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Miguel Platón - ¡Qué políticos tan divertidos!

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Miguel Platón ¡Qué políticos tan divertidos!
  • Libro:
    ¡Qué políticos tan divertidos!
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1990
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No pueden ser tan serios Siempre tranquilos y con un comportamiento - photo 1

No pueden ser tan serios. Siempre tranquilos y con un comportamiento irreprochable. ¿Cómo son en la intimidad? ¿Qué extrañas manías o costumbres ocultan? ¿Cuáles son los episodios más divertidos e incluso desternillantes que han vivido?

Qué políticos tan divertidos le revelará las meteduras de pata más sorprendentes, los disparates más sonados, sus secretos mejor guardados ante la prensa y las cámaras de televisión, los caprichos más insólitos y también, por qué no, su desconocida «humanidad».

¿Qué sucedió debajo de los escaños el 23-F? ¿Qué ocurre con los ilustres visitantes oficiales cuando dan las doce de la noche en el reloj? ¿Se odian o se adoran nuestros líderes políticos más representativos? ¿Piensan realmente lo que dicen cuando hablan?…

Miguel Platón Qué políticos tan divertidos Anécdotas patinazos y otras - photo 2

Miguel Platón

¡Qué políticos tan divertidos!

Anécdotas, patinazos y otras chapuzas nacionales

ePub r1.1

jandepora 27.01.18

Miguel Platón, 1990

Ilustraciones: Ángel Navas

Diseño de portada: Wunderman

Editor digital: jandepora

ePub base r1.2

A María y a Nuria CAPITULO 1 Qué tropa A comienzos de los años veinte don - photo 3

A María y a Nuria.

CAPITULO 1

¡Qué tropa!

A comienzos de los años veinte, don Álvaro de Figueroa y Torres se disponía a cumplir sesenta años. Era uno de los políticos más famosos de España, aunque pocos le hubieran identificado por su nombre y sus apellidos. Bastaba, sin embargo, citar el nombre de Romanones —título del condado que había obtenido al cumplir los treinta años— para que todos identificasen a un poderoso terrateniente, dueño de media provincia de Guadalajara, cuyas inquietudes se extendían a los ámbitos más diversos.

Su experiencia política no era manca: alcalde de Madrid, varias veces presidente del Congreso y el Senado, diecisiete veces ministro, presidente del Consejo en tres ocasiones y jefe del Partido Liberal. Era también miembro de la Academia de la Historia y veteranísimo presidente de la de Bellas Artes.

A pesar de todo ello, el conde de Romanones sentía que le faltaba algo. Pese a su numerosa producción literaria, dedicada con preferencia a cuestiones históricas y políticas, la Real Academia de la Lengua no se había dignado incluirle entre sus miembros.

Llegó un momento en el que, cansado de esperar, decidió pasar al ataque. Con ocasión de una vacante, se entrevistó con todos y cada uno de los académicos, a quienes pidió su voto. No encontró más que respuestas positivas, pero llegó el día de la votación y, para sorpresa del conde, que ya creía saberlo todo en materia de captación de voluntades, ni una sola de las papeletas incluía su nombre. El comentario que hizo no se ha olvidado todavía:

—¡J…! ¡Qué tropa!

Casi setenta años después, en los Consejos de Ministros volvió a sentarse un ciudadano con vocación de académico. En cierto modo, como Romanones, también había llegado a la culminación de su vida política. Alfonso Guerra no había alcanzado el codiciado puesto de número uno, pero no parecía inquieto por desplazar a su compañero Felipe González, con quien, por otra parte, componía una suerte de relación peculiar, descrita por uno de los primeros ministros socialistas, el catalán Ernest Lluch, como «La Santísima Dualidad».

En 1987, después de más de cuatro años de poder con mayoría absoluta, la ambición del número dos del Gobierno y del Partido Socialista se encontraba en los sillones del palacete de la Academia: culminación de su antiguo oficio de librero y de las inquietudes culturales —regocijantes para tantos de sus adversarios— que se había empeñado en destacar como la mejor faceta de sí mismo.

La estrategia que urdió, empero, resultaría bien distinta de la empleada por el conde. El Estado de finales del siglo XX disponía de recursos que Romanones ni siquiera habría llegado a imaginar. Sobre todo, tenía dinero, algo que en la Real Academia nunca ha abundado: no pocas de sus instalaciones se caen de puro viejas y se hace preciso economizar incluso en el empleo de la energía eléctrica.

Todo ello, propuso Guerra a través de intermediarios, podría arreglarse si las academias adecuaban su composición a las realidades políticas del momento. Los académicos disfrutarían de un sueldo, un presupuesto decoroso y —lo que resultaba bastante más inquietante en una institución que se precia de la longevidad que parece proporcionar a sus miembros— hasta jubilación. A cambio de tanta ventura, un pequeño número de los académicos debería ser cubierto por las Cortes. Al contrario que Romanones, Alfonso Guerra daba por sentado que sus eventuales méritos —no ha escrito un solo libro— nunca iban a ser reconocidos por los responsables de limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua española. Pero en el Congreso, o en el Senado, con mayoría absoluta socialista, la pieza no se le escapaba.

No ha trascendido el comentario del «vicetodo» cuando los académicos no quisieron saber nada del proyecto. Algunos visitantes de cementerios aseguran, en cambio, haber oído por aquellas fechas unos extraños ruidos, que recordaban unas carcajadas y que parecían salir de la tumba de don Álvaro de Figueroa y Torres, primer conde de Romanones.

Quiere decirse con historias como ésta que tampoco la política con la - photo 4

¿Quiere decirse, con historias como ésta, que tampoco la política —con la famosa «erótica» que, según dicen, acompaña al poder— colma las ambiciones de los hombres? En algunos casos, así parece, pero ese momento sólo llega en casos muy contados, cuando se acumulan años en la poltrona y el temblor de las primeras veces, cuando todo resulta nuevo y excitante, deviene en rutina.

Para el común de los españolitos que hacen de la política su ambición, el tiempo de mando, como para los niños el viaje en el carrusel de la feria, resulta insatisfactoriamente breve. Pero quienes llegaron a lo más alto nunca han olvidado el momento del éxtasis: aquel día en el que, por fin, quien podía hacerlo les dijo que habían sido nombrados ministros.

El franquismo fue el régimen durante el cual la condición de ministro alcanzó la calidad de mito. Se hacía difícil, incluso para sus beneficiados, encontrar palabras que pudiesen describir la intensidad del gozo.

Cuando recordó en sus memorias el momento —junio de 1973— en que el almirante Carrero le confió el ministerio de la Vivienda, José Utrera Molina describió el instante como de turbación:

«Confieso que me encontraba un tanto turbado. En aquel momento no acertaba expresarme con la debida precisión. Insistí en que estaba obligado a reflexionar sobre el encargo que me había hecho… Confuso aún, salí del edificio de la Presidencia, encaminándome a pie, Recoletos abajo, hasta mi domicilio. Mientras cubría con lentitud aquel trayecto, no terminaba de creerme lo que acababa de ocurrir».

No importaba el momento ni la edad. En febrero de 1975, cuando el Régimen boqueaba, el recién nombrado ministro de Industria y casi sexagenario, Alfonso Álvarez Miranda, llamó emocionado a su anciana progenitora y le comunicó, al borde mismo de la lágrima:

—¡Madre, tu hijo es ministro!

Trece años más tarde, y después de casi seis años de que su partido, el Socialista, ocupase el poder, Enrique Múgica fue, al fin, nombrado ministro. Tras celebrarse las primeras sesiones del nuevo gabinete, uno de sus colegas más veteranos comentó:

—El verdadero espectáculo, por lo menos en los primeros consejos tras la remodelación, lo ha ofrecido el nuevo ministro de Justicia, Enrique Múgica. No exagero nada si digo que parecía hallarse en auténtico éxtasis, en la reunión del gabinete. Todo su rostro parecía decir que se hallaba en la gloria.

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