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José Luis Busaniche - Rosas visto por sus contemporaneos

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José Luis Busaniche Rosas visto por sus contemporaneos
  • Libro:
    Rosas visto por sus contemporaneos
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
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  • Año:
    1955
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Rosas visto por sus contemporaneos: resumen, descripción y anotación

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JOSÉ LUIS BUSANICHE Santa Fe 1892 - Buenos Aires 1959 Abogado e - photo 1

JOSÉ LUIS BUSANICHE (Santa Fe, 1892 - Buenos Aires, 1959). Abogado e historiador argentino.

Entre sus obras se destacan «San Martín visto por sus contemporáneos», «Rosas visto por sus contemporáneos» y «Lecturas de Historia Argentina. Relatos de Contemporáneos, 1527-1870 » reeditado en 1959 bajo el título de Estampas del Pasado.

Busaniche es uno de los exponentes más destacados de la corriente denominada Revisionismo histórico en Argentina.

CAPITULO I

EL COMANDANTE DE MILICIAS

Si hemos de atender, cronológicamente, a las primeras referencias que sobre don Juan Manuel de Rosas han llegado hasta nosotros y fueron escritas por contemporáneos suyos que estuvieron a su lado y escucharon su voz en diversos lances de su vida pública o en circunstancias de su vida privada, habrá que acudir a las Memorias del general Gregorio Aráoz de Lamadrid, que conoció a Rosas en 1820, año de su iniciación en la política argentina.

Era entonces Rosas —como lo fue después— estanciero y comandante general de milicias de la provincia de Buenos Aires, y como se había producido un conflicto con Santa Fe, el gobernador interino Manuel Dorrego, que estaba para salir a campaña, lo nombró comandante del primer regimiento, división del Sur. El regimiento de Rosas ( los Colorados del Monte , por el color de su uniforme) era muy de notar — según todos convienen— por su organización y disciplina. La campaña contra el gobierno enemigo duró dos meses (agosto-setiembre) y en su primera faz resultó favorable a Dorrego, que invadió Santa Fe; pero obligado a retroceder por una inesperada reacción contraria, sufrió tremendo desastre en la batalla del Gamonal. Rosas, Martín Rodríguez, Lamadrid y algunos otros habían vuelto a Buenos Aires antes de terminada la campaña y no es superfluo decir que Dorrego, gobernador interino vencido en el Gamonal, se vio desplazado por Martín Rodríguez cuando la Legislatura hubo de elegir el gobernador efectivo de la provincia.

Las noticias de Lamadrid, que escribió sus Memorias mucho después, en los postreros años de la dictadura de Rosas, no son desfavorables para su compañero de armas del año 20. De lamentar es que vayan muy esparcidas en el capítulo respectivo de sus Memorias y no se avengan para una presentación conjunta y ordenada. Lo cierto es que Lamadrid desde el primer momento y según propia confesión, «tomó afición a este joven al verlo tan diligente y resuelto» porque saliendo con él del despacho de Dorrego, y al decirle que se hacía menester un baquiano… «No necesita usted de baquiano —le contestó Rosas—, yo me basto para conducirlo y soy mejor que cuantos puedan darle». Lo llama Lamadrid «el patriota y activo Juan Manuel de Rosas». En él confió desde que empezaron a organizar las fuerzas para la marcha y cuenta que «llegados a una estancia donde le dijo el práctico y diligente Rosas que podían parar ya sin riesgo, dispuso que se aprestara la carne necesaria y nos pasamos tomando mate …». Y al dar noticia de toda la campaña y del ataque a San Nicolás, habla de Rosas en tono de amistosa confianza. Ya en Buenos Aires, después de haber abandonado el ejército de Dorrego antes de Gamonal, y cuando preparaba su elección por la Legislatura, Rodríguez hace llamar a Lamadrid.

«Martín Rodríguez me llamó a su casa —dice el memorialista— y saliendo con él a caballo por el puente de Barracas y habiendo caminado alguna distancia, nos encontramos con el comandante Juan Manuel de Rosas que nos esperaba tendido en el suelo y con su caballo de la rienda; nos bajamos también y nos tendimos igualmente a su lado, y fue entonces que supe el objeto de aquella salida. Iba el señor Rodríguez conmigo porque así lo había exigido el comandante Rosas para obtener de éste la promesa de que trabajaría para que la campaña diese su voto al general Rodríguez para gobernador, o para que lo dieran los diputados de ella en la Junta…».

Ya Martín Rodríguez en el poder, elegido por la Legislatura como consecuencia de la derrota de Dorrego, algunos partidarios del vencido en el Gamonal e integrantes de otras fracciones políticas, levantáronse en armas contra el nuevo gobernador, tomaron la Legislatura y ocuparon militarmente casi toda la ciudad. Rodríguez parecía perdido cuando apareció Rosas con sus Colorados del Monte , más de mil hombres, «perfectamente montados, equipados y sostenidos a su costa», entró en la ciudad y desalojó de sus cantones a todos los revolucionarios. Esta acción militar de Rosas fue muy aplaudida no sólo por sus contemporáneos sino que lo ha sido años después por todos los cronistas de aquellos sucesos. Miguel Zañartu, agente chileno en Buenos Aires desde años atrás, escribió al doctor Tomás Godoy Cruz en 1820 con hipérbole desmesurada: «El denuedo, bizarría y coraje del batallón de Rosas harían honor a las tropas mismas de Napoleón…». Menester es no olvidar que si Rodríguez debió a Rosas el gobierno, ministro de Rodríguez fue don Bernardino Rivadavia, autor de tantas y tan mentadas reformas en el orden provincial, de 1821 a 1824.

Disgustado al parecer Rosas con Rodríguez porque no quiso atender a la solución inmediata de muy serios problemas rurales y prefirió concentrar en la ciudad toda su atención de gobernante, pidió su separación absoluta del servicio y volvió a sus estancias, no sin acompañar antes a Rodríguez en una expedición contra los indios del Sur, hasta la Sierra de la Ventana. El general Lamadrid incluye en sus Memorias una semblanza de Rosas que ha de corresponder a este momento de su vida por cuanto alude a sucesos de la referida expedición. Como hay en la semblanza toques de viva realidad y no pocos detalles sugestivos, la transcribimos como la primera en el tiempo de las muchas que habrán de justificar el título de este libro:

EN EL AÑO 20

Desde sus primeros años ya Rosas empezó a desplegar su carácter dominador y perseverante, en sus mismos establecimientos de campo, pero cubierto de la hipócrita capa del respeto a la propiedad y elevándolo al más alto extremo, y era tan rígido en el cumplimiento de sus mandatos, que tenía arreglado, por punto general, en todos sus establecimientos de campo, que sus órdenes debían ser irrevocablemente cumplidas aun contra él mismo, si las quebrantaba. Todas sus órdenes eran bárbaras y crueles y para que sus domésticos o dependientes supieran hasta qué punto quería que fuesen obligatorias, empezó por hacerlas ejecutar en sí mismo de un modo singular. Había establecido por punto general que nadie saliera al campo sin su lazo a los tientos y las boleadoras a la cintura; que todos los sábados al retirarse del trabajo, todos sus sirvientes o peones depositaran sus cuchillos en poder del capataz de cada uno de sus establecimientos para evitar las desgracias que son consiguientes en los días festivos entre nuestros paisanos del campo (ojalá el sistema de Rosas se observara en todas nuestras ciudades, en esta parte); que nadie pudiera apartar ganado suyo o caballos cuando se hubisen interpolado en las haciendas de los vecinos, sin obtener antes su venia, o pedir al propietario que parara su rodeo para apactar los animales que del suyo se habían entreverado; que nadie corriera avestruces en campo ajeno, ni cazara nutrias, y por consiguiente en el suyo, sin su permiso.

Todos estos mandatos eran, por descontado, muy laudables y merecieron la aprobación de todos los hacendados, y mucho más desde que vieron la rigidez con que éstas sus órdenes eran observadas aun contra él mismo si no las cumplía. Las penas por las infracciones eran: dos horas de cepo del pescuezo, a todo el que se le encontrara con cuchillo el día festivo y cincuenta azotes a pantalón quitado al que saliera sin su lazo al campo o corriera avestruces, etcétera… Pues él sufrió ambas penas, lo primero para enseñar a todos los suyos hasta dónde llevaba el cumplimiento de sus mandatos. En su primera falta por el lazo no quiso el capataz, que era esclavo suyo, aplicar a su amo los cincuenta azotes, sin embargo de haberse él mismo desnudado, bajándose los pantalones y tendídose en el campo y en presencia de todos sus peones para que cumpliera con su deber. El criado tuvo reparo en azotar a su amo y se resistió a cumplir en él la orden. ¡Pues le costó cien azotes bien pegados!

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