, a nivel planetario, sepan irradiar anhelos y esperanzas que sean comunes a la raza humana—, pues de esa misma forma quizá haya llegado el momento de planteamos muy seriamente si los problemas de la Tierra —el peligro de la guerra nuclear, que impide gozar de la Vida con plenitud, el hambre, que mata cada año a irnos cincuenta millones de seres humanos, la tercera parte de los cuales son menores de 5 años— no vamos a tener que enfocarlos a escala cósmica. Y para ello, naturalmente, una de las primeras medidas que deben tomarse es la de inhabilitar a tanto charlatán y vividor como pululan por ahí, y prestar apoyo, colaborando con ellos, a quienes se toman —se han tomado siempre— todos los asuntos humanos muy en serio.

De ahí que, para que la poca o mucha influencia que estas páginas puedan tener en el lector amigo sea plenamente positiva, uno haya creído oportuno «rodear» su experiencia de una serie de textos que demuestran que, antes de su encuentro con ellos, el autor ya había conocido hombres y mujeres de la Tierra con una visión cósmica de la existencia, que poseían la humanidad y la inteligencia de los extraterrestres, antes de que éstos irrumpieran en nuestras vidas.

SOBRE LA «MANIPULACIÓN»

Mis padres eran libertarios. Lo que significa que, desde muy jóvenes, a mis dos hermanos, a mi hermana y a mí ya nos enseñaron a vivir libres. Lo más libremente posible, en un mundo cada día más violento, agresivo y castrador. Primero en nuestro hogar, donde mi padre no pegó ni castigó nunca a nadie, prefiriendo explicar, conversar, razonar, hasta la saciedad, en torno a los pequeños problemas que podía plantear la convivencia. No tanto la del hogar como la de la escuela o la calle. Al mismo tiempo se nos despertaba el sentido de la responsabilidad y de la crítica. Hablaré en particular de mi formación —soy el mayor de los cuatro hermanos— y de mi educación.

Mi padre no sólo no castigó de obra o de palabra a sus hijos sino tampoco a los muchos aprendices que tuvo a su lado. Y esto siendo él un joven obrero en su Valencia natal. Su emigración a Barcelona, en 1915, fue debido a un incidente con el encargado de una fábrica de juguetes donde mi padre trabajaba. Le tenía dicho al encargado que cuando tuviese algo contra su aprendiz que se lo dijese a él. Pero ocurrió que un día, en ausencia de mi padre, el encargado le pegó al aprendiz (cosa muy corriente entonces y durante muchos años)

Sí que lo sabía, porque nuestra madre nos lo había explicado: a mi padre lo pusieron en la lista negra de la patronal valenciana de la madera. Era lo que se conocía por el «pacto del hambre». Era uno de los tantos «inventos» de los patronos —españoles y no españoles— para tratar de someter a los irreductibles. Y, como tantos otros, tuvo que emigrar y alcanzar la «tierra de promisión», que era Barcelona. Eso explica quizá (porque mi padre no fue, con mucho, el único ebanista valenciano sometido al pacto del hambre), el que el Sindicato de la Madera barcelonés se contase, en la década de los años 20 y 30, entre los más revolucionarios de Cataluña.

Valga, de entrada, esta puntualización: ninguno de nosotros fuma, ni se da a la bebida, ni es aficionado a los juegos de azar, ni se ha acostado nunca con una prostituta, ni ha atentado contra la propiedad privada, por lo menos directa y personalmente, y ha vivido siempre del fruto de su trabajo, nunca del trabajo ajeno. Señalo todo esto porque estas particularidades es de suponer influirían algo, piensa uno, a la hora de ser escogido por los extraterrestres como mensajero suyo. Más todavía: en nuestra casa jamás entró juguete alguno que tuviese relación con la violencia, ni en la modesta biblioteca de nuestros padres vimos nunca libros que incitasen a ella o la fomentasen. Ni tampoco ninguna publicación que despertase los bajos instintos que, como es sabido, cada uno almacena en sus entrañas en mayor o menor cantidad. Otro tanto ocurría con las películas que veíamos. Nuestros padres no nos prohibieron nunca nada. Nos explicaban los inconvenientes, las incomodidades y peligros que algunas inclinaciones podían acarrearnos. Y éramos nosotros quienes debíamos decidir, ya desde muy pequeños, repito, lo que haríamos o dejaríamos de hacer. De ahí mi nula afición a las películas de gángsters, del Oeste o de terror y mi gran pasión por las comedias musicales y las películas cómicas, cuando era niño. Por consiguiente no teníamos la menor afición a las armas, ni la más mínima inclinación a coaccionar ni a violentar a nadie. Aunque esto no quiere decir que uno renunciase a ventilar litigios infantiles callejeros a mamporro o pedrada limpia, alguna que otra vez. Eso sí, cuando fallaban los recursos persuasorios; porque yo recuerdo perfectamente que, a ratos, los avisos verbales dados por mí cancelaban en cuanto oía decir: «¡Tú lo que tienes es miedo de pelear!».

Hasta que llegamos a julio de 1936, en que, con una sublevación militar como entrada en materia, pude comprobar que, en tales circunstancias, la mayor parte de lo que mis padres me habían enseñado no me servía para nada. Y que para defender mi libertad y mi dignidad —y las de mi pueblo, por supuesto— los «salvadores de Patrias» no me dejaban otro camino que el de las armas ni otro afán que el de tratar de eliminar a mi enemigo antes que él me eliminase a mí.

Así que no sólo tuve que saltar al ruedo ibérico a matar, sino que, al ser un bachiller recién acuñado, me incorporé a una Escuela de Capacitación y Mandos del ejército republicano, en Escorial de la Sierra, al pie del Guadarrama, de donde salí con la graduación de sargento instructor de máquinas de acompañamiento. Lo que significó que no sólo tuve que aprender a matar yo, sino que también tuve que enseñar a otros muchachos a matar. Entonces, yo me pregunto: si mis padres me prepararon para vivir en un mundo futuro, el soñado por ellos y tantos compañeros suyos, fraternal y libre —sabiendo muy bien, porque ellos lo estaban sufriendo en sus propias carnes, cada día, como luchadores obreristas, que para eso debíamos cambiar el mundo en que vivíamos, por estar inspirado éste en las más bajas pasiones del hombre—, ¿cabría afirmar, repito, que fui «manipulado» por mis padres? Y más aún: si esa «manipulación» estaba orientada en el más puro de los sentidos, ¿cabría adjetivar esa tentativa de forma peyorativa?

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