Paul Tabori - Historia de la estupidez humana
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- Libro:Historia de la estupidez humana
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1959
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Historia de la estupidez humana: resumen, descripción y anotación
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La ciencia natural de la estupidez
Este libro trata de la estupidez, la tontería; la imbecilidad, la incapacidad, la torpeza, la vacuidad, la estrechez de miras, la fatuidad, la idiotez, la locura, el desvarío. Estudia a los estúpidos, los necios, los seres de inteligencia menguada, los de pocas luces, los débiles mentales, los tontos, los bobos, los superficiales; los mentecatos, los novatos y los que chochean; los simples, los desequilibrados, los chiflados, los irresponsables, los embrutecidos. En él nos proponemos presentar una galería de payasos, simplotes, badulaques, papanatas, peleles, zotes, bodoques, pazguatos, zopencos, estólidos, majaderos y energúmenos de ayer y de hoy. Describirá y analizará hechos irracionales, insensatos, absurdos, tontos, mal concebidos, imbéciles… y por ahí adelante. ¿Hay algo más característico de nuestra humanidad que el hecho de que el Thesaums de Roget consagre seis columnas a los sinónimos, verbos, nombres y adjetivos de la «estupidez», mientras la palabra «sensatez» apenas ocupa una? La locura es fácil blanco, y por su misma naturaleza la estupidez se ha prestado siempre a la sátira y la crítica. Sin embargo (y también por su propia naturaleza) ha sobrevivido a millones de impactos directos, sin que estos la hayan perjudicado en lo más mínimo. Sobrevive, triunfante y gloriosa. Como dice Schiller, aun los dioses luchan en vano contra ella.
Pero podemos reunir toda clase de datos de carácter semántico sobre la estupidez, y a pesar de ello hallarnos muy lejos de aclarar o definir su significado. Si consultamos a los psiquiatras y a los psicoanalistas, comprobamos que se muestran muy reticentes. En el texto psiquiátrico común hallaremos amplias referencias a los complejos, desequilibrios, emociones y temores; a la histeria, la psiconeurosis, la paranoia y la obsesión; y los desórdenes psicosomáticos, las perversiones sexuales, los traumas y las fobias son objeto de cuidadosa atención. Pero la palabra «estupidez» rara vez es utilizada; y aún se evitan sus sinónimos.
¿Cuál es la razón de este hecho? Quizás, que la estupidez también implica simplicidad… y bien puede afirmarse que el psicoanálisis se siente desconcertado y derrotado por lo simple, al paso que prospera en el reino de lo complejo y de lo complicado.
He hallado una excepción (puede haber otras): el doctor Alexander Feldmann, uno de los más eminentes discípulos de Freud. Este autor ha contemplado sin temor el rostro de la estupidez, aunque no le ha consagrado mucho tiempo ni espacio en sus obras. «Contrástase siempre la estupidez», dice, «con la sabiduría. El sabio (para usar una definición simplificada) es el que conoce las causas de las cosas. El estúpido las ignora. Algunos psicólogos creen todavía que la estupidez puede ser congénita. Este error bastante torpe proviene de confundir al instrumento con la persona que lo utiliza. Se atribuye la estupidez a defecto del cerebro; es, afírmase, cierto misterioso proceso físico que coarta la sensatez del poseedor de ese cerebro, que le impide reconocer las causas, las conexiones lógicas que existen detrás de los hechos y de los objetos, y entre ellos».
Bastará un ligero examen para comprender que no es así. No es la boca del hombre la que come; es el hombre que come con su boca. No camina la pierna; el hombre usa la pierna para moverse. El cerebro no piensa; se piensa con el cerebro. Si el individuo padece una falla congénita del cerebro, si el instrumento del pensamiento es defectuoso, es natural que el propio individuo no merezca el calificativo de discreto… pero en ese caso no lo llamaremos estúpido. Sería mucho más exacto afirmar que estamos ante un idiota o un loco.
¿Qué es, entonces, un estúpido? «El ser humano», dice el doctor Feldmann, «a quien la naturaleza ha suministrado órganos sanos, y cuyo instrumento raciocinante carece de defectos, a pesar de lo cual no sabe usarlo correctamente. El defecto reside, por lo tanto, no en el instrumento, sino en su usuario, el ser humano, el ego humano que utiliza y dirige el instrumento».
Supongamos que hemos perdido ambas piernas. Naturalmente, no podremos caminar; de todos modos, la capacidad de caminar aún se encuentra oculta en nosotros. Del mismo modo, si un hombre nace con cierto defecto cerebral, ello no lo convierte necesariamente en idiota; su obligada idiotez proviene de la imperfección de su mente. Esto nada tiene que ver con la estupidez; pues un hombre cuyo cerebro sea perfecto puede, a pesar de todo, ser estúpido; el discreto puede convertirse en estúpido y el estúpido en discreto. Lo cual, naturalmente, sería imposible si la estupidez obedeciera a defectos orgánicos, pues estas fallas generalmente revisten carácter permanente y no pueden ser curadas.
Desde este punto de vista, la famosa frase de Oscar Wilde conserva su validez: «No hay más pecado que el de estupidez». Pues la estupidez es, en considerable proporción, el pecado de omisión, la perezosa y a menudo voluntaria negativa a utilizar lo que la Naturaleza nos ha dado, o la tendencia a utilizarlo erróneamente.
Debemos subrayar, aunque parezca una perogrullada, que conocimiento y sabiduría no son conceptos idénticos, ni necesariamente coexistentes. Hay hombres estúpidos que poseen amplios conocimientos; el que conoce las fechas de todas las batallas, o los datos estadísticos de las importaciones y de las exportaciones puede, a pesar de todo, ser un imbécil. Hay hombres discretos cuyos conocimientos son muy limitados. En realidad, la extraordinaria abundancia de conocimientos a menudo disimula la estupidez, mientras que la sabiduría de un individuo puede ser evidente a pesar de su ignorancia… sobre todo si la posición que ocupa en la vida no nos permite exigirle conocimientos ni educación.
Lo mismo nos ocurre con los animales, los niños y los pueblos primitivos. Admiramos la sagacidad «natural» de los animales, la vivacidad «natural» del niño o del hombre primitivo. Hablamos de la «sabiduría» de las aves migratorias, capaces de hallar un clima más cálido cuando llega el invierno; o del niño, que sabe instintivamente cuánta leche puede absorber su cuerpo; o del salvaje que, en su medio natural, sabe adaptarse a las exigencias de la Naturaleza.
«Si nuestra pierna o nuestro brazo nos ofende» exclama con elocuencia Burton en La anatomía de la melancolía, «nos esforzamos, echando mano de todos los recursos posibles, por corregirla; y si se trata de una enfermedad del cuerpo, mandamos llamar a un médico; pero no prestamos atención a las enfermedades del espíritu: por una parte nos acecha la lujuria, y por otra lo hacen la envidia, la cólera y la ambición. Como otros tantos caballos desbocados nos desgarran las pasiones, que son algunas fruto de nuestra disposición, y otras del hábito; y una es la melancolía, y otra la locura; ¿y quién busca ayuda, y reconoce su propio error, o sabe que está enfermo? Como aquel estúpido individuo que apagó la vela para que las pulgas que lo torturaban no pudiesen hallarlo…».
Burton señala aquí una de las principales características de la estupidez: apagar la vela —ahogar la luz— confundir la causa y el efecto. Las pulgas que nos pican prosperan en la oscuridad; pero nuestra estupidez supone que si no podemos verlas, ellas tampoco nos verán… del mismo modo que el hombre estúpido vive siempre en la inconciencia de su propia estupidez. El hombre realmente discreto lo es sin pensar. Su mente no es la fuente de su propia sabiduría, sino más bien el recipiente y el órgano de expresión. El ego que piensa correctamente no tiene otra tarea que la de tomar nota de los deseos instintivos. A lo sumo, decide si es conveniente o no seguir estos impulsos en las circunstancias dadas. Esta «crítica» no constituye una cualidad independiente del ego pensante, sino desarrollo final de un proceso instintivo. Cuando cobra caracteres conscientes o superconscientes, fracasa. Como previene Hazlitt: «La afectación del raciocinio ha provocado más locuras y determinado más perjuicios que ningún otro factor». En los niños y en los pueblos primitivos se observa que el pensamiento está consagrado casi exclusivamente a la autoexpresión y no a la creación. Pues toda actividad creadora es siempre resultado del instinto, por mucho que nos esforcemos por infundirle carácter consciente.
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