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Jorge Bustos - Vidas cipotudas

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Jorge Bustos Vidas cipotudas
  • Libro:
    Vidas cipotudas
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2018
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Vidas cipotudas: resumen, descripción y anotación

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1. VIRIATO, UN QUIJOTE EN CELTIBERIA

Todo lo que sabemos de Viriato quizá sea mentira. Pero los atributos con que la historia nos lo viste resultan tan españoles que no se me ocurre mejor nombre para encabezar la raza de los empecinados peninsulares. Aceptando que existió, dudamos enseguida de su partida bautismal. ¿Fue celtíbero o lusitano? Tiene estatua en Lisboa, pero también en Zamora. Los libros de texto portugueses lo reivindican como propio, pero Lucio Anneo Floro escribió de él que, con algo más de suerte, podría haberse convertido en el «Rómulo de España».

Lo cierto es que vivió y luchó en el II a. C., cuando aún faltaba un siglo para que Augusto delimitara las fronteras administrativas de Lusitania, que en todo caso no coincidían con las del actual Estado portugués. Su presencia en nuestra lista, pese al título habitual de caudillo lusitano, la justifica la generosidad con que regó de épica insensata un territorio que se extiende desde el Duero hasta las desembocaduras del Guadiana y el Guadalquivir, lo que amén de Portugal hoy comprendería las provincias de Salamanca, Zamora, Cáceres y parte de Toledo. Fue temerario, fue un infractor, fue traicionado. Así que fue español.

Mientras Roma libraba en su tierra una larga guerra de conquista y vigilaba a los cartagineses por el rabillo del ojo, Viriato se desempeñaba como pastor pacífico y bandolero ocasional para redondear el salario, a ver si nos pensamos que el pluriempleo es cosa de la globalización. Ayudaba a los suyos a resistir el avance romano pero no tenía pensado liderar un levantamiento contra la mayor potencia de su tiempo. Hasta que un día le tocaron a fondo la piel de la pelliza. Servio Galba, gobernador de la Hispania Ulterior y felón de manual, embolsó a la flor de los guerreros lusitanos en una pinza cerrada del otro lado por las legiones de su homólogo de la Citerior, don Licio Licinio Lúculo, no confundir con su nieto de idéntico nombre que inspiró, por su glotonería mítica, el coqueto tratado culinario de Camba. A cambio de su rendición, Galba ofreció a los esforzados lusitanos la paz y el respeto a su soberanía; pero cuando, incautos, acudieron a la firma con la pluma de ganso y el tintero, don Servio los dividió en tres grupos y los masacró vilmente. A los que no pasó a cuchillo los envió como esclavos a otras provincias romanas, en número de veinte mil. Entre el millar de supervivientes se encontraba Viriato, y parecía cabreado.

Sin más formación que una astucia natural para la estrategia ni más recursos que el experto conocimiento del terreno, Viriato armó un ejército heterogéneo de tribus locales —varios miles de lusitanos y célticos, pero también vetones, vacceos, bastetanos— a las que solo unían dos cosas: el odio a Roma y la admiración por la peluda testiculina de su nuevo caudillo. Mejor sería decir tres: Viriato no solo se ganaba el prestigio masculino en la pelea —«el más presto al peligro atrevido», escribe Apiano— sino que lo fidelizaba proponiendo el saqueo como incentivo empresarial, y era «el más justo a la hora de repartir el botín». La lealtad de mis hombres se basa en que están bien pagados, explica Michael en el Padrino II. Pues eso. Hasta que llega otro que pague más. Pero no adelantemos acontecimientos.

Durante ocho inverosímiles años Viriato causó la pesadilla de Roma, que le mandaba generales a los que despachó sucesivamente: Cayo Vetilio, Cayo Plaucio, Cayo Unimano, Cayo Nigidio. Sus orgullosos estandartes acabaron decorando las chozas ultramontanas que servían de hogar al bárbaro lusitano. Pese a la cruda inferioridad con que se medía a las legiones —la máquina de guerra más letal de la Antigüedad junto con la falange macedonia—, nunca se le sublevó nadie. Fue el primero en instituir la táctica de la guerrilla que siglos después daría fama y denominación de origen a una forma españolísima de combatir, popularizada contra el ejército napoleónico por Juan Martín Díez el Empecinado, patrón idiosincrásico de este libro. Rehuía el choque frontal, atacaba de noche, cultivaba el arte de la emboscada y saqueaba sin piedad antes de desaparecer de escena tan rápido como caía sobre el enemigo desprevenido. Contaba con la superior agilidad de los caballos lusitanos y con un talento retorcido para tender celadas como la que cuenta Frontino: en una ocasión se dejó perseguir por la caballería romana hasta un terreno cenagoso que él sorteó con facilidad pero en el que se hundieron los jinetes invasores.

Roma empezaba a cansarse. Acababa de reducir Cartago a cenizas en la tercera guerra púnica, y podía liberar efectivos para aplastar la insurgencia lusitana, que ya duraba demasiado. Envió a Quinto Fabio Máximo Emiliano, que instaló su cuartel general en Osuna y expulsó a los insurgentes de las principales ciudades del sur, pero no logró capturar a Viriato. Lo pagó. El guerrillero se rehízo en las montañas y bajó como Fidel de Sierra Maestra, infligiendo nuevas derrotas a los romanos. Aquella fue la apoteosis de su insolencia.

Pero no tenía un pelo de tonto, y un día supo que no podría guerrear con Roma toda la vida. Quizá en esta decantación del juicio se nos aparezca más portugués que español. Se encontraba agotado tras años de una lucha muy desigual. Y ahora el Senado enviaba contra él a Quinto Fabio Máximo Serviliano, que venía dispuesto a acabar con aquella broma por la vía rápida: veinte mil hombres, más de diez elefantes y trescientos jinetes provenientes de Libia.

Viriato empezó a coquetear mentalmente con la bandera blanca, siempre a cambio de un trato razonable. Pero no todavía. Aún podía humillar una vez más al mayor ejército del mundo. Consiguió cercar a Serviliano en una incursión nocturna sobre Lucena y aprovechó la victoria para negociar desde una posición de ventaja: él depondría las armas y Roma le permitiría vivir como rey de los lusitanos dentro de unas fronteras reconocidas. El Senado accedió y el acuerdo fue ratificado (sin necesidad de referéndum). Pero estaba de Dios que el bravo corazón de Viriato no descansara jamás. A Servilio le sucedió Cepión, que invalidó el acuerdo con los insurrectos por considerarlo indigno de Roma. Tan vergonzante, de hecho, como las derrotas coleccionadas frente al caudillo hispano-luso. Rompió el pacto y reanudó la guerra. Viriato tuvo que abandonar Lucena y tirar para Madrid y alrededores, que entonces se llamaba Carpetania. No era su terreno, así que a la persecución de Cepión se le sumó el hostigamiento de tribus mesetarias que al parecer no leían sus hazañas en el Facebook ni le tributaban la correspondiente admiración. Acosado, aunque aún no vencido, Viriato se dispuso a pactar con la autoridad romana.

Pero entretanto la codicia y la envidia —este sí, vicio canónico patrio— habían hecho presa en sus lugartenientes, celosos de la condición real que negociaba su jefe, quien incluso llegó a ser distinguido como amicus populi romani («amigo del pueblo romano») en el acuerdo con Servilio. Si él, símbolo de la hostilidad eterna y la rapiña inclemente, podía granjearse ahora la amistad del invasor, ellos no iban a quedarse atrás. Áudax, Minuros y Ditalcos se ofrecieron a Cepión para traicionar a Viriato y terminar de una vez con una guerra que desgastaba a todos y a ninguno enriquecía. Ello, claro, a un módico precio que los traidores creyeron fijado. Una noche del 139 a. C., al amparo de las tinieblas de sus propias almas, penetraron en la tienda de su capitán y lo asesinaron cobardemente mientras dormía, pues temían enfrentarlo aun en superioridad. Viriato dormía con la armadura puesta, así que le hundieron un puñal en la garganta. Cuando volvieron al campamento romano para informar a Cepión y cobrar los honorarios, recibieron el desdén imperial en sentencia de mármol: Roma traditoribus non praemiat. Roma no paga a traidores. Que una cosa es dominar el mundo a sangre y fuego y otra no reconocer el valor excepcional cuando se encuentra, aunque fuera entre bárbaros. La frase, en todo caso, parece invención de historiadores latinos que trataron de salvar el honor nacional, pues seguramente fue Cepión quien instigó la felonía prometiendo una recompensa fabulosa a los sicarios. Fabulosa por ficticia, digo.

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