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Stephen Koch - El fin de la inocencia

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Stephen Koch El fin de la inocencia
  • Libro:
    El fin de la inocencia
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1993
  • Índice:
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El fin de la inocencia: resumen, descripción y anotación

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Willi Münzenberg fue uno de los personajes más misteriosos y fascinantes de los - photo 1

Willi Münzenberg fue uno de los personajes más misteriosos y fascinantes de los años treinta. Apareció refugiado en París en 1933 como un simple militante comunista alemán. Pero, desde este anonimato, no sólo orquestó la propaganda soviética, escudándose en la lucha antifascita en los mismos años en que Hitler y Stalin planeaban su triste alianza, sino que, gracias a su genial talento como propagandista, tejió, desde los cafés de París, una inmensa red de desinformación, espionaje e intriga que abarcó desde la Universidad de Cambridge hasta Hollywood, pasando por el Frente Popular en Francia y el Partido Comunista en España durante la guerra civil. A través de la frenética actividad de este oscuro personaje, que acabó cayendo en su propia trampa, el autor nos va revelando poco a poco el complicado entramado de engaños, manipulaciones, juicios amañados, agentes dobles y violencia, en el que cayeron algunos de los más brillantes intelectuales de Occidente, como, entre tantos otros, Hemingway, Malraux o Aragón.

Stephen Koch El fin de la inocencia Willi Münzenberg y la seducción de los - photo 2

Stephen Koch

El fin de la inocencia

Willi Münzenberg y la seducción de los intelectuales

ePub r1.1

Titivillus 12.08.16

Título original: Double Lives: Stalin, Willi Munzenberg and the Seduction of the Intellectuals

Stephen Koch, 1993

Traducción: Marcelo Covián

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

A la memoria de mi padre Robert Fulton Koch 1907-1951 Agradecimientos - photo 3

A la memoria de mi padre,

Robert Fulton Koch

(1907-1951)

Agradecimientos

Escribir un libro es explorar un mundo y el que yo he explorado en El fin de la inocencia ha permanecido oculto en gran parte hasta la fecha. Primero debo manifestar mi gratitud a las muchas personas que lo conocieron antes que yo y que consintieron en mostrarme sus recónditos senderos. Pero el listado de la gente que compartió conmigo lo que sabía desbordaría la capacidad de esta página. Una descripción ajustada a la realidad de mi deuda con todos ellos pronto se parecería a un nuevo libro, una especie de sombra o doble de éste. En la bibliografía, el lector encontrará una lista necesariamente no descriptiva de las personas que tanto me han ayudado.

En este punto, debo rendir tributo especialmente agradecido a la memoria de Babette Gross, la viuda de Willi Münzenberg, quien en el verano de 1989 me concedió en Múnich una semana de entrevistas indispensables. Esos intercambios memorables fueron posibles gracias a los buenos oficios del doctor Peter Lübbe, quien persuadió a una escéptica Babette a que hablara conmigo y eso posibilitó el contacto. Pero ésta es sólo la muestra más significativa de su generosidad. Con su erudición enciclopédica sobre la historia del comunismo alemán, el doctor Lübbe me ha sido de gran ayuda en repetidas oportunidades.

Para mí, la conversación es un escenario creativo. Fue durante una charla con Michael Scammell, mientras almorzábamos en Londres, cuando de pronto tuve una visión de lo que sería mi libro, como un paisaje nocturno de súbito iluminado por un relámpago. La amistosa atención que me prestó cuando allí y entonces di mis primeros pasos hacia lo que había visto debió de parecerle poca cosa, nada más que una mera charla de almuerzo. Fue más beneficiosa de lo que se imagina.

En Moscú logré llevar a cabo mi investigación gracias a Roman Sheinen y S. Todd Weinberg. Sin ellos, no hubiera sido posible mi recorrido por el laberinto archivístico. Debo añadir que la indispensable información de los archivos de la ex Unión Soviética fue generosamente compartida por el profesor Harvey Klehr, a cuya asistencia académica debo mucho.

Mi editor, el difunto Edwin A. Glikes, se dio cuenta del potencial de mi proyecto tan pronto como se lo propuse. Mantuvo su fe sin flaquear durante la larga maduración. Su incisiva inteligencia editorial y sus muchas conversaciones conmigo fueron imprescindibles para darle forma a la obra. Me siento muy agradecido con los muchos colaboradores de la editorial The Free Press que me proporcionaron una gran ayuda y debo hacer constar mi especial gratitud a John Urda.

Mi relación con Diana Trilling empezó con una simple entrevista durante la primera parte de mi trabajo. Vista desde el presente, debo manifestar que ese encuentro fue crucial, pues ella ha sido mi testigo y mi asesora desde la primera fase de este proyecto. A medida que el libro se desarrollaba y profundizaba, lo mismo sucedía con nuestra relación.

Ahora el último párrafo. Es parte formal y feliz del decoro literario que llegado a este punto, el autor reconozca el papel desempeñado por su esposa. Eso es lo que quiero hacer. No obstante, cuando trato de formular el agradecimiento más importante de todos, mi agradecimiento a Franny, me encuentro sin palabras. Nada puede expresarlo. Nada. En vez de decirlo mal, terminaré con una especie de gesto silencioso sobre lo que sólo nosotros sabemos.

PRÓLOGO

La historia es un complot

La historia del comunismo se puede abordar desde múltiples ángulos; por ejemplo, la divulgación casi universal de la idea, o el estudio de los regímenes que asumieron la ideología, o el análisis de los partidos miembros de la Internacional de Moscú, o una sociología de los militantes, o por mil y un enfoques imaginables. El historiador norteamericano Stephen Koch ha optado por una otra vía, acaso la menos frecuentada. Ha querido describir la manipulación de que fue objeto la opinión pública occidental a manos de los espías del Komintern en el periodo de entreguerras. Por razones fácilmente comprensibles, este enfoque aún no goza de un crédito generalizado. Nuestra época democrática, tan convencida de su propia «necesidad», tan proclive a las grandes explicaciones abstractas de la historia, nos inhibe de conceder demasiada importancia a las intrigas de los individuos y, con mayor razón aún, a sus esfuerzos secretos. El universo de la clandestinidad queda reservado en exclusiva a los enemigos del progreso.

Pero no nos queda más remedio que empezar a acostumbrarnos porque gran parte del fenómeno comunista del siglo XX nos remite a la historia como complot. La obsesión por la clandestinidad forma parte del patrimonio leninista; la centralización extrema del movimiento, después de Octubre, jamás dejó de usar esos recursos. Visto desde este ángulo y desde la historia de sus grandes iniciados, el bolchevismo ha sido una masonería de dimensiones universales. Por esta razón, su historia ha de tener en cuenta el papel desempeñado por los individuos. Y así debe ser porque la acción de sus grandes militantes implicaba una ambición inmensa para la cual el obligado anonimato de sus existencias podía hacer resaltar aún más el aura de su misión. En este sentido, el libro de Stephen Koch no es sólo pertinente, es fascinante.

En el centro mismo de la historia, hay una figura clave que está en el meollo de la manipulación de los intelectuales occidentales de entreguerras: Willi Münzenberg, el hombre orquesta de la propaganda soviética, el virtuoso oculto del antifascismo comunista, el anónimo militante que desde París superó a Goebbels en la puesta en escena del proceso Dimitrov tras el incendio del Reichstag. Koestler y Manès Sperber nos han legado unos retratos suyos inolvidables. Bolchevique de la primera hora, este gran militante alemán del Komintern aportó su talento para la propaganda cuando llegó a París en 1933 como refugiado. En un contexto capitalista, habría llegado a ser un magnate de la prensa. Su genio publicitario fue capaz de alcanzar la plenitud incluso al servicio del jesuitismo burocrático de Moscú y pese a que siempre se mantuvo en la sombra. No obstante sus servicios a la causa, Münzenberg no escapó finalmente a las sospechas de Stalin, alimentadas por los celos de Pieck y Ulbricht, dos dirigentes del partido alemán también exiliados en París. En 1937, en pleno Gran Terror soviético, le convocan a Moscú y él se niega a ir. En 1939 ya no tiene patria y es acosado por la Gestapo y la NKVD. Los franceses podrían haberle ofrecido una nacionalidad, pero lo internan por alemán cuando estalla la guerra. Se escapó en junio de 1940 para huir del avance nazi, pero no pudo llegar muy lejos. Ese mismo otoño, unos cazadores encontraron su cadáver con señales de estrangulamiento en un bosquecillo próximo a Grenoble. Lo más probable es que fuera asesinado por uno de sus compañeros de fuga a las órdenes de Moscú.

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