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Juan Gabriel Vásquez - Viaje con un mapa en blanco

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Juan Gabriel Vásquez Viaje con un mapa en blanco

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Luz

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Los libros descienden de los libros como las familias descienden de las familias… Se parecen a sus padres, tal como los hijos humanos se parecen a sus padres; y sin embargo difieren de ellos tal como los hijos difieren, y se rebelan tal como los hijos se rebelan.

VIRGINIA WOOLF, La torre inclinada

A Camilo Hoyos y Oliver Lubrich conversadores A manera de epílogo I A Napoleón - photo 1

A Camilo Hoyos y Oliver Lubrich, conversadores

A manera de epílogo

I

A Napoleón Bonaparte, que no era novelista, se le atribuye un epigrama digno de García Márquez. Para entender a un hombre, dicen que dijo, hay que entender el mundo de sus veinte años. El narrador de una de mis novelas recuerda la frase y la utiliza para explicarse; yo confieso que más de una vez he tenido la tentación de hacer lo mismo. El mundo de mis veinte años era el de 1993, un año convulso durante el cual mi ciudad entraba en los estertores de la violencia extrema que la había marcado durante la década precedente: sólo en los tres primeros meses, las bombas de los carteles de la droga, en medio de la guerra que le habían declarado al Estado colombiano, acabarían con la vida de unas cien personas. Mientras eso ocurría, yo me percataba poco a poco de que la lectura de novelas, que había llenado mis ratos libres de estudiante de Derecho, se estaba convirtiendo en una vocación feroz; y al terminar el año, por los días en que el narcotraficante más buscado de la historia moría abaleado en un tejado de Medellín, ya había entendido que nada me parecía tan digno de mi dedicación absoluta, de sacrificios sin cuento y de los riesgos insondables del fracaso como el lento aprendizaje del arte de la novela.

Me ha tomado otros veinticuatro años comprender que los dos fenómenos — los trastornos sociales que comprometían al país entero y las pequeñas transformaciones invisibles que sólo me comprometían a mí— no ocurrían en universos separados: uno público y determinante y el otro del tamaño intrascendente de mis desasosiegos. Las novelas que leí por esos días eran, me parece ahora, una suerte de refugio. Mientras el terrorismo transformaba de maneras sinuosas las vidas de todos, también las de quienes no lo vivían en carne propia pero sí sentían sus consecuencias mediatas y sus coletazos impredecibles, las novelas, aunque no solucionaban nada, parecían responder con cierto orden privado al caos público. Me interpelaban, a veces en términos muy duros, acerca de mi identidad confundida y precaria; sobre todo, preservaban cierta noción de lo humano en medio de un lugar empeñado, al parecer, en reducirla y aun obliterarla. Todo esto lo entiendo ahora, pero no hubiera podido entenderlo entonces; o quizás, si hubiera llegado a intuirlo, no habría tenido las palabras para explicarlo.

Una novela era un lugar de silencio donde descansar del ruido ensordecedor; un lugar de soledad donde descansar de las compañías inanes. Era también un lugar donde yo podía vivir durante un tiempo sostenido en compañía de una conciencia más penetrante que la mía, capaz de ver cosas que yo nunca había visto; era, por fin, un lugar de inconformismo callado y de pequeñas rebeliones. Yo no sabía aún quién era Matthew Arnold ni conocía el célebre párrafo (ominoso para tanta gente) en que la poesía toma poco a poco el lugar de la religión en nuestras conciencias sedientas de significado, pero en cambio leía y releía las últimas páginas del Retrato del artista adolescente, y tenía la certeza pedante y desmesurada —como la han tenido millones de jóvenes lectores a lo largo de un siglo— de que Stephen Dedalus, al hablarle a su amigo Cranly, me hablaba también a mí. «No serviré a aquello en lo que ya no creo», le dice, «llámese mi hogar, mi patria o mi iglesia: y trataré de expresarme en alguna modalidad de la vida o el arte con tanta libertad como pueda». A pesar de la retórica excesiva y de los tonos de cuadro de Friedrich, no era falso que también yo comenzaba a alejarme de la religión de mis padres, a sentir que las circunstancias de mi país me asfixiaban, me pesaban en los hombros, lentamente me expulsaban. El hecho de sentirme interpretado por la historia de un joven irlandés del cambio de siglo —el hecho, digo, de sentirme leído— no me pareció entonces tan portentoso como me parece ahora. Los sortilegios de las grandes novelas son naturales para el lector inocente, quizás porque ignora todavía la decepcionante frecuencia con que no se producen.

Durante los veinticuatro años que han pasado desde entonces, mi convicción de juventud no se ha modificado: se ha vuelto más abarcadora y a la vez más taciturna; también, y esto lo agradezco, más irónica y menos solemne; pero por lo demás se ha mantenido admirablemente terca, y las novelas que leo y que intento escribir siguen siendo en mi vida una forma de exploración, y por lo tanto de conocimiento, imprescindible y urgente, y las sigo leyendo (e intento seguir escribiéndolas) bajo la impresión ineludible de que son la única manera de llegar a saber plenamente lo que somos los seres humanos. Pero hay otra verdad probada, y es que en estos veinticuatro años el lugar que las novelas ocupan en nuestras sociedades se ha modificado tanto que resulta casi irreconocible. Si al joven lector que era yo le hubieran hablado de la desaparición del libro, se habría sentido extraviado en una distopía de Orwell o de Huxley, o de Bradbury, o de Philip K. Dick (en el caso de que hubiera leído ya a Philip K. Dick): habría comprendido el problema y su teórica gravedad, pero se habría sentido tan cerca de él (tan amenazado por él) como por las cámaras en los dormitorios de 1984 o la hipnopedia y el soma de Un mundo feliz. Habría pensado: sí, esto es algo que podría suceder; pero, como hubiera dicho Sinclair Lewis, no puede suceder aquí. Sin embargo, la conversación sobre la muerte del libro nos ha ocupado en estos últimos años con carácter de realidad, por no decir de inminencia; y aunque haya mucho de catastrofismo en ella, nadie puede dejar de reconocer que no somos los mismos lectores, ni nos relacionamos de la misma manera con las palabras impresas, ni respondemos de la misma forma a preguntas que habían sido en esencia respondidas de la misma manera (o de manera parecida en todo lo esencial) a lo largo de los últimos cinco siglos: ¿cuál es el lugar de la lectura? ¿Cuál, dentro de la lectura, es el lugar de la ficción? Dentro de la ficción, ¿cuál es el lugar de la novela?

II

Los nuevos territorios virtuales son para muchos la insignia de nuestros mejores logros como especie; para mí, aunque a veces me pese, contienen o representan una sensibilidad, una manera de estar en el mundo, radicalmente distinta de la que impulsó hace unos seiscientos años el proyecto humanista. En Known and Strange Things, su bellísimo libro de ensayos, Teju Cole dialoga al respecto (y por email) con Aleksandar Hemon. Los dos, por lo que se ve, comparten la preocupación por las transformaciones feroces que atraviesa la palabra escrita. Hemon pregunta: «¿Qué posibilidades tiene la práctica de la literatura en el contexto de las redes sociales?». «Por supuesto», responde Cole, «algunas de las mentes más agudas e interesantes de nuestra generación y de las generaciones por venir trabajarán en áreas que no son “libros” tal como los consideramos hoy en día. Eso es un hecho. Pero creo que algunas de estas personas también escribirán libros». Y dice Hemon: «Desde un punto de vista racional, estoy de acuerdo. Pero me encuentro, tal vez como consecuencia de la edad que tengo, considerando cada vez más la posibilidad de que el proyecto entero de la humanidad esté perdiendo potencia, y su final es ahora parte del horizonte de posibilidades». Y enseguida:

Si no somos capaces de continuar con nuestra humanidad individual en el proyecto colectivo de la humanidad, si no podemos imaginar un mundo mejor que éste —y no por medio de algún opiáceo del espíritu—, entonces el mundo está acabado. En ese caso, la literatura, que siempre se manda a un lector del futuro, tendrá que renegociar sus modos de participación en la experiencia humana. Si alguna vez nos encontramos escribiendo sólo para el presente —lo cual quiere decir en esencia que no podemos hacer más que tuitear—, yo me sentiría absolutamente derrotado como ser humano y como escritor.

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