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Alcala Zamora Niceto - Memorias De Un Ministro De Alfonso XIII ( 1877 1930)

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Alcala Zamora Niceto Memorias De Un Ministro De Alfonso XIII ( 1877 1930)
  • Libro:
    Memorias De Un Ministro De Alfonso XIII ( 1877 1930)
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    2013
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Memorias De Un Ministro De Alfonso XIII ( 1877 1930): resumen, descripción y anotación

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Tras Asalto a la República y La victoria republicana, este tercer volumen, editado por Jorge Fernández-Coppel y con prólogo de Julio Gil Pecharromán, culmina la publicación de los diarios robados de Alcalá-Zamora.
En estas páginas don Niceto recuerda su labor como ministro de Alfonso XIII y muestra su total rechazo a la dictadura de Primo de Rivera y al rey que la apoyaba, lo que le condujo a su ferviente republicanismo.

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Prólogo

C uando comenzó a escribir este primer volumen de sus memorias, en el mes de diciembre de 1923, Niceto Alcalá-Zamora era un político en paro. Tres meses antes, el general Miguel Primo de Rivera había encabezado un golpe de Estado militar y obtenido del rey Alfonso XIII la investidura como dictador. Desde entonces, la Constitución estaba suspendida, cerrado el Parlamento y prohibida la actuación de los partidos. El nuevo régimen se autojustificaba culpando a los políticos profesionales de haber conducido al país al desgobierno, con sus rencillas y ambiciones desmedidas, y de alentar las corruptas prácticas del caciquismo electoral, un mal endémico en pequeñas y medianas poblaciones que los militares prometían erradicar con métodos expeditivos.

A sus cuarenta y seis años, Alcalá-Zamora encaraba el umbral de la madurez rebosante de vitalidad y de proyectos profesionales. «Me encuentro —escribe al comienzo de sus memorias— en la edad serena que, al doblar la primera mitad de la vida, mira a las dos vertientes de ésta con melancolía, pero sin tristeza». Porque su carrera política era ya tan larga como accidentada, cargada de éxitos y de frustraciones. Tanto como para dar materia a este jugoso libro de recuerdos que constituye una valiosa aportación testimonial sobre la crisis del régimen de la Restauración y, especialmente, sobre el funcionamiento de su sistema de partidos y las relaciones de poder en el seno del fragmentado liberalismo español de esos años.

Alcalá-Zamora era andaluz, de Priego de Córdoba, donde nació el 6 de julio de 1877. En la pila bautismal recibió los nombres de Niceto Enrique, José de Nuestra Señora del Pilar Santa Dominica Santa Lucía y San Francisco Caracciolo. Cosas de la época. Pertenecía a una familia de propietarios rurales, entre los que había varios políticos, pero se decidió por el mundo del Derecho y estudió la licenciatura en la Universidad de Granada. Establecido en Madrid, tras un breve paso por la docencia universitaria sentó plaza como letrado del Consejo de Estado y abrió su propio bufete de abogados, que con el tiempo llegó a ser uno de los más importantes de la capital.

Por los días en que comenzaba el siglo XX se dejó ganar por la vocación política e ingresó en la Juventud Liberal, donde destacó enseguida por su entusiasmo y cualidades oratorias, hasta ganarse el apoyo de Segismundo Moret, la principal figura del liberalismo del momento. El joven cordobés no tardó en captar las características de la lucha de facciones que dividía al partido fundado por Sagasta y jugó sus bazas con habilidad. Supo hacerse útil a los dirigentes, y también cambiar de facción cuando los vientos que las impulsaban variaban de dirección. Colaboró, pues, con el anciano Moret y luego con José Canalejas, aunque con este último no sintonizó, porque su visión laicista chocaba con el acendrado catolicismo que Alcalá-Zamora practicó durante toda su vida.

Pero si hubo un político que influyó en los inicios de su carrera fue Álvaro Figueroa, el conde de Romanones, catorce años mayor que él y de quien fue secretario político. Dotado de una enorme habilidad para la finta y la componenda, y con una bien cultivada imagen de maquiavelismo, Romanones descubrió enseguida que podía confiar al joven Alcalá-Zamora las tareas más delicadas, porque el prieguense era hombre de palabra fácil en la argumentación y espíritu arrojado, a quien no asustaba crearse enemigos en la defensa de causas que creía justas. Como su prolongado y exitoso combate contra el regionalismo conservador catalán y su proyecto de mancomunidad autónoma, que convirtió a Francesc Cambó en su más enconado rival parlamentario en aquella época. O la hábil maniobra que, por encargo de Romanones, tramó el cordobés para detener la legislación anticlerical que impulsaba Canalejas, entonces feroz oponente de la facción moretista y que tuvo como consecuencia inesperada la caída del gobierno liberal en 1907.

Un año antes, el conde había facilitado a su secretario cumplir el sueño de entrar en el Congreso de los Diputados, regalándole un acta «sin esfuerzo ni lucha», en unas circunstancias que este apenas explica en sus Memorias , pero que son muy reveladoras de cómo funcionaba la política electoral en esos años. Alcalá-Zamora se había presentado como candidato en los comicios de 1905 por el distrito alicantino de Villajoyosa. Era un candidato «cunero» —no tenía relación alguna con el distrito— que pensaba que estaba «encasillado» por el ministro de la Gobernación, es decir, que tenía el acta segura. Pero los liberales locales eran canalejistas y apoyaron con escaso entusiasmo al candidato moretista. Finalmente, su rival conservador, que controlaba al cacique local, se hizo con el acta por medios que los liberales denunciaron como un pucherazo. Romanones solucionó el asunto meses después. Convenció a uno de sus partidarios, diputado del distrito jienense de La Carolina, para que renunciara al acta a cambio de un gobierno civil, y Alcalá-Zamora ganó la elección parcial sin tener que hacer campaña, ya que los conservadores entendieron que era un asunto interno de los liberales y no presentaron candidato propio. Entre 1906 y 1923, Alcalá-Zamora siempre ganó las elecciones en La Carolina.

Este fue el comienzo de su vida parlamentaria, por el que don Niceto parece preludiar un sambenito con el que el futuro estadista republicano cargó durante toda su vida: el de beneficiario aventajado de la estructura caciquil de la política española, y sobre todo andaluza, férreo controlador de una red de agentes locales que manipulaban el sufragio en su favor con apoyo de las fuerzas vivas y de una clientela electoral agradecida por los favores del diputado. Hay bastante de verdad en esta imagen. Pero no fue el único notable , liberal o conservador, que se apoyó en el sistema caciquil para ganar una red clientelar estable. Y tampoco llegó a implicarse en el sistema al nivel de los grandes electoreros, como Romanones o Juan de la Cierva.

Niceto Alcalá-Zamora fue un gestor muy capaz de los asuntos públicos en cuantos puestos de gobierno ocupó. De su honradez personal caben pocas dudas, por más que en ocasiones se dejara conducir en exceso por la pasión política. Y alcanzó la fama como orador parlamentario de barroquismo castelariano y gran contundencia argumental, en unos tiempos en que la palabra culta aún se consideraba mérito y exigencia para un político. Pero sus enemigos —tuvo muchos y muy enconados en toda la gama del espectro político— le atacaron continuamente, sobre todo a partir de 1931, con el asunto de su pretendido cacicazgo en La Carolina, al que se sumaron, a partir de 1918, los de los diputados de su minoría parlamentaria en Getafe, Montilla, Coria y otra media docena de distritos. Los nicetistas, tanto sus fieles agentes y electores como los diputados del grupo parlamentario, se convirtieron así en referente de un comportamiento político viciado que, por otra parte, practicaban generosamente las restantes fracciones personalistas —romanonistas, mauristas, albistas, ciervistas, etc.— que habían pulverizado a los dos viejos partidos «del turno» a lo largo de la última década de la Restauración.

Don Niceto —siempre se le citaba con el respetuoso tratamiento— dedicó muchos esfuerzos a lo largo de su vida a combatir esta imagen. Él era un hombre de fuertes convicciones democráticas, partidario de terminar con los vicios del sistema, de reformar la legislación electoral para que se hiciera realidad el sufragio universal, de convertir el Parlamento en un órgano auténticamente representativo de la soberanía popular, de modernizar la Administración librándola de inercias y corruptelas... Pero todo ello tenía que trabajarlo desde dentro. En el marco de la «vieja política» restauracionista, las fuerzas ajenas al sistema —republicanos, socialistas, carlistas— quedaban excluidas, por principio, de los ámbitos gubernamentales y solo podían aspirar a exiguas minorías parlamentarias. Como vino a demostrar el fracaso de los movimientos de 1917, el regeneracionismo capaz de transformar el sistema debía tener asiento en el espectro de los partidos turnistas y cumpliendo sus reglas de juego. O eso, o romperlas totalmente mediante la revolución. Y ello significaba que, en un ámbito de normalidad constitucional, solo se podía combatir eficazmente a la vieja política estando en la vieja política. Una paradoja dolorosa para un demócrata como Alcalá-Zamora, que solo fue capaz de superarla a partir de 1930, apostando firmemente por una república que rompiera el corsé de la Constitución de 1877 y arramblase con el viejo tinglado político de la monarquía borbónica.

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