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John Le Carré - El Jardinero Fiel

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John Le Carré El Jardinero Fiel

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John Le Carré
El Jardinero Fiel
John Le Carré
Nacido en Poole (Inglaterra) en 1931, John Le Carré estudió en las universidades de Berna y Oxford y trabajó como profesor en Eton. Cinco años en el Ministerio de Asuntos Exteriores le familiarizaron con los entresijos de la alta política internacional y el mundo del espionaje. Sus novelas, en su mayoría basadas en hechos de candente actualidad, se venden por millones y la mayoría de ellas han sido adaptadas al cine y la televisión: La gente de Smiley, El topo, La chica del tambor, Un espía perfecto,La Casa Rusiay El sastre de Panamá. Cabe mencionar, asimismo, las célebres El honorable colegial, El peregrino secreto, Nuestro juego, Single amp; Single y su última creación, El jardinero fiel.
La palabra areté se utilizó en la cultura griega para designar la excelencia, la capacidad de sobresalir por una forma de actuar, por unas obras que concedían al autor cierta preeminencia. Ése es también el propósito que anima la selección de los libros de este sello, obras que poseen una incuestionable excelencia literaria fruto de la dedicación y el talento de sus autores.
El Jardinero Fiel
Justin Quayle encajó la noticia con toda la resignación que su flema británica le permitía. El suceso era horrible: su bellísima esposa había sido encontrada degollada, en las inmediaciones del lago keniata de Turkana. El cadáver, hallado junto al cuerpo sin cabeza del chófer africano que la acompañaba, delataba las huellas de un ajuste de cuentas. Quizás el asesinato estuviera relacionado con el compromiso que Tessa había contraído con causas humanitarias, mientras su esposo ejercía como funcionario de la embajada británica. Pero, en poco tiempo, el caso adquiriría nuevas connotaciones. La hermosa italiana, al parecer, tenía un amante. Arnold Bluhm, un atractivo médico sudafricano involucrado, al igual que Tessa, en proyectos de ayuda al tercer mundo.
Si bien para Justin Quayle, poco importarían las murmuraciones. Atrás dejaría su carrera como diplomático y atrás quedaría, también, toda su vida hasta la fecha. Nunca había amado a nadie como a Tessa y el recuerdo de ese amor le conduciría por senderos inescrutables. Aquella joven preciosa, ahora muerta y enterrada en un triste cementerio de Nairobi, dirigiría su vida desde la tumba. Justin, su maduro e idólatra floricultor con sombrero de paja, perseguiría a los culpables del asesinato. Cual jardinero fiel, arrancaría los rastrojos que se inmiscuyeran en su camino, comenzando por el sucio tinglado sobre el que se asienta una multinacional farmacéutica, que oculta su verdadero rostro en falaces cooperaciones humanitarias.
Para Yvette Pierpaoli
que vivió y murió sin darle lo mismo
Ah, pero un hombre debe abarcar más de lo que tiene al alcance de su mano, ¿o para qué está el cielo, si no?
ROBERT BROWNING,
Andrea del Sarto
1
La noticia llegó a la embajada británica de Nairobi un lunes por la mañana a las nueve y media. Sandy Woodrow la encajó como un balazo. La mandíbula rígida, el pecho hinchado, justo en el centro de su dividido corazón inglés. Estaba de pie. Hasta ahí, se acordaba. Estaba de pie y sonaba el teléfono interior. Se disponía a coger algo, y al oír el zumbido se interrumpió para alargar la mano hacia el aparato, descolgar el auricular y decir: «Woodrow.» O quizá: «Woodrow al habla.» Y desde luego pronunció su nombre con cierta brusquedad, de eso conservaba un claro recuerdo: de su voz como si fuera la de otro, y del tono arisco: «Woodrow al habla», su apellido absolutamente respetable, pero sin la atenuación del apelativo familiar «Sandy», y proferido como si lo aborreciera, porque, según la agenda del día, la acostumbrada sesión de plegarias del embajador tenía que empezar puntualmente dentro de treinta minutos, con Woodrow, como jefe de cancillería, en el papel de moderador ante una cuadrilla de divos de los grupos de presión, cada uno de los cuales aspiraba a apropiarse en exclusiva del corazón y la mente del embajador.
En suma, un odioso lunes como tantos otros, un lunes de finales de enero, la época más tórrida en el año de Nairobi, una época de sequía, polvo, hierba pardusca, escozor de ojos y calor elevándose de las aceras de la ciudad. Y las jacarandás, como todo el mundo, esperando la estación de las lluvias.
El motivo exacto por el que estaba de pie era una duda que no llegó a resolver. Por lógica, debería haber estado encogido detrás del escritorio, tecleando en el ordenador, revisando solícitamente el material orientativo llegado de Londres y el correo entrante de otras legaciones vecinas. En cambio, estaba de pie ante el escritorio, realizando alguna crucial acción no identificada, tal como, quizá, enderezar la fotografía de su esposa Gloria y sus dos hijos de corta edad, tomada el verano anterior mientras la familia disfrutaba de un permiso en Inglaterra. La embajada se hallaba en una pendiente, y su continuo asentamiento bastaba para ladear los cuadros cuando pasaban solos un fin de semana.
O quizá se dedicaba a fumigar algún insecto keniano de esos a los que ni siquiera los diplomáticos son inmunes. Unos meses atrás habían padecido una plaga de «mosca de Nairobi», unas moscas que, al aplastarlas y restregarlas accidentalmente contra la piel, podían provocar ampollas y forúnculos, e incluso la ceguera. Estaba, pues, echando insecticida, oyó el teléfono y dejó el aerosol en el escritorio para descolgar. También era una posibilidad, ya que en su memoria reciente aparecía una diapositiva en color de un bote rojo de insecticida sobre la bandeja de documentos salientes del escritorio. Así que «Woodrow al habla», y el auricular pegado al oído.
- Ah, Sandy, soy Mike Mildren. Buenos días. ¿Estás solo, por casualidad?
Mildren, de veinticuatro años, lustroso y metido en carnes, secretario particular del embajador, con acento de Essex, recién salido de Inglaterra en su primer destino en el exterior…, y conocido entre el personal subalterno, prevísiblemente, como Mildred.
Sí, -admitió Woodrow-, estaba solo. ¿Por qué?
- Por desgracia, ha surgido un imprevisto, Sandy. En realidad, querría bajar a tu despacho si tienes un momento.
- ¿No puede esperar hasta después de la reunión?
- Pues… no lo creo, la verdad. No, no puede esperar, -respondió Mildren-, ganando convicción a medida que hablaba-. Se trata de Tessa Quayle, Sandy.
De pronto un Woodrow distinto, el vello erizado, los nervios a flor de piel. Tessa.
- ¿Qué pasa con Tessa? -preguntó con intencionada indiferencia, su mente galopando en todas direcciones. ¡Ay, Tessa! ¡Ay, Dios! ¿Qué has hecho ahora?
- Según la policía de Nairobi, ha sido asesinada, -dijo Mildren-, como si lo dijera todos los días.
- Absurdo, -replicó Woodrow sin darse tiempo para pensar-. No digas tonterías. ¿Dónde? ¿Cuándo?
- En el lago Turkana, orilla oriental. Este fin de semana. Se han mostrado diplomáticos respecto a los detalles. En su coche. Un desafortunado accidente, según ellos, -añadió Mildren con tono de disculpa-. Me ha dado la impresión de que no querían herir nuestra sensibilidad.
- ¿Qué coche? -preguntó Woodrow sin coherencia alguna-, ya debatiéndose, negándose a aceptar la desatinada idea, sepultados a gran profundidad el quién, el cómo, el dónde y sus demás consideraciones y presentimientos, borrados rabiosamente sus recuerdos secretos de ella para reemplazarlos por el reseco paisaje lunar de Turkana tal como permanecía en su memoria desde un viaje de sondeo que realizó hacía seis meses en la irreprochable compañía del agregado militar-. No te muevas de ahí. Enseguida subo. Y no lo comentes con nadie, ¿me has oído?
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