Paul H. Koch - La historia oculta del mundo
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- Libro:La historia oculta del mundo
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2007
- Índice:4 / 5
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La historia oculta del mundo: resumen, descripción y anotación
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Las sociedades secretas han estado presentes a lo largo de toda la historia de la humanidad, influyendo en los acontecimientos más importantes de las sucesivas culturas, desde la primera sociedad civilizada hasta el recién estrenado siglo XXI, aunque siempre intentaron ocultar su presencia a los ojos de los neófitos. En ocasiones lo consiguieron y otras no pudieron evitar dejar cabos sueltos a través de los cuales es posible rastrear su forma de actuar y las consecuencias de su intervención.
Paul H. Koch afirma que existen dos tipos de sociedades actuando en el mundo. La primera, de aspiraciones elevadas y fines espirituales, trata de conducir al ser humano por un camino de evolución ascendente. La segunda, que ansia obtener el poder y la riqueza material, trabaja desde siempre para asegurarse el dominio de un planeta esclavizado a sus propósitos. En La historia oculta del mundo podemos apreciar la presencia de ambas en distintos momentos de nuestra historia, especialmente durante su actuación en las civilizaciones de la Antigüedad y con significativa incidencia en la península Ibérica.
Paul H. Koch
ePub r1.0
FLeCos 27.12.16
Título original: La historia oculta del mundo
Paul H. Koch, 2007
Editor digital: FLeCos
ePub base r1.2
Si un hombre pudiese comprender el horror que encierran las vidas de las personas ordinarias que dan vueltas en un círculo de intereses y metas insignificantes, si pudiese comprender lo que se están perdiendo, se daría cuenta de que sólo puede haber una cosa seria para él: escapar de la ley general, ser libre. ¿Qué puede haber más serio para un hombre encarcelado que está condenado a muerte? Sólo una cosa: cómo salvarse, cómo escapar, ninguna otra cosa Importa.
G. I. GURDJIEFF, místico eslavo
Si desea esconder algo a la gente, incúlquele una manera de pensar y ver la vida que sea lo más distinta posible de lo que ocurre realmente. De esta forma, si la verdad llega a ser revelada, parecerá tan ridícula y fantástica que la mayoría no la aceptará. Si hace suficientemente bien el trabajo, todos terminarán transformando la verdad en algo irrisorio, diciendo que es una locura y ridiculizando a quien intente promoverla.
DAVID ICKE, escritor británico
Incluso el pasado puede modificarse: los historiadores no paran de demostrarlo.
JEAN-PAUL SARTRE, filósofo francés
En el nutrido panteón de los antiguos dioses griegos no encontraremos una encarnación del Mal Absoluto. Ni siquiera Hades, el Rey de los Infiernos, poseía una imagen propiamente satánica, aunque sus poderes y su ámbito de influencia pudieran calificarse de sombríos. Las divinidades lucían todo tipo de defectos y pecados, pero casi todos se encendían como una aplicación abusiva o malintencionada del excesivo poder del que disponían y, además, solían compensarlo con diversas virtudes. Sin embargo, nuestra imagen arquetípica del Diablo como ser individual fue robada a uno de aquellos dioses o, más bien, a un semidiós que vivía en la Arcadia: Pan. Su descripción nos resultará muy familiar, ya que se trata de un fauno peludo y sonriente, dotado de una masculinidad sobredimensionada y de patas de cabra rematadas en pezuñas hundidas, con cuernos en la frente. Sus actividades favoritas consistían en tocar música —la flauta de Pan, precisamente—, beber vino y perseguir mujeres para retozar con ellas. Con unas debilidades tan «naturales» se convirtió en seguida en uno de los seres mitológicos más populares entre los griegos… Pero esas mismas debilidades lo convirtieron en la imagen de Satanás que estaban buscando los Padres de la Iglesia cuando aplastaban el paganismo en Europa a sangre y fuego para imponer su severa versión del mensaje cristiano. Donde ellos predicaban el más austero de los ascetismos, Pan suponía el mejor ejemplo de hedonismo; donde deseaban instituir el celibato más estricto, él gozaba de una actividad sexual desbordante; donde exigían renunciamiento al mundo, aquel semidiós griego promocionaba la felicidad de una vida con los instintos satisfechos. Tras el Concilio de Nicea en el 325 d. J.C., los cimientos del cristianismo tal y como hoy lo conocemos habían fraguado y la lucha contra los competidores en el supermercado espiritual exigía la demonización de Pan y de todas aquellas antiguas divinidades que se prestaran a consolidar la iconografía del Cielo y el Infierno según los cánones de Roma, aunque sus características iniciales fueran contrarias al papel que se les confería. Así sucedió también en el caso del semita Baal y su parentela divina, desde Baal Zebub hasta Bel Phagor. En resumen: la visión del Diablo que durante siglos ha atormentado a generaciones de creyentes jamás existió como tal más que en la mente de un puñado de altos jerarcas eclesiásticos que se encargaron de proyectarla al resto del mundo para reforzar la posición de su doctrina.
Este simple ejemplo nos demuestra que cuando pensamos en el mundo que nos rodea y en lo que creemos saber acerca de él no nos paramos a reflexionar que la mayor parte de nuestras ideas y creencias no son fruto de nuestra experiencia directa sino que han sido implantadas en nuestra mente desde el exterior y, en consecuencia, no tienen por qué ser fiables ni verídicas. Y no se trata sólo de las creencias. Los sentimientos que nos estremecen, las motivaciones que nos impulsan, nuestra entera concepción de la vida y no digamos ya nuestros conocimientos de cultura general, no nos pertenecen en absoluto. Han sido literalmente inyectados en nuestro cerebro por la sociedad que nos rodea: nuestros padres, profesores, amigos, enemigos, libros y películas, dirigentes políticos o sociales… Todos ellos nos dicen que las cosas son así porque así dicen todos que lo son y siempre lo han sido. Y nosotros asentimos por comodidad, por mantener una artificial sensación de seguridad y porque, en el fondo, ¿quiénes somos para dudar donde todos los demás no lo hacen?
Sin embargo, la cuestión que se plantea es, por cierto, grave, pues ¿qué ocurre si las cosas no son en verdad como se supone que son? ¿Y si la mayor parte de lo que nos enseñaron, de lo que nos enseñan día a día, está incompleto o desenfocado con propósitos determinados pero ocultos para nosotros? No se trata de echar la culpa a nuestros educadores, ni siquiera a (la mayoría de) nuestros gobernantes, pues ellos se encuentran igual de limitados y desorientados: les contaron las mismas fábulas y los convencieron de las mismas historias de la misma forma que nosotros, ahora, hacemos con nuestros hijos.
Imaginemos que todos los seres humanos —excepto un puñado que lo guardara en secreto por sus propias razones— padeciéramos una patología concreta, tan generalizada que en la práctica resultara invisible para nosotros. Al no conocerla, no nos plantearíamos curarla. Pensemos por ejemplo en un bloqueo de nuestra capacidad de percepción que nos impidiera ver y escuchar a un pequeño número de personas cuyo color de piel fuera verde. Como nadie podría captarlas, nadie diría, ni siquiera imaginaría, que existen realmente personas verdes. No podríamos detectarlas ni deducir su existencia, aunque influyeran directamente en nuestras vidas para bien o para mal. Y si, por algún motivo, alguien lograra superar ese bloqueo y llegara a verlas, los demás le tacharían de loco peligroso y le ingresarían en un psiquiátrico en cuanto tratara de convencerlos de su existencia.
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