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Neil deGrasse Tyson - Muerte por agujeros negros y otros dilemas cósmicos

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Neil deGrasse Tyson Muerte por agujeros negros y otros dilemas cósmicos
  • Libro:
    Muerte por agujeros negros y otros dilemas cósmicos
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2006
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Muerte por agujeros negros y otros dilemas cósmicos: resumen, descripción y anotación

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Luz

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VER NO ES CREER

Gran parte del universo parece de una forma, pero en realidad es de otra; tanto es así que a veces me pregunto si no será un complot para abochornar a los astrofísicos. Abundan los ejemplos de tales niñerías cósmicas.

En tiempos modernos damos por sentado que vivimos en un planeta esférico, pero por miles de años a los pensadores les parecían claras las evidencias de que la Tierra era plana. Solo hay que mirar alrededor. Sin imágenes de satélite, es difícil convencerse de que la Tierra no lo es, incluso si se asoma uno por la ventanilla de un avión. Lo que es cierto en la Tierra es cierto en todas las superficies planas en la geometría no euclidiana: en una superficie curva una región lo bastante pequeña es indistinguible de un plano. Hace mucho tiempo, cuando las personas no viajaban lejos de sus pueblos natales, una Tierra plana apoyaba la visión ególatra de que el país propio ocupaba el centro exacto de la superficie terrestre y que todos los puntos en el horizonte (el límite de su mundo) equidistaban de uno. Como uno podría esperar, casi todos los mapas de la Tierra plana representan en su centro a la civilización que elabora el mapa.

Ahora mire hacia arriba. Sin telescopio, no se puede apreciar cuán lejos están las estrellas. Están en su lugar, inmóviles, ascendiendo y descendiendo como si estuvieran pegadas dentro de un cuenco bocabajo. Entonces, ¿por qué no asumir que todas las estrellas están a la misma distancia de la Tierra sin importar cuán lejos estén?

Pero estas no se hallan igual de lejos. Y, desde luego, no existe el cuenco. Concedamos que las estrellas están dispersas aquí y allá en el espacio. Pero ¿cuán aquí y cuán allá? A simple vista, las estrellas más lejanas son más de 100 veces más brillantes que las más tenues, por lo que estas están obviamente 100 veces más lejos de la Tierra, ¿o no?

Pues no.

Tal argumento asume temerariamente que todas las estrellas son igualmente luminosas, por lo que las más cercanas son más brillantes que las más lejanas. Sin embargo, las estrellas tienen un enorme espectro de luminosidad, con 10 órdenes de magnitud, 10 a la décima potencia. Así pues, las estrellas más brillantes no son necesariamente las más cercanas a la Tierra. En efecto, la mayoría de las estrellas que se ven en el firmamento nocturno son de la variedad más luminosa y se hallan extraordinariamente lejos.

Si la mayoría de las estrellas que vemos son muy luminosas, de seguro son comunes en toda la galaxia.

No, de nuevo.

Las estrellas de alta luminosidad son las más escasas. En cualquier volumen de espacio, son superadas en número por las de baja luminosidad en una tasa de mil a uno. La prodigiosa descarga de energía de las estrellas de alta luminosidad es lo que permite verlas a través del inmenso espacio.

Supóngase que dos estrellas emiten luz a la misma magnitud (o sea, cuentan con la misma luminosidad), pero una está 100 veces más lejos de nosotros que la otra. Podríamos esperar que fuese una centésima parte de luminosa. No. Ello sería demasiado fácil. El hecho es que la intensidad de la luz aminora en proporción al cuadrado de la distancia. Así, en tal caso, una estrella lejana se ve diez mil veces (1002) más tenue que una cercana. El efecto de esta ley del cuadrado inverso es puramente geométrico. Cuando la luz estelar se difunde en todas direcciones, se diluye en la creciente esfera de espacio a través del cual se desplaza. La superficie de esta esfera crece en proporción al cuadrado de su radio (pudiera recordarse la fórmula: área = 4πr2), lo que reduce la intensidad de la luz en la misma proporción.

ESTÁ BIEN: LAS ESTRELLAS no están a la misma distancia de nosotros, no son igualmente luminosos y las que vemos constituyen una muestra poco representativa, pero de seguro están inmóviles en el espacio. Por milenios, comprensiblemente, la gente pensaba que los astros estaban fijos, concepto que se evidencia en fuentes tan influyentes como la Biblia («Y [Dios] los puso en el firmamento de los cielos» [Génesis 1, 17]) y el Almagesto de Claudio Ptolomeo, publicado en 150 d. C., en el cual arguye persuasivamente en favor de la inmovilidad.

En suma, si se permite que los cuerpos celestiales se muevan individualmente, entonces sus distancias, medidas desde la Tierra, deben variar, y lo mismo los tamaños, brillantez y distancias relativas entre las estrellas año con año. Pero dichas variaciones no son evidentes. ¿Por qué? Es que usted no las ha observado el tiempo suficiente. Edmond Halley (descubridor del cometa) fue el primero en percatarse de que los astros se mueven. En 1718 comparó las posiciones astrales modernas con aquellas en los mapas del astrónomo griego Hiparco del siglo II a. C. Halley confiaba en la precisión de estos mapas, pero se ayudó, asimismo, con más de 18 siglos de observaciones para comparar las posiciones astrales antiguas y modernas. Pronto advirtió que el astro Arcturus no se encontraba donde antes estaba; este, en efecto, se había movido, pero no lo suficiente como para ser visto sin la ayuda de un telescopio en el tiempo de una vida humana.

Entre los objetos del firmamento, siete no están quietos; parecen deambular en el cielo estrellado, y por ello los griegos los llamaba planetes o «ambulantes». Usted los conoce: los nombres de los días de la semana se deben a ellos: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter, Saturno, el Sol y la Luna. Desde la antigüedad, se consideraba que estos caminantes estaban más cerca de la Tierra que las estrellas, pero revolvían en torno a la Tierra situada en el centro de todo.

Aristarco de Samos fue el primero que propuso un universo heliocéntrico en el siglo III a. C., pero entonces era obvio para cualquiera que prestase atención que, independientemente de los complicados movimientos de los planetas, estos y los astros en el fondo circulaban alrededor de la Tierra. Si la Tierra se moviera, de seguro lo sentiríamos. Los argumentos más comunes de ese entonces eran:

  • Si la Tierra rota en torno a un eje o se mueve en el espacio, ¿cómo es que las nubes en el cielo y las aves en vuelo no se quedan atrás? (Ello no ocurre).
  • Si uno salta verticalmente, ¿cómo es que no se cae en un lugar muy distinto, ya que la Tierra se mueve debajo de los pies? (Ello no ocurre).
  • Y si la Tierra se mueve alrededor del Sol, ¿cómo es que el ángulo en el cual vemos a las estrellas no cambia de manera constante alterando visiblemente sus posiciones en el cielo? (Ello no ocurre; al menos no visiblemente).

Las evidencias de los críticos eran abrumadoras. Para las primeros dos argumentos, el trabajo de Galileo demostró que cuando se está en el aire, usted y la atmósfera y todo lo demás se mueve en consonancia con la rotación de la Tierra. Por la misma razón, si se salta en el pasillo de un aeroplano en vuelo, uno no es lanzado hacia atrás hasta la cola. El tercer argumento no tiene nada malo, salvo que las estrellas están tan lejos que se necesita un telescopio muy poderoso para observar los cambios estacionales; tal efecto no podía medirse hasta que, en 1838, lo hizo el astrónomo alemán Friedrich Wilhelm Bessel.

El universo geocéntrico fue el pilar del Almagesto de Ptolomeo y la idea preocupó a la conciencia científica, cultural y religiosa hasta la publicación de Revolutionibus en 1543, en el cual Nicolás Copérnico colocó al Sol en el lugar de la Tierra en el centro del universo conocido. Temeroso de que esta obra herética sacudiera el orden establecido, Andreas Osiander, teólogo protestante que supervisó la impresión, redactó un prólogo anónimo y no autorizado en el cual solicita:

No cabe duda de que ciertos hombres ilustrados, ahora que la novedad de la hipótesis de esta obra ha sido ampliamente difundida —que establece que la Tierra se mueve y, en efecto, el Sol está inmóvil en medio del universo—, estarán extremadamente estupefactos […] [Mas no es] necesario que estas hipótesis sean ciertas, ni siquiera probables, puesto que es suficiente con que meramente produzcan cálculos que concuerden con las observaciones (1999: 22).

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