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Gilles Kepel - La revancha de Dios

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Gilles Kepel La revancha de Dios
  • Libro:
    La revancha de Dios
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1991
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La revancha de Dios: resumen, descripción y anotación

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Agradecimientos

Las investigaciones que han conducido a este libro no se habrían podido llevar a cabo sin el apoyo del Centre d’études et de recherches internationales, Fondation nationale des sciences politiques, París. El CERI, además de ser un apoyo institucional y financiero, es un ámbito único de intercambio y emulación intelectual: agradezco particularmente a mis colegas del grupo de trabajo «Religión y política», así como a Alain Dieckhoff, Denis Lacorne y Jacques Rupnik, que me facilitaron el acceso a terrenos que no me eran familiares. En los Estados Unidos, me beneficié de la ayuda de la Comisión franco-americana de intercambios universitarios, y sobre todo de la gentileza de James «Hillyer» Piscatori. En Jerusalén, Gilíes d’Humiéres y Emmanuel Sivan no me escatimaron su amistad. Stéphanie Durand-Barracand y Virginie Linhart reunieron la documentación con gran eficacia: trabajar con ellas fue un placer. Y, como de costumbre, Michel D’Hermies fue el primer y más exigente lector del manuscrito.

Quisiera finalmente hacer constar mi reconocimiento a todos los miembros de movimientos cristianos, judíos o musulmanes que me han recibido y permitido realizar esta empresa. Muchos de ellos no estarán de acuerdo con mis conclusiones, y algunos discutirán mis enfoques. Espero, no obstante, haber cumplido honradamente mi tarea y proporcionarles materia para debates futuros.

CAPÍTULO 1
La espada y el Corán

En los países musulmanes de la cuenca mediterránea y sus entornos, los movimientos de reislamización toman cronológicamente el relevo de los grupos marxistas en el cuestionamiento de los valores fundamentales del orden social. Este fenómeno se desarrolla en la década de los setenta, durante la cual estallan violentos conflictos entre los dos movimientos por el control de los espacios estructurales de rebelión: sobre todo los campus universitarios y las periferias de las grandes ciudades, donde se extienden las chabolas y todo tipo de hábitats precarios. Sobre el filo de los ochenta, los marxistas han sido derrotados por doquier, y la década será marco de una esporádica agitación islamista que conoce algunos momentos difíciles; tales como el asalto a la Gran Mezquita de la Meca en 1979, el asesinato de Sadat en octubre de 1981 o la resistencia afgana a la invasión soviética.

No obstante, la toma del poder —objetivo de los grupos de activistas más radicales— sólo se ha materializado en Irán. La violencia de los años ochenta, cristalizada por la guerra Irán-Irak y la contienda civil libanesa, exacerbada por el terrorismo, no ha logrado conmover decisivamente el orden social ni influir decisivamente en las relaciones internacionales en el sentido deseado por los militantes islamistas. A cambio, se ha llevado a cabo una «rampante» reislamización «de base» que afecta a los hábitos y las formas de vida e impregna el tejido social de los países del mundo musulmán. Los sensibles avances de este proceso pueden conducir incluso, como en el caso de Argelia, a la estructuración de una inmensa red de contrapoderes locales que, llegado el día, precipitarán el derrumbe de una dictadura con veinticinco años de antigüedad.

De la rebeldía marxista a la «ruptura» islamista

Si se quiere comprender la tendencia de los movimientos de reislamización en el ocaso del siglo XX hay que volver primero sobre la década de los sesenta y el momento de la euforia independentista.

En casi todas partes el dominio colonial ha cedido el paso a la creación de Estados independientes. Desde Turquía —de donde Ataturk expulsó hace medio siglo a los ejércitos extranjeros— hasta Argelia —abandonada por los franceses a comienzos de la década— son hijos del país quienes constituyen las elites del poder y administran soberanamente los vínculos entre Estado y sociedad. Durante un tiempo, la euforia de la independencia concede a los dirigentes un «estado de gracia» que permite encubrir o minimizar los conflictos sociales. Portadores de la modernidad y el cambio, los equipos gobernantes se benefician de una fuerte legitimidad, nacida de la participación en victoriosos combates contra el poderío colonial, y los nuevos regímenes establecen su simbología en torno a las grandes fechas y los hechos magnos de la guerra liberadora y sus signos augúrales.

Las primeras dificultades serias nacen de la gestión de economías muy pobres en el marco de la explosión demográfica de los años sesenta. De las orillas del Nilo al Sahara, las aclimataciones del modelo soviético de desarrollo propician el surgimiento de embrionarias industrias pesadas que, no obstante, en breve plazo se revelarán incapaces de competir en el mercado mundial y se transformarán en fiascos financieros. Su otra finalidad, ideológica —fabricar una clase obrera en sociedades donde no existía, para ajustar la realidad al esquema marxista—, no se cumplirá con mucho más éxito.

En los países musulmanes que reclaman para sí las leyes del mercado, éstas se ven limitadas por la persistencia de mecanismos feudales y una corrupción a gran escala. Apenas si permiten asegurar el empleo y la vivienda de un número cada vez mayor de jóvenes que el éxodo rural precipita en las periferias urbanas subintegradas. Este aspecto social del Tercer Mundo, que por el grado de miseria que comporta no deja de presentar ciertas semejanzas con la formación del proletariado europeo en el siglo XIX, exacerba las contradicciones entre las elites dirigentes y la población, y empieza a cuestionar el consenso político de los días posteriores a la independencia.

Los primeros que intentan capitalizar el descontento entonces reinante son los grupos de inspiración marxista, aunque en casi ninguna de esas comarcas exista apenas, a fines de los años sesenta, un partido comunista estructurado, poderoso e independiente del régimen, capaz de encabezar un movimiento revolucionario. En los Estados conservadores o «burgueses», donde sus militantes nunca participan en la gestión de los asuntos públicos, los partidos y organizaciones comunistas de diversas tendencias desarrollan su actividad ya clandestinamente, como en Irán o Turquía, ya en la legalidad, como en el Líbano. Sea por su exiguo número de militantes reales o por la represión que les sale al paso, ninguno de estos grupos tienen posibilidades de derribar el régimen en cuestión, pero su visión del mundo alimenta confusamente las aspiraciones de quienes desean cambiar el orden social en profundidad. No existe ningún otro discurso contestatario tan elaborado como el marxista, portador a la vez de una crítica radical del orden existente y de la utopía de una sociedad mejor.

En los países socializantes, los marxistas de la oposición atribuyen los males de la sociedad a la traición de los verdaderos ideales socialistas llevada a cabo por parte de las oligarquías militares gobernantes, a cuyo amparo se han creado «burguesías de Estado» explotadoras y cínicas. Tal el caso del Egipto nasseriano, calificado de «sociedad militar» por Anhuar Abdel Malek y de terreno de una «lucha de clases» por Mahmud Hussein, dos autores representativos de una visión entusiastamente compartida por la intelectualidad revolucionaria y el estudiantado musulmán de la época.

También en los Estados conservadores el dominio ideológico de los campus pertenece a asociaciones estudiantiles, legales o no, donde los militantes marxistas desempeñan un papel preponderante. En Marruecos, Túnez, Turquía o Líbano, a fines de la década de los sesenta se asiste a un auge de grupos izquierdistas que elaboran una crítica de la sociedad y una visión del porvenir que deben sus argumentos esenciales a la adaptación del corpus marxista-leninista.

En la Argelia recién descolonizada, que aún conserva una gran proximidad cultural con Francia, emerge a comienzos de los setenta un izquierdismo estudiantil masivo que, bajo la égida del Partido de la Vanguardia Socialista (de tendencia comunista), se compromete en la promoción de la reforma agraria. En opinión de esta «vanguardia», que tanto dirige su mirada a mayo del 68 como a La Habana o a Pekín, la agitación en favor de la reforma debe llevar la revolución al campo y permitir que el régimen militar «progresista» del coronel Huari Bumedién evolucione hacia el socialismo. Estos jóvenes argelinos piensan y se expresan en francés, el idioma en que están editados los textos marxistas que les sirven de referencia. El árabe escrito les resulta en gran medida extraño. Preocupado por estos excesos, desde mediados de la década el poder les opone la presencia de estudiantes arabizantes que vuelven de Cercano Oriente, donde han tomado contacto con los Hermanos Musulmanes. Una política que, prolongada por la arabización sistemática de Argelia, contribuirá a debilitar los grupos contestatarios declaradamente marxistas y a dar impulso a los movimientos islamistas.

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