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Carlos Canales - El oro de América

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Carlos Canales El oro de América

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EL ORO DE AMÉRICA

CLÍO
CRÓNICAS DE LA HISTORIA

C ARLOS C ANALES T ORRES
M IGUEL DEL R EY V ICENTE

EL ORO DE AMÉRICA

GALEONES, FLOTAS Y PIRATAS

ISBN de su edición en papel 978-84-414-3655-8 No se permite la reproducción - photo 1

ISBN de su edición en papel: 978-84-414-3655-8

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal)

© Carlos Canales Torres y Miguel de Rey Vicente

Diseño de la cubierta: © Ricardo Sánchez

© 2016. Editorial EDAF, S.L.U., Jorge Juan 68. 28009 Madrid (España) www.edaf.net

Primera edición en libro electrónico (epub): mayo 2016

ISBN: 978-84-414-3660-2 (epub)

Conversión a libro electrónico: Midac Digital

INTERMEDIO

Océano Atlántico. 20 millas al oeste de La Florida.
Septiembre de 1653

E L AMANECER RESULTÓ ALGO MÁS DESPEJADO que el crepúsculo, pero no mucho. El viento soplaba favorable y prometedor. Se mantenía, firme y frío, del Noroeste. Las gotas de lluvia, al mezclarse con la espuma que volaba en todas direcciones hacían brillar la cubierta y las jarcias como cristal pulido.

En cada uno de los mástiles, ágiles gavieros trepaban a las vergas para pelear con la lona en lo alto del aparejo, al tiempo que intentaban no perder el equilibrio en aquella superficie tambaleante, muchos metros por encima de la seguridad de la cubierta. Mientras, otros hombres, experimentados y fuertes, trabajaban sin descanso en las drizas y brazas. A medida que se sucedían los gritos de atención y las órdenes, algunos grupos de marineros surgieron por las escotillas y se desparramaron sobre la media cubierta.

En escasos segundos, las rápidas figuras de marinos, mozos y soldados, estos con sus correajes de cuero que les cruzaban el pecho, se reunieron en formaciones compactas bajo el mando de sus correspondientes sargentos. Costaba creer que ese casco de oscura madera, con sus poco más de doscientos pies de eslora que se prolongaban desde el mascarón de proa al espejo de popa, pudiese dar cabida a tantos cuerpos.

El buque prosiguió su giro hasta ofrecer la aleta al viento. Al mismo tiempo, pivotaron las vergas y, enseguida, las velas, totalmente liberadas, se fueron llenando una a una. El casco cabeceó con fuerza, hundió la amura en una masa de espuma y levantó una estela blanca que arrastró bajo el agua las portas de los cañones de sotavento.

El capitán cruzó la cubierta, oteó de nuevo la lejanía por encima de la batayola y se agarró con fuerza a la borda de barlovento para mantener el equilibrio. Las pirámides de velas que se alzaban sobre él no dejaban de impresionarlo, a pesar de hallarse ya muy habituado a ellas. Especialmente —pensó—, tras la continua frustración y el penoso esfuerzo que habían supuesto los cuatro últimos días de navegación, sin apenas poderse desplazar más que unas millas.

Un día entero les había costado alcanzar el cabo, rodear sus bajíos y llevar el buque al resguardo de unas aguas más profundas. Ahora, sin embargo, el viento bramaba entre las jarcias con gritos salvajes y seguro que podrían alcanzar con facilidad cinco y hasta seis nudos. Lo ideal para mantener el rumbo lo más próximo al Norte y poder maniobrar si se acercaba más su perseguidor.

Recorrió con la mirada la escasa superficie de su reino particular. Los hombres, algunos sentados, otros de pie, esperaban el primer rancho. No iba a variar mucho respecto a mañanas anteriores: una mezcla de buey salado arrancado de los barriles de salmuera, mezclado con la clásica galleta en diversos estados de dureza. Lo justo para llenarles el estómago, pero no se quejaban.

Se volvió a sotavento haciendo visera con la mano para evitar un mínimo reflejo. Allí estaba. Les seguía a la espera de un golpe de suerte desde que se habían descolgado del resto de la flota.

—¡Atención, cubierta!

Era la voz del vigía apostado en lo alto del palo mayor. Una silueta enana proyectada sobre la pantalla de nubarrones. Él también había visto como navegaba detrás de su estela.

—¡Una vela —gritó—, por el través de barlovento, señor!

Costaba distinguir la línea de horizonte que dividía el cielo y el océano, cuya superficie parecía un desierto. Las olas llegaban separadas, en filas paralelas y alzaban sus crestas contra la rechoncha aleta del galeón, escorándolo y, en ocasiones, saltando por encima del trancanil de barlovento antes de alejarse ondulantes, en la dirección del horizonte opuesto. Los masteleros del barco enemigo sobresalían por encima del lomo de cada una de ellas. Era como si el resto del buque se lo tragase el mar.

Pero solo lo parecía. Sin duda se trataba de una embarcación mucho más ágil y marinera y, con ese viento, no le llevaría más de tres o cuatro horas, cinco a lo sumo, darles alcance. Él lo sabía, y buena parte de sus hombres también. Solo restaba esperar, encomendarse a la providencia y, llegado el momento, comenzar el baile. Como habían hecho tantas veces.

No se equivocó. Apenas le había dado el paje la sexta vuelta al reloj de arena de 45 minutos, cuando ordenó zafarrancho. Estaba a tiro, y todas las oportunidades eran pocas si se quería salvar la jornada con escasas bajas y los mínimos inconvenientes.

El casco se sacudió como si fuera a desencajarse cuando los grandes cañones de 30 libras de la cubierta alta soltaron su andanada, seguida por los de la batería baja. Era curioso que, aunque ya todos lo esperaban, el ensordecedor estampido del fuego artillero superara siempre cualquier previsión. El estruendo parecía no terminar nunca a medida que cada uno de los cañones retrocedía hacia el centro de la cubierta y tiraba de sus bragueros.

La densa humareda, empujada a sotavento por la brisa, voló en la dirección del navío enemigo. El agua que le rodeaba se veía surcada por una colección de plumas blancas. Había braceado al máximo sus vergas para acortar la distancia y se dirigía hacia ellos en rumbo convergente. Era imposible todavía descubrir si había sido alcanzado, aunque una andanada tan cerrada bien podía haber hallado algún blanco.

El enemigo no tardo en abrir fuego a su vez. Tuvo suerte o fue especialmente certero. Una bala perdida desgarró la gavia del mayor que comenzó a romperse de arriba abajo ayudada por el viento. Era una estrategia habitual, intentar paralizar al adversario antes que nada. Una vez inutilizado su aparejo, e imposibilitada su dotación para gobernar el casco, era más fácil castigar su alcázar con mortíferas descargas de artillería. Así, un bombardeo preciso que alcanzase al navío por el espejo y la toldilla, podía convertir el interior del buque en un auténtico matadero.

También en su caso se apreciaban señales de los daños recibidos. Varios orificios perforaban sus velas y, en el pasamanos de babor, en el lugar donde, sin duda, había impactado de forma directa una de las balas, se veía claramente un salvaje tajo.

Ambos buques cobraron velocidad y se aproximaron peligrosamente. Ya solo les separaba algo menos de media milla.

De nuevo brotó una humareda seguida por el peculiar sonido de las mortíferas balas encadenadas destinadas a partir alguno de los palos. Su aullido cortó el aliento a más de uno de los hombres que se esforzaban junto a los cañones. Un proyectil gimió por encima de ellos, atravesó la castigada gavia del mayor, e hizo caer a un marinero desde la verga, sobre cubierta. Allí quedó tendido sobre un charco de resbaladiza sangre que empapaba la madera, con la cabeza rota y los brazos estirados, como si estuviera crucificado, hasta que sus compañeros pudieron acudir en su ayuda.

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