Natalio R. Botana - El orden conservador
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- Libro:El orden conservador
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- Editor:ePubLibre
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- Año:1977
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1854-1910
Natalio R. Botana (Buenos Aires, 2 de abril de 1937). Profesor emérito de la Universidad Torcuato Di Tella y Miembro de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas y de la Academia Nacional de la Historia. Doctor en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad de Lovaina. Ha dictado cursos y seminarios en diversas universidades americanas y europeas. En 1979 obtuvo la Beca Guggenheim y en 1995 el Premio Consagración Nacional en Historia y Ciencias Sociales. Ha sido Visiting Fellow en el St. Antony’s College de la Universidad de Oxford y actualmente es Profesor Visitante en el Instituto Universitario José Ortega y Gasset de la Universidad Complutense de Madrid. Es colaborador exclusivo del diario La Nación y es miembro fundador del Círculo de Montevideo que preside Julio María Sanguinetti.
Ha recibido el Premio Nacional de Derecho y Ciencias Políticas, correspondiente a la producción 1976/1979 y Primer Premio Nacional de Historia, correspondiente a la producción 1982/1985.
Entre su bibliografía se destacan El régimen militar: 1966-1973 , 1973; El orden conservador. La política argentina entre 1880-1916 , 1977; La libertad política y su historia, 1991; Diálogos con la historia y la política, 1995; La tradición republicana. Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su tiempo, 1996.
LOS ORÍGENES DEL RÉGIMEN DEL OCHENTA
«… ¿Cuál sera el desenlace de este drama? Creo firmemente que la guerra. ¡Caiga la responsabilidad y la condenación de la historia sobre quienes la tengan; sobre los que pretenden arrebatar por la fuerza, los derechos políticos de sus hermanos!… Ya que lo quieren así, sellaremos con sangre y fundiremos con el sable, de una vez para siempre, esta nacionalidad argentina, que tiene que formarse, como las pirámides de Egipto y el poder de los imperios, a costa de la sangre y sudor de muchas generaciones». (De una carta de Julio A. Roca, dirigida a Dardo Rocha el 23 de abril de 1880).
El drama en el que Roca representará un papel protagónico no era historia reciente para el conjunto de pueblos dispersos que apenas llevaban siete décadas de vida independiente. Tampoco la guerra era un medio desconocido por los bandos en pugna que dirimían sus querellas a través de un espacio territorial extenso en superficie y escaso en población. Siete décadas no habían bastado para constituir una unidad política, ni mucho menos para legitimar un centro de poder que hiciera efectiva su capacidad de control a lo ancho y a lo largo del territorio nacional. Esto es lo que en definitiva se planteaba en 1880. La solución de tal problema habrá de alcanzarse por medio de la fuerza, siguiendo una ley interna que presidió los cambios políticos más significativos en la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX.
Tras estos hechos de sangre se escondía un enfrentamiento entre dos regiones que reivindicaban intereses contrapuestos: Buenos Aires y el interior. El primer término del conflicto tenía una clara determinación espacial. Se trataba de una ciudad-puerto abierta al exterior, asiento histórico del virreinato, con un hinterland que crecía a medida que se ganaba la tierra salvaje. El interior, en cambio, cubría una realidad geográfica mucho más extensa, en la cual se erguían sistemas de poder embrionarios, constituidos sobre la autoridad tradicional de caudillos que se desplazaban, según la coyuntura particular de cada época, desde el Litoral hasta los llanos de La Rioja.
El significado último del conflicto entre Buenos Aires y el interior residía, aunque ello parezca paradojal, en su falta de solución, pues ambas partes se enfrentaban sin que ninguna lograra imponerse sobre la otra. De este modo, un empate inestable gobernaba las relaciones de los pueblos en armas mientras no se lograra hacer del monopolio de la violencia una realidad efectiva y tangible.
El monopolio de la violencia, el hecho por el cual un centro de poder localizado en un espacio reivindica con éxito su pretensión legítima para reclamar obediencia a la totalidad de la población afincada en dicho territorio, es la característica más significativa de una unidad política. De un modo u otro, por la vía de la coacción o por el camino del acuerdo, un determinado sector de poder, de los múltiples que actúan en un hipotético espacio territorial, adquiere control imperativo sobre el resto y lo reduce a ser parte de una unidad más amplia. Este sector es, por definición, supremo; no reconoce, en términos formales, una instancia superior; constituye el centro con respecto al cual se subordina el resto de los sectores y recibe el nombre de poder político (o como se leerá más adelante, poder central).
¿Qué medios posibilitarían llevar a cabo el así llamado proceso de reducción a la unidad? Una breve referencia a las teorías clásicas que hacen hincapié en el acuerdo o en la coacción puede aclarar esta cuestión. Para la perspectiva de análisis típica de las teorías contractualistas, la unidad política resulta de un diálogo, o de una discusión, a cuyo término se alcanzará un consenso por el cual todos los participantes se obligan voluntariamente a transferir parte de su capacidad de decisión a una autoridad común que, de allí en más, será obedecida. Unos sostienen que la acción de transferir parte de la capacidad de decisión es obra de una delegación que, de abajo hacia arriba, circula desde el gobernado hasta el futuro gobernante; otros responderán que la formación del poder político deriva de una transferencia involuntaria y coercitiva, casi diríamos «arrancada» al gobernado por obra de la fuerza del gobernante.
Llevadas a sus últimas consecuencias, ambas teorías constituyen racionalizaciones utópicas del proceso de reducción a la unidad. Es a todas luces excepcional observar una acción política donde los factores coercitivos o consensuales se presenten excluyéndose mutuamente. Por el contrario: ambos medios de transferencia de poder se manifiestan combinados con grados de intensidad variables cuando el observador emprende un análisis de la realidad histórica.
Retornemos a la Argentina del pasado siglo. Cuando Justo José de Urquiza derrotó a Juan Manuel de Rosas en la batalla de Caseros, vio su fin una forma de gobierno caracterizada por una descentralización autonomista según la cual las provincias, de lo que en aquel entonces se llamaba Confederación Argentina, se reservaban el máximo de capacidad de decisión.
Los gobernadores se reunieron en la capilla de San Nicolás de los Arroyos y celebraron un pacto que los comprometía a celebrar un Congreso Constituyente para organizar políticamente a las catorce provincias. El camino elegido era el del acuerdo: los gobernadores elaboraron un consenso por el que cedían, de modo voluntario, una parte del poder de decisión que de antaño se reservaban. Con tal objeto establecieron un ámbito de comunicación, el Congreso Constituyente, cuyas deliberaciones culminarían con el acto fundante de una unidad política que definiera las relaciones de subordinación de las provincias con respecto al poder central.
El consenso se quebró el 11 de septiembre de 1852: Buenos Aires no aceptó transferir el poder que se reservaba, sobre todo en lo concerniente a la igualdad de representación en el Congreso (dos diputados por provincia) y a la nacionalización de la aduana anunciada en el artículo 19 del Pacto de San Nicolás. Este rechazo se tradujo en la coexistencia armada, durante casi una década, de dos proyectos de unidades políticas: la Confederación con asiento en Paraná y Buenos Aires, que culminó con la victoria de esta última en la batalla de Pavón (1861).
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