Platón - El banquete
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por Patricio de Azcárate
El objeto de este diálogo es el Amor. He aquí por de pronto el preámbulo, ninguna de cuyas circunstancias es indiferente. El ateniense Apolodoro cuenta a varias personas, que no se citan, la historia de una comida dada por Agatón a Sócrates, a Fedro, al médico Erixímaco, al poeta cómico Aristófanes y a otros, cuando alcanzó el premio por su primera tragedia. Apolodoro no asistió a la comida, pero supo los pormenores por un tal Aristodemo, uno de los convidados, cuya veracidad está comprobada con el testimonio de Sócrates. Estos pormenores están tanto más presentes en su memoria, cuanto que de allí a poco tuvo ocasión de referirlos. Hasta los más sencillos tienen su importancia.
Ya tenemos los convidados reunidos en casa de Agatón; sólo Sócrates se hace esperar. Se le ve dirigirse pensativo a la casa de Agatón, detenerse largo rato a la puerta, inmóvil y absorto, a pesar de las repetidas veces que se le llama mientras se da principio a la comida. ¿No es esto una imagen sensible de su frugalidad proverbial, de su tendencia decidida a la meditación más que a esa actividad exterior que distrae a los demás hombres? Entra, por fin, en casa de Agatón al terminarse la comida, y su llegada imprime a la reunión un carácter de sobriedad y de gravedad desacostumbradas. Siguiendo el consejo de Erixímaco, los convidados acuerdan beber moderadamente, despedir a la tocadora de flauta y entablar alguna conversación. ¿De qué se hablará? Del Amor. He aquí a Platón en su elemento. ¡Con qué arte prepara al espíritu para oír la teoría que va a desarrollar naturalmente, y al propio tiempo con rigor lógico, en el discurso que cada uno de los convidados debe pronunciar sobre el Amor! ¡Y qué esmero para evitar la monotonía, conservando a estos sagaces contrincantes la manera de pensar y de decir acomodada al carácter y profesión de cada uno! Fedro habla como un joven, pero joven cuyas pasiones se han purificado con el estudio de la filosofía; Pausanias, como hombre maduro, a quien la edad y la filosofía han enseñado lo que no sabe la juventud; Erixímaco se explica como médico; Aristófanes tiene la elocuencia del poeta cómico, ocultando bajo una forma festiva pensamientos profundos; Agatón se expresa como poeta. En fin, después de todos los demás y cuando la teoría se ha elevado por grados, Sócrates la completa y la expresa en un lenguaje maravilloso, propio de un sabio, de un inspirado.
Fedro toma primero la palabra, para hacer del Amor un elogio muy levantado. Este panegírico es el eco del sentimiento de esos pocos hombres, a quienes una educación liberal ha hecho capaces de juzgar al amor aparte de su sensualidad grosera y en su acción moral. El Amor es un dios, y un dios muy viejo, puesto que ni los prosistas, ni los poetas, han podido nombrar a su padre ni a su madre; lo que significa, sin duda, que es muy difícil sin estudio explicar su origen. Es el dios que hace más bienes a los hombres, porque no consiente la cobardía a los amantes y les inspira la abnegación. Es como un principio moral que gobierna la conducta, sugiriendo a todos la vergüenza del mal y la pasión del bien. «De manera que si por una especie de encantamiento, un Estado o un ejército sólo se compusiesen de amantes y amados, no habría pueblo que sintiera más hondamente el horror al vicio y la emulación por la virtud». En fin, es un dios que procura la felicidad al hombre, en cuanto le hace dichoso sobre la tierra y dichoso en el cielo, donde el que ha obrado bien recibe su recompensa. «Concluyo, dice Fedro, diciendo que, de todos los dioses, el amor es el más antiguo, el más augusto y el más capaz de hacer al hombre virtuoso y feliz durante la vida y después de la muerte».
Pausanias es el segundo en turno. Corrige, por lo pronto, lo que hay de excesivo en este entusiasta elogio. Después precisa la cuestión, y coloca la teoría del Amor a la entrada del verdadero camino, del camino de una indagación filosófica. El Amor no camina sin Venus, es decir, que no se explica sin la belleza; primera indicación de este lazo estrecho, que se pondrá después en evidencia, entre el Amor y lo Bello. Hay dos Venus: la una antigua, hija del cielo y que no tiene madre, es la Venus Urania o celeste; la otra, más joven, hija de Júpiter y de Dione, es la Venus popular. Hay por tanto dos Amores, que corresponden a las dos Venus: el primero, sensual, brutal, popular, sólo se dirige a los sentidos; es un amor vergonzoso y que es necesario evitar. Pausanias, después de haber señalado desde el principio este punto olvidado por Fedro, estimando bastante estas palabras, no se fija más en él en todo el curso de su explicación. El otro amor se dirige a la inteligencia, por lo tanto, al sexo que participa más de la inteligencia, al sexo masculino. Este amor es digno de ser honrado y deseado por todos. Pero exige, para que sea bueno y honesto, de parte del amante, muchas condiciones difíciles de reunir. —El amante no debe unirse a un amigo demasiado joven, pues que no puede prever lo que llegarán a ser el cuerpo y el espíritu de su amigo; el cuerpo puede hacerse deforme, agrandándose, y el espíritu corromperse; y es muy natural evitar estos percances, buscando jóvenes ya hechos y no niños. —El amante debe conducirse para con su amigo conforme a las reglas de lo honesto. «Es inhonesto conceder sus favores a un hombre vicioso por malos motivos». No lo es menos concederlos a un hombre rico o poderoso por deseo de dinero o de honores. El amante debe amar el alma, y en el alma la virtud. El amor entonces está fundado en un cambio de recíprocos servicios entre el amante y el amigo, con el fin «de hacerse mutuamente dichosos». Estas reflexiones de Pausanias, cada vez más elevadas, han extraído el elemento de la cuestión, que habrá de ser el asunto en los demás discursos, elemento a la vez psicológico y moral, susceptible aún de transformación y de engrandecimiento.
El médico Erixímaco, que habla en tercer lugar, guarda, en su manera de examinar el amor, en la naturaleza del desarrollo que da a su pensamiento y hasta en su dicción, todos los rasgos familiares a su sabia profesión. Acepta desde luego la distinción de los dos amores designados por Pausanias; pero camina mucho más adelante. Se propone probar, que el amor no reside sólo en el alma de los hombres sino que está en todos los seres. Le considera como la unión y la armonía de los contrarios y demuestra la verdad de su definición con los ejemplos siguientes. El Amor está en la medicina, en el sentido de que la salud del cuerpo resulta de la armonía de las cualidades que constituyen el temperamento bueno y el malo; y el arte de un buen medico consiste en ser hábil para restablecer esta armonía cuando es turbada, y para mantenerla. —El Amor está en los elementos, puesto que es preciso el acuerdo de lo seco y de lo húmedo, de lo caliente y de lo frío, naturalmente contrarios, para producir una temperatura dulce y regular. —¿No se da igualmente el Amor en la música, esta combinación de sonidos opuestos, del grave y del agudo, del lleno y del tenue? —Lo mismo en la poesía, cuyo ritmo no es debido sino a la unión de las sílabas breves y de las largas. —Lo mismo en las estaciones, que son una feliz combinación de los elementos, una armonía de influencias, cuyo conocimiento es el objeto de la astronomía. —Lo mismo, en fin, en la adivinación y en la religión, puesto que su objeto es mantener en proporción conveniente lo que hay de bueno y de vicioso en la naturaleza humana, y hacer que vivan en buena inteligencia los hombres y los dioses. El Amor está en todas partes; malo y funesto, cuando los elementos opuestos se niegan a unirse, y predominando el uno sobre el otro, hacen imposible la armonía; bueno y saludable, cuando esta armonía se realiza y se mantiene. Como fácilmente se ve, el punto culminante de este discurso es la definición nueva del amor; la unión de los contrarios. La teoría ha ganado en extensión, abriendo al espíritu un horizonte muy vasto, puesto que saliendo del dominio de la psicología, en que estaba encerrada al principio, tiende a abrazar el orden de las cosas físicas por entero.
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