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John le Carré - En la corte de Ronnie

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John le Carré En la corte de Ronnie
  • Libro:
    En la corte de Ronnie
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2002
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En la corte de Ronnie: resumen, descripción y anotación

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Ronnie Cornwell era el más descarado timador con que uno podía encontrarse en - photo 1

Ronnie Cornwell era el más descarado timador con que uno podía encontrarse en la Gran Bretaña de posguerra. Elegante y desenvuelto, brillante y temerario, no parecía haber nadie más digno de confianza. Lo cierto, sin embargo, era que a causa de sus continuos fracasos y enormes deudas había terminado en prisión más de una vez, aunque hasta el último día de su vida pareciera, a todas luces, un hombre respetable.

Así, al menos, lo recuerda su hijo John le Carré —cuyo nombre real es David Cornwell— en este extraordinario relato autobiográfico. Pero ¿cuál es la verdad? ¿Y cómo la pueden transformar el afecto y la memoria? El gran escritor no dudó en plantearse estas importantes e ineludibles preguntas llegado el momento de sumergirse en los misterios de un padre al que siempre rehuyó. Sincero y desencantado, En la corte de Ronnie es una joya de la reconstrucción psicológica, un difícil y delicadísimo homenaje a una figura paterna que, con todas sus imperfecciones humanas, logra redimirse sobre el papel.

John le Carré En la corte de Ronnie ePub r12 Titivillus 061015 Título - photo 2

John le Carré

En la corte de Ronnie

ePub r1.2

Titivillus 06.10.15

Título original: In Ronnie’s Court

John le Carré, 2002

Traducción: Carlos Milla

Diseño de portada: Yolanda Artola

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Sobre el nacer y otras aventuras He visto la casa con frecuencia Mis alegres - photo 3

Sobre el nacer y otras aventuras

He visto la casa con frecuencia. Mis alegres tías voceaban su nombre cuando pasábamos por delante: «¡Esa es, David! ¡Deberían convertirla en museo nacional!». Pero la casa que yo prefiero es otra distinta, construida en mi imaginación. Es vieja y llena de ruidos y está pendiente de demolición, con las ventanas rotas, un letrero de «se vende» y una bañera vieja en el jardín. Se alza en un solar invadido de mala hierba y salpicado de cachivaches y materiales para la construcción, con un retazo de vidriera en la puerta hecha añicos. Para un niño, un lugar donde jugar al escondite más que donde nacer. Pero allí nací yo, o eso insiste en afirmar mi imaginación, y más aún, nací en el desván, entre las pilas de cajas marrones que mi padre acarreaba siempre en sus huidas. Cuando llevé a cabo mi primera inspección clandestina de esas cajas poco antes de la Segunda Guerra Mundial, contenían solo efectos personales: sus galas masónicas; la peluca y la toga con que —en cuanto encontrara el momento para estudiar derecho— se proponía asombrar al mundo en espera; sus planes secretos para vender flotas de aviones al Aga Kan. Pero cuando empezó la guerra, las cajas marrones ofrecían un contenido más enjundioso: barras de Mars, medias de nailon, inhaladores de bencedrina para chutarse el estimulante por la nariz y, después del día D, bolígrafos, todo procedente del mercado negro.

Mi padre siempre mostró cierta inclinación por los artículos raros con tal que estuviesen racionados o fuesen difíciles de conseguir, como los pelanaranjas de plástico que se rompían después de la primera naranja. Treinta años más tarde, cuando Alemania estaba aún dividida y yo era aún un diplomático británico que vivía en Bonn a orillas del Rin, se presentó sin previo aviso ante mi puerta, montado en una chalupa de acero con ruedas. Era un automóvil anfibio, me explicó. Había comprado la patente británica a los fabricantes de Berlín, e iba a proporcionarnos una fortuna. Había viajado en él por el corredor interzonal bajo la mirada de la policía fronteriza de Alemania Oriental, y se proponía, con mi ayuda, botarlo en el Rin, cuyas aguas por esas fechas, casualmente, bajaban crecidas y muy impetuosas. Lo disuadí, pese al entusiasmo de mis hijos, y lo invité a comer. Repuestas las energías, partió con gran exaltación rumbo a Ostende e Inglaterra. Ignoro hasta dónde llegó, puesto que ya nunca volvió a hablarse del coche. Supongo que en algún punto del camino los acreedores le dieron alcance y se lo quitaron. Pero eso no le impidió regresar a Berlín, ciudad que, como otras devastadas por la guerra, ejercía en él una poderosa atracción. Un par de años después se dejó caer por allí de nuevo, anunciándose esta vez como mi «asesor profesional»; como tal, se dignó aceptar una visita guiada con tratamiento de VIP por los principales estudios cinematográficos de Berlín Oeste y, por si fuera poco, la hospitalidad de los estudios y, con toda seguridad, los favores de alguna que otra joven actriz, y escuchó con atención las más serias explicaciones sobre las ventajas fiscales y subvenciones para cineastas extranjeros, todo ello por la noble causa de encontrar el lugar idóneo donde rodar la película basada en la reciente novela de su hijo, El espía que surgió del frío. De más está decir que ni su hijo ni Paramount Pictures, propietaria de los derechos de la película, tenían la menor idea de sus intenciones.

En la casa donde nací no hay luz eléctrica, ni calefacción, así que la iluminación procede de las farolas de gas de Constitution Hill, que dan al desván un resplandor blanquecino. Mi madre, tendida en una cama plegable, hace todo lo humanamente posible, aunque de momento sea para mí un misterio lo que ese «todo lo posible» implica (cuando imaginé esa escena por primera vez, desconocía los pormenores de un parto). Mi padre Ronnie espera impaciente en la puerta con una elegante chaqueta cruzada y los zapatos sin tacón blancos y marrones con los que jugaba al golf, atento a la calle mientras, con machacona cadencia, apremia a mi madre para que redoble sus esfuerzos: «¡Por todos los santos, Wiggly! ¿Es que no puedes darte más prisa? Wiggly, esto es una vergüenza, lo mires como lo mires. Ahí fuera el pobre Humphries va a pillar un resfriado de muerte, y tú que no te decides». Aunque el nombre de mi madre era Olive, mi padre la llamaba «Wiggly» lloviera o tronase. Más adelante, cuando llegué a la edad adulta estrictamente hablando, también yo di apodos absurdos a las mujeres para que me impusieran menos respeto. En mi infancia, la voz de mi padre aún tenía acento de Dorset, con las «erres» vibrantes y las «as» largas. Pero el proceso de autoblanqueo estaba ya en marcha, y en mi adolescencia él ya hablaba casi correctamente, aunque nunca lo consiguió por completo. Los ingleses, como es sabido, llevan la marca de la dicción, y en aquellos tiempos esa marca era realmente significativa. Hablar correctamente podía valerle a uno un nombramiento militar, crédito bancario, tratamiento respetuoso por parte de la policía, y un empleo en la City londinense. Y una de las ironías de la inestable vida de Ronnie es que, viendo realizada su ambición de mandarnos a escuelas de postín, se situó socialmente por debajo de nosotros según los crueles parámetros de la época. Tony y yo, sin voto al respecto, pasamos sin esfuerzo la barrera del sonido de las clases, en tanto que Ronnie siguió siendo un advenedizo. No es que pagara exactamente por nuestra educación —o no en su totalidad, por lo que yo deduzco—, pero la organizó, lo cual, a ojos de Ronnie, era lo que contaba, sobre todo durante la guerra. Una escuela, tras conocer sus prácticas, tuvo el valor de exigir las mensualidades por adelantado. Las cobró con carácter retroactivo y a plazo en forma de frutos secos —higo, plátanos, ciruelas— y una caja de inasequible ginebra para el personal.

Sin embargo continuó siendo —y he ahí su talento— un hombre respetable en apariencia. Le importaba el respeto por encima de todo, no el dinero. Necesitaba que se reconociese su magia a diario. Su opinión de los demás dependía por completo de en qué medida lo respetaban. En los niveles más humildes de la vida, es cierto, existe un prototipo de Ronnie cada dos calles y en todas las capitales de condado. Es el granuja campechano y vehemente con cierta labia que invita a fiestas con champán a personas que no están habituadas a recibir champán, que brinda su jardín a los baptistas para actos benéficos pese a que jamás ha puesto los pies en su iglesia, que es presidente honorario del equipo de fútbol infantil y el equipo de criquet masculino y obsequia copas de plata como trofeo para sus campeonatos. Hasta que un día se descubre que desde hace un año no paga en la lechería, o el taller mecánico, o el quiosco, o la bodega, o la tienda que le vendió las copas de plata, y quizá va a la quiebra o a la cárcel porque los granujas como él viven siempre en vilo, y su mujer se lleva a los niños a casa de su madre, y pronto se divorcia de él porque descubre —y la madre de ella lo sabía ya desde el principio— que se ha estado acostando con todas las chicas del barrio y tiene hijos de los que no ha hablado. Y así sucesivamente. Y cuando nuestro granuja sale, o se enmienda provisionalmente, vive con discreción por una temporada y hace buenas obras y obtiene satisfacción en las pequeñas cosas, hasta que la savia le sube otra vez, y vuelve a las andadas.

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