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Juan Valera - Historia General de España - XXII

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Juan Valera Historia General de España - XXII
  • Libro:
    Historia General de España - XXII
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    ePubLibre
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    1887
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Historia General de España - XXII: resumen, descripción y anotación

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Modesto Lafuente fallece en Madrid el 25 de octubre de 1866 finalizando su - photo 1

Modesto Lafuente fallece en Madrid el 25 de octubre de 1866, finalizando su aportación a la Historia General de España (1850-1867) con la muerte de Fernando VII. A partir de este momento es D. Juan Valera quien se hace cargo de la obra (1887-1890), que continuara hasta el fallecimiento de Alfonso XII en 1885.

El volumen vigésimo segundo abarca desde la firma del Convenio de Vergara el 1 de septiembre de 1839 hasta la caída del primer ministerio Narváez en febrero de 1846, debida a las desavenencias surgidas dentro del gobierno por la cuestión de la boda de Isabel II.

CAPÍTULO II

Primer ministerio Narváez.—Nuevas Cortes.—Discurso de la Corona.—Primeros pasos y gestiones en Roma de Castillo y Ayensa.—Sublevaciones y castigos.

Justo era y conveniente que el vencedor de Torrejón de Ardoz, el verdadero jefe del partido que había triunfado, en vez de influir en la política, sin responsabilidad alguna, desde la capitanía general de Madrid, ora haciendo instrumento de sus aspiraciones y propósitos a los ministros, ora derribándolos si no se le sometían, tomase él mismo las riendas de la gobernación del Estado y lo encaminase todo por donde las circunstancias requerían, con dirección paladina e inmediata.

Grandes eran el crédito y la importancia de Narváez en aquellos momentos, así por los servicios que había prestado, como por los peligros que había corrido y las notables prendas de carácter y de inteligencia que había sabido desplegar. Los mismos vencidos progresistas y revolucionarios daban testimonio del superior valer de Narváez por el odio que le mostraban y por los rudos ataques de todo género de que le hacían blanco, ya por medio de la palabra en periódicos y en conversaciones, ya propasándose a atentar contra su vida por medio del asesinato, como había ocurrido algunas veces, siendo por dicha frustrado el intento, si bien, en la noche del 6 de noviembre de 1843, llegaron a dispararle algunos trabucazos, agujereando el coche en que iba e hiriendo mortalmente a su ayudante el coronel Boceti.

No era, sin embargo, el general Narváez el más decidido partidario de la reacción, sino el más enérgico, inteligente y capaz para llevarla a cabo, hasta donde le pareciera justo. Y ya hemos dicho, sin linaje alguno de ironía, que Narváez, aunque despótico por carácter y temperamento, era liberal por convicción dentro de cierta medida. Así es que, en su primer ministerio, si bien trabajó para domar el espíritu revolucionario, más trabajó y con no menor eficacia en reprimir la reacción y en ponerle dique a fin de que no se desbordase.

La corte, no bien formado el ministerio Narváez, pasó a Barcelona. Allí se agitaba la reacción en torno de la reina y pugnaba por lograr sus fines. Se quería la devolución de los bienes del clero, el restablecimiento de los diezmos y hasta la proclamación del Estatuto. El campeón de todas estas ideas reaccionarias en el gabinete era el marqués de Viluma, quien había dejado la embajada de España en Londres y tenía la cartera de Estado.

La lucha de las opuestas opiniones en el seno del ministerio duró en Barcelona algunos días dando lugar a frecuentes consejos de ministros, animados por vivas discusiones, donde Narváez defendió con vigor la causa del gobierno liberal y representativo contra las pretensiones casi absolutistas del marqués de Viluma, el cual, vencido al cabo, tuvo que presentar su dimisión.

Desde la embajada de España en París, con la que se hallaba muy bien avenido, vino a suceder a Viluma en el ministerio de Estado don Francisco Martínez de la Rosa, del cual, por haber sido hasta allí contrario a la reforma de la Constitución de 1837, imaginó la gente que renovaba el dualismo en el ministerio, aunque en sentido inverso, pues si antes Narváez representaba el elemento más liberal en contra de Viluma, entonces parecía que Martínez de la Rosa representaba el elemento más liberal en contra de Narváez.

Este dualismo, con todo, hubo de ser más aparente que real. Narváez tenía sobrada fuerza de voluntad para aunar las de sus compañeros y someterlas a la suya. Además cuando Martínez de la Rosa llegó a ocupar su silla ministerial, que no fue hasta el 16 de setiembre, el impulso estaba ya dado y señalada estaba ya la dirección que el nuevo gabinete había de seguir en su marcha.

La Constitución de 1837 había de ser reformada en sentido más monárquico, pero la reforma habría de hacerse por medio de las Cortes. A este fin habíase disuelto el Congreso de diputados que no llegó a reunirse y por decreto de 4 de julio se convocaban Cortes nuevas que el 10 de octubre se reunirían. Estas Cortes nuevas, si no eran constituyentes, tenían el encargo de reformar la Constitución.

Abierto el campo a la lucha legal de los partidos en las elecciones, los progresistas dieron el funestísimo ejemplo, tantas veces repetido, de retraerse. Pretextos, más o menos fundados, han tenido a menudo las parcialidades políticas para tomar medida tan desastrosa. En esta ocasión, tales pretextos no faltaron. Muchos progresistas se veían encausados y perseguidos; y otros se habían expatriado voluntariamente huyendo de persecuciones y de vejaciones, que partían, no solo del gobierno, sino a veces de una manera ilegal y violenta de individuos del ejército, excitados por el odio y por el espíritu de reacción.

Los malos tratos, los insultos, las palizas y otras insolencias, crueldades y groserías, de que tal vez no pocos moderados habían sido víctimas durante la regencia de Espartero, y de que habían sido ejecutores los milicianos más aviesos y levantiscos, se renovaron ahora en opuesto sentido contra los progresistas, ejecutadas por indignos militares, lo cual, aunque era igualmente doloroso para quien padecía, era más odioso ahora, pues siempre es menos de culpar un acto miserable cuando le ejecutan hombres del pueblo bajo e ignorante si tienen armas y cierta organización remedada de la verdadera milicia, que cuando iguales actos criminales son perpetrados por individuos del ejército y hasta por oficiales, en quienes debe suponerse otra educación más escogida, otra disciplina más severa, principios más cultos y más urbanos modales.

Cuando en Madrid mismo, centro de la autoridad del gobierno, oficiales y sargentos del regimiento de San Fernando prendían, molestaban, escarnecían y apaleaban a los progresistas ¿qué no sucedería en otras poblaciones? Nosotros recordamos que en una de las principales capitales de provincia, los ayudantes del capitán general y otros oficiales que le rodeaban se entretuvieron en llevar a las barberías a paisanos que se atrevían aún a gastar bigotes, haciendo que los afeitasen en seco. El capitán general se empeñó asimismo en que habían de saludarle cuantos no lejos de él pasasen por la calle; y, como algunos se descuidaran en esto, fueron apaleados sin misericordia. Un joven forastero, delicado de salud, muy corto de vista e ignorante de la prescripción, pasó no lejos del capitán general, no le saludó y recibió una paliza, de la cual estuvo muy enfermo. Supo entonces el capitán general que aquel joven apaleado era hijo de persona muy amiga suya y a quien debía grandes favores. Trató pues de hacerse perdonar el agravio, aunque ya era tarde; pero, al cabo, de algo sirvió la mala ventura de aquel joven, porque el capitán general se movió a compasión, abrió los ojos, dejó de ir por tan mal camino y los desmanes se acabaron.

Estos hechos aislados y otros muchos que se citan y que pudiéramos citar, aunque por vergüenza patriótica convendría callarlos todos, son claro indicio de la compresión tiránica que se ejercía. Pero aun así, no hay, en nuestro sentir, motivo bastante para que un partido político que se respeta abandone los medios legales y no acuda a las urnas a dar su sufragio, lo cual, si es un derecho, también es un deber, y en vez de revestirse del valor cívico, conducente a allanar tantas dificultades y a arrostrar tantos peligros, apele al retraimiento. Creemos además, que, así en aquella ocasión como en otras, la violencia del gobierno, de sus agentes y de sus amigos oficiosos, solo ha sido pretexto y no motivo para que alguien se retraiga en las elecciones. El verdadero y deplorable motivo de todo retraimiento electoral ha sido la íntima convicción de que la gran mayoría del cuerpo de electores no ha tenido nunca activa opinión política o la ha tenido marchita o ineficaz, sobre todo para los partidos medios, torciéndose siempre en favor del candidato, sea quien sea, que el gobierno designa, por donde hay de antemano inmensa probabilidad y casi seguridad de que todo gobierno, a no estar dotado de inverosímil torpeza o amenazado de inmediata y súbita muerte, triunfe en las elecciones.

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