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Paul Steinberg - Crónicas del mundo oscuro

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Paul Steinberg Crónicas del mundo oscuro
  • Libro:
    Crónicas del mundo oscuro
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1996
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Crónicas del mundo oscuro: resumen, descripción y anotación

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Luz

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PRE-POS-FACIO
Modo de empleo: para leer antes y, eventualmente, después

Comprender, hacer comprender… todo el mundo habla de comprender: el que escribe, el que lee.

El animálculo mítico que vive en una hoja de papel y se desplaza en dos dimensiones ¿puede acaso concebir la tercera?

Hacer comprensible aquel mundo, reconstruirlo, es la dificultad a la que nos enfrentamos todos: Primo Levi, Frances, Semprún y los demás.

¿Ambición desmesurada de describir lo indescriptible? En clase de matemáticas, hace ahora cincuenta y tantos años, tuve el atrevimiento de demostrar el postulado de Euclides. El profesor, el señor Ostenc, que me quería bien, me hizo observar sin amabilidad que mi demostración reposaba sobre una consecuencia del postulado en cuestión.

Y, para empezar, o para acabar, ¿sigue existiendo para nosotros mismos? ¿Hemos podido vivir realmente cincuenta años, el resto de nuestras vidas, conservando intacto el recuerdo de aquel mundo tal como era? Nos hubiera matado.

Mató a algunos de nosotros. Los que, como yo, sobreviven, han encontrado un acomodo.

Profilaxis mental.

Nuestra memoria es dulce, benéfica, crea zonas vagas, borra aquí y allá.

Emergen algunos islotes, algunos puntos concretos, gratuitos y de una precisión extrema, y queda ese fondo viscoso y oscuro que nuestras palabras no consiguen evocar y que tal vez sólo los amantes de la ciencia ficción podrían apreciar.

Universo paralelo en el que todas las lógicas, todas las morales, todos los códigos dejan de funcionar y son sustituidos por otra lógica, otra moral, otros códigos que hay que asimilar muy deprisa, so pena de morir todavía más deprisa.

Y esa confrontación continua entre la certeza ineludible de morir en un plazo más o menos corto (certeza que los hechos corroboraron en el 95% de nosotros) y esa furia de vivir contra viento y marea, esa esperanza totalmente irracional, ese instinto animal que nos hizo luchar agarrándonos a la vida con uñas y dientes, sin soltar presa ni un solo instante pues hacerlo quizás habría sido fatal.

Que a fin de cuentas hayamos tenido razón, que la máquina de la muerte se agarrotara y dejara pasar a algunos milagrosos supervivientes a través de las mallas de sus redes, ¿no nos da pie a creernos diferentes? O tal vez sea esa misma experiencia la que nos ha hecho diferentes. Vivimos entre paréntesis, en una prórroga de cincuenta años.

¿Es necesario precisar que no tenemos ningún mérito, excepto el de una suerte insolente, persistente, sin desfallecimiento, que nos ha hecho ganadores de esta lotería imposible? La prueba es que los indestructibles, los hombres de acero, no aguantaron más de dos meses, y que entre los pocos supervivientes figuran algunos por los que nadie habría apostado.

Mi proyecto consiste en navegar entre estos islotes emergentes de memoria, en pescar las migajas de recuerdos que subirán del fondo. Quizás este rompecabezas arriesgado me permitirá describir, por desgracia para el lector, el mundo del que acaso no he salido desde hace cincuenta años.

Mi única certeza es que el hecho de escribir me va a privar de mi equilibrio, de ese frágil equilibrio tan cuidadosamente construido. A su vez, este desequilibrio influirá sobre mi escritura, haciéndola más cruel o más manierista.

De este modo, una vez más, se cerrará el círculo. La serpiente se morderá la cola. Esperemos que no se autodevore como en esas enfermedades atroces en las que el estómago se autodigiere a sí mismo.

A menos que explote en marcha y estas páginas acaben en una caja de zapatos en el fondo de un armario, como en mi última tentativa en los años sesenta.

Caja de zapatos. Caja de Pandora.

Preveo momentos difíciles, tendré que recapitular regularmente, evaluar la catarsis. Los que me rodean —mi mujer, mis hijas, mi nieto, mis amigos— vivirán al son de mis humores mórbidos. Y, sin embargo, tengo la impresión de que esta vez llegaré hasta el final. Mis defensas naturales han disminuido con la edad, y con ellas mi capacidad de rechazo.

Los plomos no saltarán, creo.

E L N OVICIADO

Estaba en primero M en el instituto Claude-Bernard. Iba a cumplir diecisiete años y había aprobado la reválida por los pelos, repescado a poco más de un punto de la media.

Era un 23 de septiembre y los últimos meses habían sido de una euforia absoluta, lo cual, en el desgraciado año 1943, puede parecer poco creíble.

Desde hacía un año era víctima de la fiebre del juego.

El año anterior, un compañero de instituto que luego hizo una brillante carrera como comentarista hípico me había llevado al hipódromo de Auteuil. No le costó convencerme. A partir de aquel día se convirtió en una obsesión. Hacía novillos para ir a las carreras y contaba los días que faltaban para la reanudación de las carreras con y sin obstáculos, puesto que Vincennes quedaba demasiado lejos. En poco tiempo me endeudé hasta las orejas, incluso debía dos años de mi semanada familiar.

No quedaba ni un solo compañero de instituto, ni un solo amigo de la familia, ni un solo conocido al que no hubiera dado un sablazo, incluido el viejo ruso, prestamista de libros a domicilio.

Me hubiera gustado esfumarme. Se rumoreaba que había vendido la plata de la familia, lo cual era una exageración, pues como mucho había afanado algo de dinero de los bolsillos de mi padre.

Tal era el estado de desgracia en el que me hallaba cuando llegó mi hora, el día glorioso que todo jugador tiene dos o tres veces en su vida. Luego, mucho más tarde, he conocido dos días más así, pero como ya no era jugador, el resultado no me trastornó tanto.

Ese día llegué a Auteuil para asistir a la tercera carrera; llevaba treinta francos en el bolsillo y el sol daba junto a la pista, donde se encuentran las localidades más baratas. La carrera era una steeple con nueve caballos. Me decidí por Kami, del barón de Bourgoing, y aposté diez y diez. Kami ganó con bastante facilidad por cuatro a uno.

La cuarta era nada menos que la gran carrera de obstáculos de primavera. Desde hacía tiempo había elegido a Ludovic le More, de Cruz Valer, montado por Bonaventure: rayas amarillas y rojas, visera roja. Había corrido tres veces desde el inicio de la temporada sin destacar y estaba convencido de que lo reservaban para aquella carrera. Era un caballo de gran elegancia. Adoraba su forma de acariciar los setos al saltar. Habían apostado fuerte por él, tres a uno si no me falla la memoria. Ganó con facilidad por tres cuerpos sin siquiera ser espoleado. Yo había puesto treinta y treinta. En señal de reconocimiento, he apostado por los descendientes de Ludovic le More hasta la tercera generación.

La quinta era la gran steeple chase para caballos de cuatro años. Me sentía en forma. Opté por Melik II, entrenado por Buquet y montado por Dornaletche, que no ganaba una carrera desde hacía años: salía diez a uno. En la ría de la octava valla me inquieté un poco: Melik II saltaba en sexta posición pero corría con facilidad. Los caballos desaparecieron de mi vista al doblar la última curva del viraje de Passy y el Open Ditch; oí aullar las tribunas con una caída, y después los caballos aparecieron frente a mí a cien metros de la llegada. Melik II, con distintivo blanco y azul, y visera azul, llevaba seis cuerpos de ventaja y cruzaba la meta al ralentí.

Tenía los bolsillos llenos de billetes, me sentía como un dios y sabía que podía decidir el futuro. En la sexta carrera se presentaba un viejo conocido, Kitai, de C. V. Lombard. En sus últimas ocho actuaciones había obtenido un resultado igual a cero y salía a cuarenta contra uno. Había llegado la hora de su resurrección. Invertí cien francos a colocado y Kitai tuvo el detalle de llegar segundo, recaudando dos veces más que el ganador.

Me pareció que ya estaba bien. Al día siguiente pagué a tocateja todas mis deudas. Compré unos libros que me apetecían y me sobró lo bastante como para permitirme fantasear sobre el futuro inmediato. Pero me falló un detalle: la semana siguiente volví a perderlo casi todo. Pero ¡qué descanso, qué dicha, qué felicidad haber vivido un día como aquél!

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