Anna Harriette Leonowens - Una inglesa en la corte de Siam
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- Libro:Una inglesa en la corte de Siam
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1870
- Índice:4 / 5
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Una inglesa en la corte de Siam: resumen, descripción y anotación
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ANNA HARRIETTE LEONOWENS (Ahmednagar, India británica; 6 de noviembre de 1831-Montreal, Canadá, 19 de enero de 1915) fue una profesora y escritora, principalmente conocida por sus publicaciones sobre los años que pasó en Siam impartiendo clases de inglés a los hijos del rey Mongkut.
En 1862, viajó a Siam con su hijo Louis, donde permaneció cinco años, para enseñar a los hijos del rey Mongkut. Emigró a Montreal en 1886, donde murió en 1915.
En el umbral
5 DE MARZO DE 1862. A bordo del pequeño vapor siamés Chow Phya, en el golfo de Siam. Me levanté antes que el sol y corrí a cubierta para obtener una visión temprana de la tierra extraña a la que nos acercábamos y, mientras miraba con afán, no a través de la niebla y la neblina, sino directamente al claro y brillante cielo, de múltiples tonos, apareció el primer sonrojo débil y trémulo del amanecer, detrás de su velo rosado. Al poco rato, esa cara de bienvenida brilló atrevidamente, contenta, gloriosa y bella, con una aureola de matices flamantes anaranjados, orlados de ámbar y oro, desde donde telarañas sedosas de color flotaban a sus anchas en el cielo, palideciendo cuando se deshacían. Fue una visión reconfortante y feliz la de esa mañana tropical de marzo, tan amable como un amanecer de julio en mi propio clima, menos caluroso. Pero el recuerdo de dos brazos redondos y tiernos y el de dos pequeñas manos, que últimamente se habían convertido en grilletes cariñosos alrededor de mi cuello con la esperanza vana de apretar a mamá con fuerza, me cegaron la contemplación, así que, del mismo modo que un pequeño temblor nervioso y un tirón rudo me anunciaron que habíamos echado el ancla, con temblor y sacudida retomé a mi dura realidad.
El capitán nos dijo que debíamos esperar a que la marea de la tarde nos arrastrara a puerto. Permanecí en cubierta sólo el tiempo que pude esquivar las lanzas ardientes, que volaban a través de nuestro toldo andrajoso, y soportar el bullicio y las bromas de algunas personas del circo que viajaban con nosotros, por invitación expresa del Rey, para asombrar y divertir a su familia y a la corte.
Sólo un poco menos inteligentes, y ciertamente más entretenidos que éstos, eran los perros de nuestra compañía, animales de temperamentos, experiencias y comportamientos diversos. Por un lado, estaban los dos del capitán, Trumpet y Jip, quienes en virtud de su rango y autoridad mantenían lugares de privilegio debajo de la mesa, el sitio más favorable para acceder a las sobras de las comidas. Como favoritos del capitán eran celosos y arrogantes; desairaban e intimidaban a sus invitados más competentes y versátiles, los perros del circo, con marañas, chasquidos y gruñidos. Se comportaban como si fueran patrones. Por otro lado, estaba nuestra buena Veis —una terranova grande y compasiva—, una perra discreta, tranquila y digna que no se dejaba conquistar con los halagos, confidencias y familiaridades de esos perros extraños, ya fueran oficiales o profesionales. Su semblante suave era muy humano y muy leal y no dudé de su sentido de la responsabilidad cuando vi que nos seguía con preocupación a mi hijo y a mí. Interpretaba con su corazón los pensamientos que leía en nuestros rostros, y respondía con ojos compasivos.
Por la tarde, mientras cenábamos en cubierta, la tierra era plenamente visible y con la marea favorable nos deslizamos hacia el bello Meinam (la madre de las aguas). El aire se hizo más luminoso y una imagen cobró vida y se movió: los árboles crecían en la ribera, cada vez con más vegetación, los monos se columpiaban de rama en rama, los pájaros cantaban y volaban entre los matorrales.
Aunque el agua marrón rojiza de las orillas es muy poco profunda cuando la marea está baja, los barcos con una carga moderada y con un piloto capaz echan anclas habitualmente en unas diez o doce brazas de agua.
El mundo tiene pocos ríos tan profundos, amplios y seguros como el Meinam; cuando llegamos las autoridades estaban pensando en construir faros en el puerto, especialmente uno para los navíos que entran en el puerto de Bangkok. La corriente es rica en peces de excelente calidad y sabor, como en la mayor parte de los grandes ríos de Asia, y es especialmente notable por su platoo, un tipo de sardina, tan abundante y barata, que es un alimento común entre los campesinos como acompañamiento del humilde tazón de arroz. Los siameses son expertos en desecar y salar peces de todo tipo, y grandes cantidades son exportadas anualmente a Java, Sumatra, Malaca y China.
Media hora después de que las dos orillas del río, en su ropaje de verde luminoso, parecieran abrir sus bellos brazos para recibimos, anclamos frente al mísero, andrajoso e irregular pueblo de Paknam o Sumuttra P’hra-kan (asuntos del océano). El capitán desembarcó aquí para presentarse ante el gobernador y los oficiales de la aduana y el bote correo salieron a nuestro encuentro. Mi hijo se impacientó pidiendo couay (pastel); Moonshee, mi maestro persa, y Beebe, mi alegre niñera hindú, expresaron su desilusión y su repugnancia. Moonshee mostró una ira ridículamente dramática y, sacudiendo su puño hacia el pueblo, preguntó: «¿Qué es esto?»
Cerca de este lugar hay dos islas. La de la derecha está fortificada, pero es tan verde y hermosa, y parece tan libre de tendencias belicosas, que uno puede imaginar que la naturaleza se ha esforzado mucho por cicatrizar y esconder las deformidades que el sombrío arte de la guerra ha ocasionado en su belleza. En la isla, lo que al principio tomé por un santuario flotante de mármol blanco es quizá el objeto más original y agraciado de la arquitectura de Siam. Se trata de un templo del blanco más puro, brillante como una joya en el pecho ancho del río, con una espira elevada, fantástica y dorada: reflejaba la gloria del sol y duplicaba, entre las temblorosas sombras, el bullicio de las aguas límpidas. Añádase a esto la onda cambiante de la brisa coqueta, la decoración pulida de la vegetación circundante, los encantos de la primavera en ciernes, junto a la opulencia sensual del otoño, y se obtendrá una escena de una belleza cuya descripción sería una impertinencia inútil. La tierra parecía haber reunido aquí para su adorno elementos más intelectuales, poéticos, e inspiradores que los que normalmente exhibe a ojos paganos.
Estas islas en la puerta de acceso al río no son otra cosa, lo mismo que las orillas de los golfos, que acumulaciones de la arena arrastrada por el torrente; repentinamente abotargadas por las lluvias todos los años, se apresuran hacia el mar. La isla donde se alza el templo es en parte artificial, una empresa de mérito del Rey P’hra Chow Phra-sat-thong, quien quiso erigirlo en el lecho del Meinam. Unos pocos años más tarde, en una visita a esta isla, averigüé que el templo, como las otras estructuras piramidales de esta parte del mundo, consiste en una mampostería sólida de ladrillo y mortero. Los ladrillos hechos aquí son notables, superan con creces los veinte centímetros de largo y casi los diez de ancho, y son de grano fino; en realidad no se diferencian mucho del ladrillo tavellae de los egipcios y los antiguos romanos. Hay comisas por todos lados, con peldaños para ascender a la parte superior, donde una larga inscripción proclama el nombre, el rango y las virtudes del fundador, con las fechas de nacimiento de la isla y del santuario. Todo el lugar, hasta alcanzar el rompeolas de piedra baja que rodea la isla, está pavimentado con el mismo tipo de ladrillo e incluye, además de la P’hra-Cha-Dei (el deleite del Señor), un templo más pequeño con una imagen de bronce que representa al Buda sentado. También ofrece acomodo para el numeroso séquito de príncipes, nobles, pajes y criados que atiende al Rey en sus visitas al templo. El Rey viaja hasta allí una vez al año para rezar y para entregar a los sacerdotes las dádivas votivas, así como las donaciones. Se trata de un enclave encantador, aunque resulta difícil hallar un placer puro al contemplarlo, pues aquí también hay personas de vida mísera que transitan arriba y abajo en botes, que miran hacia el suelo, presionando sus manos duras, sucias del trabajo, contra sus frentes sudorosas, y que se agachan con un ciego temor reverencial ante estos ladrillos blanqueados. Incluso los niños desnudos se agachan en silencio para colocar sus pequeñas frentes contra el suelo del bote.
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