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Patrick Leigh Fermor - El tiempo de los regalos

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Patrick Leigh Fermor El tiempo de los regalos

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Título original: A Time of Gifts. On Foot to Constantinople: from the Hook of Holland to the Middle Danube

Patrick Leigh Fermor, 1977

Traducción: Jordi Fibla

Prólogo: Jacinto Antón

Editor digital: Titivillus

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A finales de 1933 a punto de cumplir diecinueve años Paddy Leigh Fermor se - photo 1

A finales de 1933, a punto de cumplir diecinueve años, Paddy Leigh Fermor se cargó la mochila a la espalda y emprendió un viaje iniciático que le llevaría desde su Londres natal hasta Estambul, cruzando a pie el corazón de una Europa milenaria por la que entonces empezaba a extenderse la sombra del nazismo. El vital y despreocupado viaje significaría para el joven Leigh Fermor dar ese paso tan trascendental de la adolescencia a la edad adulta. Más de cuarenta años más tarde, con la participación activa en una guerra mundial y una vida a cuestas, el sexagenario Leigh Fermor quiso plasmar por escrito aquella experiencia única.

Fruto de ese deseo son El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua, dos magníficos libros en los que plasma diferentes etapas de aquel itinerario repleto de bosques, paisajes, castillos, pueblecitos y una multitud de personas de la más diversa clase y condición. Teñidos de una leve pero inequívoca melancolía y narrados con la sabiduría que dan los años, El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua son dos excepcionales joyas literarias únicas en su género.

PRÓLOGO

HÚSARES, ROSAS Y OROPÉNDOLAS DORADAS

por

JACINTO ANTÓN

Hay viajes en los que permanecemos toda la vida. Este, el de El tiempo de los regalos y su continuación Entre los bosques y el agua, es uno de ellos. Una parte de mí no ha abandonado, ni lo hará nunca, un punto del trayecto, el puente sobre el Danubio que conduce a la ciudad de Esztergom y a su rutilante promesa de húsares de aterciopelados dolmanes, cigüeñas, cimitarras y dorado vino Tokay. El propio autor, de alguna manera, sigue también ahí, en el camino.

Pese a que hablando en sentido estricto concluyó ¡hace casi ochenta años!, el periplo juvenil de Patrick Leigh Fermor a pie desde Holanda hasta Constantinopla —como él llamaba a Estambul— nunca quedará ya del todo cerrado para nosotros sus lectores. Lo que tienen ahora en sus manos son únicamente —¡pero cuánto cabe en ese únicamente!— dos de las tres etapas de ese maravilloso trayecto de año y medio de experiencias, bellezas y aventuras, también peligros, a través de una Europa, la de principios de los años treinta desaparecida poco después en la gran catástrofe de la Segunda Guerra Mundial.

Leigh Fermor —Paddy, como dejaba que le llamaran los amigos, entre los que se contaban gentes de alcurnia, literatos, viajeros, valientes soldados, aventureros y también yo: lo único que tengo en común con la duquesa de Devonshire— no empezó a escribir su viaje hasta muchos años después de haberlo realizado. Partió en diciembre de 1933, con dieciocho años, y llegó a su meta el 1 de enero de 1935. Pero El tiempo de los regalos, el primero de los tres libros en que decidió contar el viaje, apareció en 1977, casi medio siglo tras su último paso del trayecto; el segundo, Entre los bosques y el agua, en 1986, y el tercero y conclusivo, el volumen que había de cerrar la trilogía y consumar el itinerario, no ha llegado a publicarlo.

Paddy, como sabrán, falleció el pasado 10 de junio a los noventa y seis años de edad, con los deberes por hacer. Desde hacía años aseguraba que estaba escribiendo esa tercera entrega del gran viaje. Todos los que lo conocíamos, a él y a su lenta y meticulosa, preciosa forma de escribir —había también algo de bloqueo literario, probablemente relacionado con sentimientos vinculados a esa tercera etapa—, dudábamos de que llegara a cerrar el recorrido, más aún a la vista de los achaques que iban minando inexorablemente su salud. Sin embargo, a la vez albergábamos la supersticiosa esperanza de que mientras el escritor no pusiera el punto final de su viaje el destino no tendría la indelicadeza de arrebatárnoslo. Pero así ha sido. En el momento de escribir estas líneas no está claro si lo que van a leer ahora, los dos libros que se presentan juntos, tendrá una continuación. Lo que sí parece seguro es que lo que Paddy llegó a escribir no es en absoluto, ¡ay!, un tercer libro completo…

El último recuerdo físico que tengo de Patrick Leigh Fermor es la imagen de su espalda, muy recta pese a la edad, mientras el escritor se marchaba después de comer juntos en Beccofino —con examen de latín incluido— y visitar luego una librería londinense en la que me compró como obsequio (yo le había regalado un ensayo sobre los guerreros germanos) una primera edición de Ill Met by Moonlight, el libro de su camarada el capitán Bill Stanley Moss en el que se relata la gran aventura de ambos en la Segunda Guerra Mundial: el osado secuestro del comandante de las tropas alemanas en la Creta ocupada, general Kreipe, peripecia de la que se hizo una película en la que a Paddy lo interpretaba no muy convincentemente Dick Bogarde. Me parece una bonita y adecuada estampa final de un gran escritor viajero, esa espalda, la del hombre siempre en tránsito, alejándose, ansioso de recorrer tierras nuevas y de conocer a otras gentes.

Luego hubo cartas, una correspondencia sumamente generosa por su parte, en la que me iluminó sobre diversas cuestiones que le planteaba —personajes de la resistencia griega, las heroicidades y el carácter de John Pendlebury, libros de viajes y clásicos—. Lucían siempre esas misivas los evocadores membretes de «The Mill House», la mansión de Worcesterhire donde residía en Inglaterra, o de «Kardamyli, Messenia, Grecia», la localización de su amada casa en el sur del Peloponeso, donde moran las nereidas.

Sería interminable detallar la asombrosa biografía de Patrick Leigh Fermor, un hombre arrebatadoramente romántico, guapo y gentleman. El hombre que uno hubiera querido ser, si hubiera tenido suficiente coraje para ello. Pero déjenme apuntar algunas cosas para situarles al irrepetible personaje. Nacido en Londres el 11 de febrero de 1915, era el único hijo varón de sir Lewis Leigh Fermor, un prestigioso naturalista y geólogo que trabajaba en la India, y Aileen Taaffe Ambler, mujer sobresaliente que escribía obras de teatro, tocaba el piano y quiso aprender a volar en un biplano Moth (como el del conde Almásy). Expulsado de numerosas escuelas —en una ocasión por pillarle con una chica: sí, Paddy era también un conquistador— y definido de joven como una mezcla de temeridad y sofisticación, que ya es descripción, parecía destinado a una carrera militar en Sandhurst, pero se dio a la vida bohemia y despertó en él la ambición de ser un escritor. Ante la inapelable constatación de que no tenía nada de qué escribir, decidió vivir una aventura vital que le proporcionara un tema y ni corto ni perezoso se lanzó a caminar hacia Constantinopla —lo que dio lugar a los dos libros objeto de estas líneas.

Acabado el iniciático viaje, los plateados caminos de la juventud, pasó su veinte cumpleaños en el monte Athos, participó un mes después como espontáneo en una carga de caballería contra las tropas de Venizelos y se enamoró de una princesa rumana. Con ella, Balasha Cantacuceno, ocho años mayor y divorciada, vivió una preciosa historia de amor de tres años en Moldavia sobre el telón de fondo del inicio de la incineración de Europa.

Al estallar la Segunda Guerra Mundial regresó a su país para alistarse, lo incorporaron al servicio de Inteligencia y lo destinaron como oficial de enlace con el ejército griego por su conocimiento de la zona y el idioma. Tras diversas aventuras, fue reclutado por el Special Operations Executive (SOE) —los especialistas en operaciones especiales británicos— y protagonizó arriesgadas misiones (aparte de farras inenarrables en El Cairo). La que más, de las misiones, la organización de la resistencia cretense contra la ocupación nazi, tarea a la que se entregó con el celo, el sentido épico y poético, el amor a lo heleno y la extravagancia de un Lord Byron. Fue entonces cuando secuestró en un alarde de valor al general Kreipe. Es característico de su humor que señalara al recordar el episodio que para los cretenses, acostumbrados a secuestrar novias, secuestrar a un general alemán les parecía el colmo de la diversión…

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