© Joaquín Navarro, 2011.
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Prefacio
El tratamiento que se le ha dado al libro es cronológico, como es casi obligatorio en un libro histórico de biografías. El capítulo 1 narra las aventuras y desventuras de Hipatia y Lucrezia Piscopia. Las figuras descollantes del llamado Siglo de las Luces, son objeto de estudio en el capítulo 2. Dos figuras de perfil astronómico, Caroline Herschel y Mary Somerville, han sido elegidas para darle una cierta unidad al capítulo 3, que precede además, de modo lógico, a la era victoriana, tratada en el capítulo 4 y personificada en Ada Lovelace, Florence Nightingale y la más matemática de las tres, Sofia Kovalevskaya, un talento intelectual premonitorio de la gran reina por llegar. Nos referimos, como es natural, a la gran Emmy Noether, que ocupa todo el capítulo 5. Nos hubiera gustado dedicarle más espacio, pero Emmy se movía en alturas de abstracción cercanas al ataúd de Mahoma, suspendido, como es sabido, entre el cielo y la tierra. Explicar, de modo comprensible para todos, los conceptos noetherianos y el por qué de los mismos hubiera sido algo fantástico, pero se hubiera necesitado un libro entero para desarrollar sólo el capítulo 5. Por fortuna, hay muchas monografías dedicadas a Noether, así que quien esté interesado puede acudir a ellas.
El capítulo 6 ya ve aparecer las computadoras en la persona de Grace Hopper, una estadounidense que llegó a contralmirante de la Navy. Y concluye con Julia Robinson, un talento natural que se quedó a pocos centímetros de resolver el décimo problema de Hilbert. Y no se ha seguido por dos razones: la primera, y más importante, que ya no había espacio para más, y la segunda, que llegados al siglo XXI , ni con la mejor voluntad hubiéramos podido hacer entender el contenido científico a un público amplio. Hay algún concepto matemático —sobre todo en el caso de Noether— que si se explica bien es incomprensible para la mayoría, y si es comprensible para la mayoría es que no se ha explicado bien. O mejor dicho, si se entiende bien es porque el narrador elige voluntariamente olvidarse del rigor con el loable fin de que se le entienda, aunque lo que diga esté un tanto escaso de sustancia. Las mujeres matemáticas son, en definitiva, tan incomprensibles como los hombres cuando se dedican a las mismas cosas.
En el trasfondo de este libro existe una cuestión candente que no se trata en él sino de manera tangencial: ¿padecen las mujeres algún tipo de condicionante intelectual que les haga más difícil destacar en matemáticas? Por ejemplo, ¿qué hay de cierto en el aserto de que las mujeres tienen mayores dificultades que los hombres para el razonamiento abstracto? Parece que nada. Los estudios llevados a cabo en amplias muestras de la población escolar han demostrado que la capacidad matemática de uno y otro sexo es pareja. Por tanto, el hecho de que las mujeres destaquen menos en matemáticas que los hombres se debe, casi con toda seguridad, a razones sociológicas.
En el presente libro —y en muchos otros— las mujeres aparecen como los animales en la granja de Orwell: hombres y mujeres son iguales, pero unos son más iguales que otros. Históricamente los hombres son más iguales que las mujeres: las mujeres eran socialmente seres inferiores. Es por ello que las figuras glosadas en el presente volumen son dignas de una admiración todavía mayor que la que despiertan sus logros científicos: no se trata solamente de grandes matemáticas, sino de personas capaces de superar los más arraigados prejuicios.
Horizontes lejanos
Hay otra forma de tentación todavía más peligrosa:
la afección de la curiosidad.
Agustín de Hipona, obispo y santo
Poco es lo que se conoce realmente de las matemáticas más antiguas, pues partes sustanciales de sus escritos se han perdido o son muy difíciles de localizar. Separar la realidad de la ficción no es tarea fácil, en especial porque tratándose de un tema delicado, con implicaciones en nuestro caso sociológicas, existe una tendencia natural a embellecer a las figuras y cuesta bastante ser objetivo. En cualquier caso hay matemáticas cuya aportación y cuya fama están, como en la obra teatral de Dario Fo, por encima de toda sospecha.
HIPATIA DE ALEJANDRÍA ( CA . 370- CA . 415)
El visitante de los museos del Vaticano, ansioso por ver sus tesoros, llega un momento en que se enfrenta, maravillado, con un fresco enorme, de 5×7,7 m: se denomina La escuela de Atenas y lo pintó Rafael Sanzio, más conocido como Rafael a secas; es una de sus obras maestras que corta la respiración por su tamaño y belleza. En este cuadro dedicado a las mayores perlas del pensamiento griego, una representación donde puede identificarse a Platón, Euclides, Arquímedes, Aristóteles, Sócrates, etc., entre esos titanes figura algo distinto, una personalidad que estéticamente liga mal con el resto. Todo son hombres, menos una figura rubia, que aparece medio de espaldas, como si pidiera disculpas por la gran osadía que representa estar entre los mejores, a la altura de los gigantes. Es, en efecto, una mujer, Hipatia de Alejandría. En medio de una asamblea gloriosa e intimidante de filósofos, matemáticos y astrónomos figura Hipatia, mirando directamente al espectador; Hipatia, que era filósofo, matemático y astrónomo, solo que… mujer.
Pocos homenajes se han tributado de la envergadura de éste. Cierto, los astrónomos le han hecho a Hipatia su particular homenaje y decidieron que un cráter de la Luna se llamara Hipatia y que un valle próximo de 180 km se denominara Rimae Hypatia; también le dieron su nombre a un asteroide. Pero aún siendo tal bautizo un homenaje notable, lo de Rafael es un honor para el que no se necesita un atlas estelar, pues está al alcance de todos a través de la gigantesca válvula de resonancia que es el arte.
La escuela de Atenas, de Rafael. Junto a él aparece destacada la imagen de Hipatia de Alejandría, tal como la representó el pintor renacentista.
La trayectoria vital de Hipatia puede ayudar a hacernos entender cómo un científico accede a la inmortalidad de las enciclopedias e incluso al cine, que es mucho más importante en eso de dictar patentes de inmortalidad.
Hipatia pertenecía a una familia de muy buena extracción; su padre, Teón (ca. 335-ca. 405), fue el responsable del museo de Alejandría —mouseion era como se denominaba al Templo de las Musas—, institución de la que dependía la gran biblioteca del Templo de Serapis, heredera empobrecida de la Biblioteca de Alejandría, joya del mundo helénico, la misma que, destruida por una revuelta unos siglos antes, privó al mundo de un contenido inestimable y, seguramente, atrasó bastantes años el progreso humano. En el 391 el arzobispo Teófilo ordenó quemar también el Templo de Serapis.
Teón fue también un notable matemático. La contribución de Hipatia a las actividades paternas parece indiscutible; por ejemplo, aunque Teón no inventó el astrolabio, sí que participó en su desarrollo y perfeccionamiento, y a Hipatia se la relaciona ampliamente con este instrumento. Los comentarios realizados por Teón sobre la obra magna de Ptolomeo (ca. 100-ca. 170), el