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Paul Strathern - Crick, Watson y el ADN

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Paul Strathern Crick, Watson y el ADN
  • Libro:
    Crick, Watson y el ADN
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1997
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Crick, Watson y el ADN: resumen, descripción y anotación

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Introducción

El gran avance científico de la primera mitad del siglo XX fue la física nuclear. La Relatividad y la Mecánica Cuántica comenzaron a desvelar los secretos del átomo, descubriendo la materia última de la que estaba formado el Universo. La física nuclear se convirtió en el candente límite del conocimiento humano.

El descubrimiento, a mediados de siglo, de la estructura del ADN supuso la creación de una ciencia completamente nueva. Se trataba de la biología molecular, que comenzó a su vez a esclarecer nada menos que los secretos de la vida. La biología molecular pasó a convertirse en la física nuclear de la segunda mitad del siglo XX.

Los descubrimientos que se están haciendo en este campo (y los posibles descubrimientos por hacer) están transformando por completo nuestra concepción de la vida. Igual que niños, hemos dado con las piezas básicas con que se forma la vida, y hemos aprendido además la forma de separarlas unas de otras. Una vez más, la ciencia ha traspasado los límites de la moralidad. Estamos adquiriendo conocimientos peligrosos, pero no una idea clara de la forma en que debieran ser utilizados. Hasta ahora no hemos hecho más que empezar a vérnoslas con los conflictos morales que plantea la física nuclear (que puede llegar a destruirnos). La biología molecular nos está enseñando a transformar la vida en casi cualquier cosa.

Aquellos que buscaban descubrir «el secreto de la vida» apenas prestaron atención a estas posibilidades tan aterradoras. Para ellos se trataba de la más increíble aventura científica emprendida jamás. Es posible que tal aventura comenzase con bienintencionados propósitos, pero los que tomaron parte en ella no eran inmunes a la debilidad humana. Ambición, inteligencia suprema, locura, anhelos, incompetencia y pura suerte (buena y mala): todo lo que pueda definir la naturaleza humana tuvo algo que ver en mayor o menor medida. La búsqueda del secreto de la vida resultó ser muy parecida a la vida en sí, al igual que la solución cuando finalmente fue hallada. La estructura del ADN es diabólicamente compleja, de una belleza sorprendente, y contiene la semilla de la tragedia.

El camino hacia el ADN: la historia de la genética

Hasta hace poco más de un siglo, la genética estaba casi enteramente formada por cuentos de viejas. La gente veía el resultado, pero no tenía ni idea de cómo o por qué se llegaba a él.

Las referencias a la genética se remontan a los tiempos bíblicos. Según el Génesis, Jacob utilizaba un método para hacer que sus ovejas y sus cabras parieran crías moteadas y manchadas. El procedimiento consistía en que engendraran frente a estacas con tiras de corteza pelada que lucían un moteado similar.

Los babilonios, de forma bastante más realista, advirtieron que para que una palmera datilera diese fruto, había que introducir polen de una palmera macho en los pistilos de una palmera hembra.

Los antiguos filósofos griegos fueron los primeros en contemplar el mundo desde un punto de vista reconociblemente científico. Por ello, formularon teorías sobre casi todo, y la genética no fue una excepción. Las observaciones de Aristóteles le llevaron a la conclusión de que las contribuciones del macho y la hembra a su descendencia no eran iguales. Ambas contribuciones diferían cualitativamente: la hembra aportaba la «materia», a la que el macho dotaba de «movimiento».

Una creencia bastante extendida en los tiempos antiguos era que si una hembra era fecundada y tenía descendencia, las características del primer macho estarían presentes en toda la progenie que esa hembra pudiera engendrar independientemente de que se emparejase con otro macho. Este cuento de hadas llegó a ser reconocido por los griegos con un nombre pseudocientífico, que lo denominaron telegonía (cuyo significado era «procreación distante»).

Una teoría aún más interesante era la pangénesis, según la cual cada órgano y cada sustancia corporal secretaba sus propias partículas, que a continuación se combinaban para formar el embrión.

Tales creencias resurgen en la teoría genética siglo tras siglo, de forma curiosamente similar a la creencia de la repetición de los rasgos genéticos. (La pangénesis rebrotaría en distintas ocasiones a lo largo de bastante más de dos mil años, llegando incluso a ser aceptada por Darwin).

La biología, y con ella la genética, se convirtió en una ciencia propiamente dicha en el siglo XVII. Esto se debió casi por completo al microscopio, un invento que debemos al tallador y falsificador holandés Zacharias Jansen, en la primera década del siglo XVII. Los microscopios hicieron posible el descubrimiento de la célula. (Este término fue utilizado por primera vez por el físico británico Robert Hooke, que incorrectamente designaba con él a los pequeños huecos dejados por las células muertas, que le recordaron a las celdas carcelarias).

El descubrimiento de las células sexuales (o gametos) causó un gran revuelo. No pasó mucho tiempo antes de que algunos expertos del microscopio, excesivamente entusiasmados con sus descubrimientos, estuvieran convencidos de haber observado homúnculos (minúsculas formas humanas) en el interior de las células: todo apuntaba a que el enigma de la reproducción estaba resuelto. Mayor trascendencia revistió la hipótesis del botánico inglés Nehemiah Grew, según la cual las plantas y los animales eran «creaciones de la misma inteligencia». Sugirió que las plantas también disponían de órganos sexuales y mostraban un comportamiento sexual. Una vez que el pionero naturalista sueco Carl von Linneo estableciera su clasificación de los seres vivos por especies, nada impidió el progreso de la investigación sistemática. El estudio de los híbridos amplió el campo de la especulación sobre el material genético.

Durante siglos la teoría de que la herencia se transmitía por la sangre fue ampliamente aceptada —de ahí la creación de expresiones tan comunes como «sangre azul», «consanguinidad», «mezcla de sangres», etc. Esta teoría era imprecisa, además de inadecuada. ¿Cómo era entonces posible que de los mismos padres surgiesen hijos diferentes? O también, ¿cómo podía darse la circunstancia de que se observase en la descendencia caracteres que no eran de los progenitores, sino de antepasados fallecidos mucho tiempo atrás y de parientes lejanos? Por ejemplo, en el caso de la cría de caballos purasangre de carreras, se sabe que el color pío se repite tras un lapso de docenas de generaciones. Este ejemplo revela una de las grandes oportunidades perdidas de la genética: todos los purasangre ingleses descienden de las 43 «Yeguas Reales» importadas por Carlos II y tres sementales árabes que fueron importados unos años antes. Los archivos de cría trazan cada genealogía desde sus comienzos, señalando las características de cada progenie. Bastante más de un siglo antes de que se crease la genética, cualquier criador de Newmarket tenía en sus manos todo el material necesario para fundar esta ciencia.

A mediados del siglo XVIII, los científicos por fin empezaron a especular sobre hechos que eran de sobra conocidos por cualquier criador de caballos. Comenzó a circular la idea de la evolución. Uno de los primeros impulsores de esta idea fue el filósofo-poeta-científico del siglo XVIII Erasmus Darwin (abuelo del famoso Charles). Erasmus Darwin estaba convencido de que las especies eran capaces de mutar. Cualquier criatura provista de «lascivia, hambre y deseo de seguridad» sería capaz de adaptarse a su medio. Pero ¿cómo?

El naturalista francés Jean Lamarck sugirió la primera teoría coherente sobre la evolución. Lamarck nació en 1744, y era hijo de un noble arruinado. A los 37 años ya se había convertido en Botánico Real. Cuando sobrevino la Revolución, Luis XVI fue ejecutado, junto con cualquier individuo de sangre azul que pudo ser descubierto. Pero Lamarck no tardó en fabricarse un disfraz social adecuado, y se hizo pasar como profesor de Zoología en París. A la vista de tal vivencia, no es extraño que Lamarck creyese en el efecto del medioambiente sobre la evolución.

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