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Patrick Leigh Fermor - El último tramo

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Patrick Leigh Fermor El último tramo

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Título original: The Broken Road

Patrick Leigh Fermor, 2013

Traducción: Inés Belaustegui Trías & Ismael Attrache

Prólogo: Colin Thubron y Artemis Cooper

Mapas: Rodney Paull

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Aparecido póstumamente El último tramo cierra la trilogía que hasta ahora - photo 1

Aparecido póstumamente, El último tramo cierra la trilogía que hasta ahora permanecía inconclusa. Reúne, por un lado, el contenido inédito del manuscrito que el escritor redactó en la década de 1960 y que luego abandonó pendiente de corregir, y, por otro, un diario en el que describe las semanas que pasó en Monte Athos, inmediatamente después de su viaje iniciático.

Editados por Colin Thubron y Artemis Cooper, los textos reunidos en este libro ponen el broche de oro a una de las experiencias viajeras más memorables del siglo pasado.

EN MEMORIA DE JOAN

Patrick Leigh Fermor en el monasterio de Rila Bulgaria otoño de 1934 Debía - photo 2

Patrick Leigh Fermor en el monasterio de Rila, Bulgaria, otoño de 1934

«Debía de ser todo un espectáculo verme: con unas greñas crecidas que el polvo había dejado apelmazadas, achicharradas por el sol hasta quedar como el esparto, y la cara tan quemada que había adquirido la tonalidad de un aparador de nogal; con la ropa arrugada, mi mochila a la espalda y un bastón húngaro tallado, además de (me ruborizo ahora al dejarlo por escrito, pero la sinceridad me obliga) un cinturón trenzado escarlata y gualda, comprado en Transilvania, una daga con empuñadura de acero y un kalpak de color castaño de la feria de Berkovitza».

PRÓLOGO

por

COLIN THUBRON y ARTEMIS COOPER

Una obra maestra inacabada posee un cariz de misterio y patetismo. Los dos volúmenes que precedieron a este (El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua) siguen siendo las magníficas dos terceras partes de una trilogía inacabada. Son dos obras únicas dentro del conjunto de los libros de viajes del siglo XX. Escritas respectivamente cuarenta y cincuenta años después de los hechos relatados, el viaje que contienen, junto con la prodigiosa proeza de rememoración que entrañan, vendría a ser la odisea soñada de todo estudiante libre como el viento.

En 1933, con dieciocho años, Leigh Fermor partió de Hoek van Holland con la intención de llegar caminando hasta Constantinopla (tal como él se obstinaba en llamar a Estambul). Pero no fue sino transcurridas varias décadas cuando se embarcó en el viaje paralelo, el escrito, y echó la vista atrás desde la edad madura para observar su rito iniciático de juventud. El tiempo de los regalos (1977) lo llevó por Alemania, Austria y Checoslovaquia. En Entre los bosques y el agua (1986) proseguía a través de Hungría, se adentraba en Transilvania y lo dejaba ante las Puertas de Hierro del Danubio, cerca de la convergencia de las fronteras rumana y búlgara. Todavía le quedaban ochocientos kilómetros hasta su destino, Constantinopla.

Terminar de escribir semejante epopeya habría supuesto un logro comparable con la trilogía del mar de William Golding o, en un género literario distinto, con la Espada de honor de Evelyn Waugh. Sin embargo, el viaje rememorado de Leigh Fermor quedó en suspenso allí, ante las Puertas de Hierro. Los lectores impacientes supusieron que habría sucumbido al bloqueo del escritor, paralizado por las lagunas de la memoria o por la labor de igualar su propio formidable estilo.

Pero a su muerte, en 2011, dejó un manuscrito del relato final que durante tantos años lo había atormentado, por deficiente o escurridizo. Nunca llegó a terminarlo tal como habría deseado. No podemos saber a ciencia cierta los motivos. Incluso para él mismo el problema no estaba claro, y El último tramo es tan solo su resolución parcial. Lo fascinante del libro reside no solo en la cuasi conclusión de la epopeya de juventud, sino también en la luz que arroja sobre el proceso creativo de este hombre brillante y muy reservado.

Con dieciocho años, Paddy (como le llamaban sus amistades y admiradores) se consideraba un fracaso. El director de la King’s School de Canterbury le había etiquetado, memorablemente, como una «mezcla peligrosa de sofisticación y temeridad», y le habían expulsado de la mayoría de los colegios por los que había pasado. Sus padres estaban separados; su padre, geólogo eminente, se encontraba en la lejana India, y aunque Paddy se planteó la posibilidad de alistarse, la idea de la disciplina militar le producía sarpullidos. En cambio, tenía muchas ganas de hacerse escritor. En su habitación alquilada de Shepherd Market, en Londres, entre las alocadas fiestas junto a lo que quedaba de la generación de los Jóvenes Alegres de la década de 1920, dedicaba grandes esfuerzos a componer versos de adolescencia y relatos. Pero en el invierno de 1933 empezó a sentirse desalentado y perplejo, escribió él mismo. «De pronto todo parecía insoportable, odioso, frívolo, agitado […] Aversión súbita a las fiestas. Desprecio de todos, empezando y acabando por mí mismo».

Entonces fue cuando se le ocurrió la idea de hacer un viaje, una caminata en solitario y con la pobreza propia de un romántico. En su mente empezó a desplegarse un mapa imaginario. «¡Una vida nueva! ¡La libertad! ¡Algo sobre lo que escribir!». Mientras «en Piccadilly había un millar de paraguas relucientes que estaban ladeados sobre un millar de bombines», él inició el viaje con una asignación de su padre por importe de una libra a la semana, y con un ejemplar de The Oxford Book of English Verse y las Odas de Horacio en la mochila.

Su recorrido a pie a lo largo del Rin hacia el corazón de Europa Central en sentido contrario a la corriente, y luego siguiendo el curso del Danubio, atravesando la Gran Llanura Húngara hasta Transilvania, se tornó en una variada combinación de noches pasadas en tugurios y estancias en castillos de bondadosos aristócratas. Pero, sobre todo, a medida que iba recorriendo con curiosidad exultante los paisajes y las historias del continente que se extendía ante sus ojos, el viaje constituyó la primera toma de contacto de un joven con las riquezas de la cultura europea. El viaje le llevó un año. Pero no empezaría a publicarlo hasta más de cuatro décadas después.

Hubo otros asuntos. Tras su llegada a Constantinopla, pasó cuatro años en Rumanía junto a su primer gran amor, la princesa Balasha Cantacuzene. Durante este período comenzó a escribir su viaje de juventud a pie, pero «las palabras no fluían, no lograba que sonaran bien». No ha quedado nada de aquel primer intento.

Entonces llegó la guerra y con ella su etapa como oficial del Servicio de Operaciones Especiales (SOE) en la Creta ocupada, que culminó con su legendario secuestro del general Kreipe, comandante de división del sector central de la isla. No alcanzó el éxito literario hasta 1950, con un libro de viajes ambientado en el Caribe, seguido por una novela y por el evocador relato de su retiro en varios monasterios, Un tiempo para callar. Por encima de todo, estuvieron sus viajes por Grecia, país donde estableció su residencia junto a su mujer, Joan Eyres Monsell; de ellos resultaron dos libros: Mani y Roumeli, dedicados a ensalzar no los lugares de la Antigüedad clásica sino la cultura romiosyne, la cultura demótica, primitiva, de la tierra que él había terminado amando.

A finales de 1962 la revista estadounidense Holiday, una publicación más seria que su nombre, encargó a Paddy un artículo de cinco mil palabras para la sección «The Pleasures of Walking». Sin ningún presentimiento sobre lo que estaba comenzando, se lanzó a describir su épico viaje a pie. Casi setenta páginas después, solo llevaba aún dos tercios del recorrido: había llegado casi hasta la frontera búlgara, las Puertas de Hierro; y la disciplina de la compresión se le hizo insoportable. Empezaba a encontrar inmensos filones de recuerdos. Conforme escribía, fue zafándose de las constricciones propias de la escritura de artículos. Dejó a un lado aquellas primeras setenta páginas, y, cuando retomó el relato, escribiendo a su ritmo natural de diario, se vio componiendo un auténtico libro (de Bulgaria a Turquía). Esta vez todo el material de su viaje a pie, junto con las digresiones en las que reflexionaba sobre historia y cuestiones lingüísticas, los personajes vívidamente tallados, la arquitectura y el paisaje descritos con todo lujo de detalles, poblaron las páginas. El día de Año Nuevo de 1964 escribió a su editor, el fiel y sufridor Jock Murray, que el relato había «madurado hasta el punto de haber quedado irreconocible. Mucho más personal y con un ritmo muchísimo más vivo, y muy, espero, muy curioso».

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