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John le Carré - Volar en círculos

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John le Carré Volar en círculos
  • Libro:
    Volar en círculos
  • Autor:
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    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2016
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Volar en círculos: resumen, descripción y anotación

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JOHN LE CARRÉ Poole Reino Unido 1931 Escritor inglés conocido por sus - photo 1

JOHN LE CARRÉ (Poole, Reino Unido, 1931). Escritor inglés, conocido por sus novelas de suspense y espionaje ambientados en la época de la Guerra Fría.

Le Carré es el seudónimo utilizado por el autor y diplomático David John Moore Cornwell para firmar la práctica totalidad de su obra de ficción.

Fue profesor universitario en Eton antes de entrar al servicio del ministerio de exteriores británico en 1960. Su experiencia en el servicio secreto británico, en el que trabajó para agencias como el MI5 o el MI6, le permitieron desarrollar novelas de espionaje con una complejidad y realismo que no se habían dado hasta su aparición.

En 1963 logró un gran éxito internacional gracias a su novela El espía que surgió del frío, lo que le permitió abandonar el servicio secreto para dedicarse a la literatura.

1

NO TE METAS CON TU SERVICIO SECRETO

—¡Yo sé lo que eres tú! —exclama Denis Healey, exsecretario de Defensa británico, del Partido Laborista, en una fiesta privada a la que ambos hemos sido invitados, mientras viene hacia mí desde la puerta, tendiéndome la mano—. ¡Eres un espía comunista! ¡Es lo que eres, reconócelo!

Entonces, yo lo admito, porque los buenos amigos lo admiten todo en esos casos. Y todos estallan en carcajadas, incluido mi anfitrión, levemente sorprendido. Yo también me río, porque soy un buen tipo y sé aceptar una broma tanto como cualquiera, y porque Denis Healy podrá ser la «bestia grande» del Partido Laborista y un bravucón en la escena política, pero también es un académico y un humanista de altura, y yo lo admiro y, además, me lleva un par de copas de ventaja.

—¡Eres un cabrón, Cornwell! —me grita desde la otra punta de la sala un oficial del MI6 de mediana edad, colega mío en el pasado, entre un puñado de gente de Washington reunida para una recepción que ofrece el embajador británico—. ¡Un tremendo cabrón!

No esperaba encontrarme, pero ahora que me ha visto se alegra de tener la oportunidad de decirme a la cara lo que piensa de mí por haber manchado el honor del Servicio —¡nuestro puto Servicio, qué carajo!— y por dejar en ridículo a hombres y mujeres que aman a su patria y no pueden defenderse. Lo tengo delante de mí, en posición de tomar impulso, como si fuera a levantar el vuelo. Si unas manos diplomáticas no lo hubieran sujetado, la prensa del día siguiente se habría puesto las botas con nosotros.

Gradualmente, se reanudan las conversaciones en la sala, pero antes logro averiguar que la novela que le ha encendido el ánimo no es El espía que surgió del frío, sino su sucesora, El espejo de los espías, que cuenta la deprimente historia de un agente británico-polaco enviado en misión a Alemania del Este y abandonado a su suerte. Por desgracia, Alemania del Este era parte del territorio bajo responsabilidad de mi acusador durante la época en que trabajamos juntos. Por un momento, siento el impulso de contarle que Allen Dulles, director de la CIA recientemente retirado, ha declarado que el libro se acerca mucho más a la realidad que su predecesor, pero temo que eso solo sirva para atizar su furia.

—Somos despiadados, ¿verdad? ¡Despiadados e incompetentes! ¡Un millón de gracias!

Mi furioso excolega no es el único. En tono menos vehemente, me han hecho el mismo reproche en repetidas ocasiones a lo largo de los últimos cincuenta años, pero no como un esfuerzo siniestro o concertado, sino como la cantinela de hombres y mujeres que se sienten heridos y consideran que su intervención es necesaria.

«¿Por qué te metes con nosotros? ¡Precisamente , que sabes de verdad cómo somos!». O con más malicia: «Ahora que ya te has forrado gracias a nosotros, podrías dejarnos un poco tranquilos, ¿no?».

Y siempre, en algún momento, el abatido recordatorio de que el Servicio no puede replicar, de que está indefenso ante la mala propaganda, de que no es posible alabar sus éxitos y de que solo se dan a conocer sus fracasos.

—No somos ni por asomo tal como nos describe nuestro anfitrión —le dice sir Maurice Oldfield a sir Alec Guinness, con gesto severo, durante el almuerzo.

Oldfield es un exjefe del Servicio Secreto que más adelante Margaret Thatcher dejaría en la estacada; pero, en el momento de nuestra conversación, es un viejo espía más en situación de retiro.

—Siempre he querido conocer a sir Alec —me ha dicho antes con su voz de tintes hogareños y rurales, cuando lo he invitado—, sobre todo desde que se sentó justo frente a mí en el tren de Winchester. Si me hubiera atrevido, me habría puesto a conversar con él.

Guinness está a punto de interpretar a mi agente secreto George Smiley en una adaptación para televisión de El topo, producida por la BBC, y quiere saber cómo es un viejo espía de verdad. Pero el almuerzo no se desarrolla con la fluidez que yo esperaba. Durante los entrantes, Oldfield ensalza los criterios éticos de su viejo Servicio y sugiere, con la mayor amabilidad, que «este joven David» ha mancillado su buen nombre. Guinness, exoficial de la Marina, que, desde el instante de conocer a Oldfield, se ha promovido por iniciativa propia a los peldaños más altos de la jerarquía del Servicio Secreto, no puede menos que negar gravemente con la cabeza, expresando su acuerdo. Mientras damos cuenta del lenguado, Oldfield lleva su tesis un paso más allá:

—Por culpa del joven David y de otros como él —le comenta a Guinness por encima de la mesa, como si yo no estuviera sentado a su lado—, al Servicio le cuesta mucho más reclutar oficiales e informadores decentes. Leen sus libros y se echan para atrás. Es normal.

Ante lo cual, Guinness baja la mirada y niega con la cabeza en actitud reprobadora mientras yo pago la cuenta.

—Deberías ingresar en mi club, David —me propone Oldfield con amable suavidad, como insinuando que el Athenaeum me convertiría en mejor persona—. Yo te apadrinaré. ¿Qué me dices? Te gustaría, ¿no? —Y volviéndose hacia Guinness mientras nos despedimos los tres de pie en la puerta del restaurante—: Ha sido un placer, Alec. Y también un honor. Nos veremos muy pronto, seguramente.

—Sí, sin duda —replica Guinness con ferviente entusiasmo, y los dos viejos espías intercambian un apretón de manos.

Aparentemente desolado por no seguir disfrutando de la compañía de nuestro invitado, Guinness lo sigue con la vista mientras se aleja por la acera: un hombre de baja estatura, resuelto y vigoroso, que camina con el paraguas proyectado hacia delante hasta perderse entre la multitud.

—¿Otro coñac para el camino? —sugiere Guinness, y cuando aún no hemos vuelto a ocupar nuestros asientos comienza el interrogatorio—: Esos gemelos tan vulgares… ¿los usan todos los espías?

No, Alec, supongo que a Maurice le gustarán ese tipo de gemelos.

—Y esos botines chillones de ante anaranjado con suelas de crepé de caucho, ¿son para andar sigilosamente?

Creo que más bien los usa por comodidad, Alec. El crepé chirría.

—Entonces, dime una cosa más. —Coge un vaso vacío, lo inclina y le da un capirotazo con la uña—. He visto gente que hace esto. —Mira ostensiblemente el interior del vaso, sin dejar de darle golpecitos con la uña—. Y también he visto gente que hace esto otro. —Hace girar el dedo por el borde del vaso, con la misma actitud contemplativa—. Pero nunca había visto a nadie que hiciera esto. —Pone el dedo dentro del vaso y lo arrastra por todo su interior—. ¿Crees que estaría buscando restos de veneno?

¿Lo pregunta de verdad? El niño que hay en Guinness nunca ha hablado más en serio. Le hago ver que si estuviera buscando «restos», entonces ya se habría bebido el veneno. Pero prefiere no prestarme atención.

Forma parte de la historia del cine que los botines de ante de Oldfield, con o sin suela de crepé de caucho, y su manera de andar, con el paraguas proyectado hacia delante, pasaron a ser características esenciales del retrato que hizo Guinness de George Smiley, viejo espía con prisas. Hace tiempo que no me fijo en los gemelos, pero creo recordar que nuestro director los consideró un poco exagerados y convenció a Guinness para que los cambiara por otros menos llamativos.

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