© Editorial Riuniti, 1971.
Traducción de Juan Vivanco
Diseño y realización de la cubierta: Enric Satué Primera edición: mayo, 1983
Propiedad de esta edición (incluida la traducción y el diseño de la cubierta): Editorial Laia, S. A. Constitución, 18-20, Barcelona-14
Depósito legal: B. 17.525 - 1983 ISBN: 84-7222-392-2 Impreso en: Romanyá/Valls, Verdaguer, 1 - Capellades (Barcelona) Printed in Spain
Hace nueve años dediqué a mis hijos Daele, Marco y Giovanni, y a mis sobrinos Celeste, Bruna, Chiara, Renata, Guido y Andrea, que entonces eran adolescentes o todavía niños, estas páginas escritas para los pequeños.
Ahora renuevo esta dedicatoria, y la tengo que ampliar con cariño a los nuevos hijos y nietos que a través de ellos he tenido, a Marina, Marco, Giorgio y Chris; a la primera querida criatura de la nueva generación, Giovannina, que acaba de nacer de Celeste y Marco, y a muchas más que espero la habrán de seguir.
Tendría que seguir alargando la dedicatoria de hace cinco años, porque la nueva generación se multiplica: añadiré sólo el nombre de mi primera nietecilla, Lucía, hija de Daniele y de Bárbara.
Roma, marzo de 1976 ADVERTENCIA A LOS LECTORES ANTES DE QUE EMPIECEN A LEER
Hace casi dos mil trescientos años, cuando reinaba en Egipto Ptolomeo I (que reinó del 306 al 283 aC), el sabio griego Euclides escribió un libro famoso, los Elementos (de geometría). Se trata del libro que, después de la Biblia y las obras de Lenin, ha tenido más ediciones y se ha traducido a más lenguas: ha sido, hasta hace algunos decenios, el libro de geometría para la enseñanza media. Pues bien, el rey Ptolomeo empezó a leerlo, pero se cansó en seguida. Le costaba mucho trabajo seguir los largos y minuciosos razonamientos de Euclides. El rey mandó entonces llamar al científico, y le preguntó si en geometría existía alguna vía más corta y menos trabajosa que la de los Elementos. A lo que Euclides respondió que no, que «en matemáticas no hay caminos reales».
Para entender la matemática hay que hacer funcionar el cerebro, y esto siempre supone algún esfuerzo. No es posible hacer unas matemáticas «de tebeo», no es posible transformar su historia en una novelita. El que tenga la mente perezosa, el que no sienta el placer de hacer trabajar su cerebro, es mejor que ni siquiera empiece a leer. En cambio, el que no se asusta de los esfuerzos de la mente, que no se desanime si, aquí o allá, no entiende algo, a primera vista; y no pretenda leerlo todo de corrido, sino que lea atentamente, poco a poco, saltándose las cosas más difíciles o haciendo que se las explique alguien que haya estudiado más que él.
Importante: Se recomienda que todos tengan a mano papel y lápiz para poder repetir por su cuenta los cálculos, dibujos y razonamientos. Se recuerda también que los apéndices a los que se hace referencia en el texto se encuentran al final del volumen.
L. L. R.
1. Los números
Un maravilloso invento del hombre
Desde muy pequeños, por lo general aún antes de ir a la escuela, aprendemos a leer las palabras y los números; hasta tal punto esto se convierte en un hábito, que no nos damos cuenta de la extraordinaria genialidad del hombre, que ha conseguido con sólo 21 «letras» (ó 24, ó 26, según los idiomas) escribir todas las posibles, infinitas palabras, y con sólo 10 «cifras», todos los posibles, infinitos números. Con 31 signos, pues, nos convertimos a los seis años, y a menudo incluso antes, en dueños de las llaves que abren los tesoros del mundo: todos los libros, todas las tablas y todos los cálculos que poetas, escritores, físicos, astrónomos y matemáticos han podido legarnos desde que el hombre ha inventado esos dos instrumentos admirables: la escritura alfabética y la numeración posicional. Son dos invenciones que tienen algo en común, y ambas han costado miles de años de esfuerzos a la mente humana. Dar un valor al lugar que ocupa una cifra («principio posicional») era una idea más difícil que la de dividir las palabras en los sonidos que las componen, y escribirlas poniendo unos detrás de otros (o, en algunos idiomas, unos debajo de otros) los signos establecidos para aquellos sonidos, en vez de tomarse el trabajo de inventar y recordar un dibujo distinto, un ideograma, para cada palabra. En efecto, en Italia, por ejemplo, el origen de la escritura alfabética se pierde en la oscuridad de la prehistoria: antes del alfabeto latino, que es el que se emplea todavía hoy, existían el griego y el etrusco. En cambio, la introducción de la numeración árabe (sería más correcto, como veremos, decir india), o sea de una nu
meración en la que se tiene en cuenta la posición de las cifras, es un hecho histórico relativamente reciente, del que incluso podemos dar la fecha. Estamos en 1202, en tiempos de Marco Polo, las Cruzadas, Federico Barbarroja, las repúblicas marineras italianas; un mercader-matemático italiano, Leonardo Fibonacci, llamado Leonardo el Pisano, escribe un librillo que merecería tener la misma fama que Los viajes de Marco Polo (y quizá que la propia Divina Comedia de Dante Alighieri), el Libro del ábaco (en latín: Liber abaci), en el que
explica genialmente el comodísimo sistema de los árabes para escribir los números y sus aplicaciones. Una discusión con un muchacho romano antiguo
La gran diferencia frente a la forma de escribir los números empleada hasta entonces no residía en los signos para indicar los números, sino en el modo de emplearlos. Por ejemplo, el signo (la cifra) para indicar «uno» es más o menos el mismo en la numeración de los antiguos chinos, egipcios, romanos y en la nuestra, que procede de los árabes: una «barra», un «palito», con alguna pequeña variante. «I» para los romanos (ver apéndice núm. 1), «1» para nosotros. Pero supongamos por un momento que nos encontramos con un muchacho de la antigua Roma y que nos entendemos lo mejor posible con él en latín. Trazamos con un dedo en la arena, como solían hacer los antiguos romanos en los mercados, tres palitos en fila, así:
III.
El muchacho romano antiguo dirá que el número es el «tres», mientras que el muchacho moderno dirá que es el número «ciento once». ¿Quién tiene la razón? Los dos, y ninguno: el caso es que uno sigue una regla, y el otro otra. El romano, cuando escribe: III , quiere decir:
1 + 1 + 1 = 3 mientras que nosotros, escribiendo las mismas cifras en el mismo orden, queremos decir: 1 centena + 1 decena + 1 unidad = 100 + 10 + 1 = = ciento once.
De la misma forma, podremos convencer fácilmente al muchacho romano antiguo de que escriba 5 en lugar de V; pero será bastante difícil hacerle comprender que donde pone 51, no debe leer 5 + 1=6 , sino 5 decenas + 1 unidad = cincuenta y uno.
«Cálculos» y «ábacos»; zephyrus y algoritmo
En una palabra, entre nuestra forma de escribir los números y la que empleaban los antiguos romanos hay dos diferencias. En primer lugar, ellos empleaban signos distintos de los nuestros: es la diferencia más visible, pero la menos importante. En segundo lugar, «creaban» nuevos números combinando los símbolos fundamentales de una forma completamente distinta a la nuestra, con adiciones y sustracciones de los números representados por signos cercanos (ver la segunda parte del apéndice núm. 1).
Tratemos de escribir con el sistema de los romanos un número un poco elevado, por ejemplo una fecha reciente, como se suele hacer hoy en día en el dintel de los edificios para recordar el año de su construcción. Probemos con «mil novecientos cincuenta y ocho». Habrá que descomponerlo así: mil + novecientos + cincuenta + ocho, y además recordar que: novecientos = mil — cien, y ocho = cinco + tres = cinco + uno + uno + uno; escribiremos pues