Para Matías Uribe, periodista, crítico y sobre todo, amigo.
Un día descubrió la música de Sabina y fue el primero
que anunció el mundo su alegría
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(Nunca he leído un prólogo, por eso he escrito este)
Conciertos de presentación de Alivio de luto
Joaquín Sabina está nervioso como un tigre encerrado. Eufórico a veces.
Preocupado al principio. Han sido cuatro larguísimos y tediosos años de espera. Atrás queda el ictus cerebral que sufrió a finales de agosto de 2001. Queda una depresión criminal que lo ató al oscuro vacío del silencio y la inapetencia.
Sabina publica el 20 de septiembre de 2005, martes, su nuevo disco, Alivio de luto. La compañía discográfica orquesta una gran campaña de promoción a la que se presta Joaquín con un entusiasmo juvenil. Atiende a toda la prensa, graba programas, firma discos.
En cuanto se anuncian las primeras fechas de la gira en pequeños (no tan pequeños) locales, se desata una desconocida pasión por el cantante que roza el fanatismo religioso. Las entradas se tasan entre 40 y 50 euros, un precio elevado para un cantautor, pero se venden en horas. En Zaragoza «desaparecen» dos mil entradas en doce minutos. Muchos compradores (re)venden sus localidades a través de Internet y logran hasta doscientos euros. Se comenta que en Barcelona se han llegado a ofrecer ¡ochocientos euros por una entrada!
¿Qué está sucediendo?
Algo desconocido. Descomunal. Producto de un fanatismo que en los últimos tiempos no ha desatado ningún cantante español. Ni siquiera una estrella pop. ¡Un cantautor provocando el delirio entre sus seguidores!
Serrat no entiende nada.
¿Qué ha sucedido?
Nadie lo sabe. El propio Sabina está asombrado. Cada uno de sus conciertos es un acto litúrgico, una ceremonia religiosa, en la que los acólitos caen postrados ante su dios…
Sí, es exagerado, claro, pero no demasiado.
Lo cierto es que la reaparición de Joaquín Sabina ha provocado un delirio en la música española (y latinoamericana) como no se conocía hace muchos años.
El fan de Sabina ama a Sabina. No es necesario repasar algunos de los foros dedicados al cantautor, para detectar esa pasión. Cartas de chicas jóvenes enviadas a las numerosas webs dedicadas al jienense que muestran un encendido enamoramiento. Misivas de chicos jóvenes que destacan el ejemplo que Joaquín es para sus vidas.
El día en que vi el documental Imagine: John Lennon, donde el beatle asesinado comenta como un locutor aspectos de su vida, contemplamos un pasaje donde un fan se introduce en la mansión del cantante y accede hasta la puerta. La casa de John está vigilada, pero aun así el fan ha podido colarse. El tipo es un joven rubio, de unos 30 años, de aspecto desaliñado, fatigado, con la mirada un tanto turbia. De pronto aparece John en la puerta acompañado de Yoko Ono, y el joven rubio se estremece. Tiene ante sí a su ídolo. John Lennon le pregunta qué busca, qué quiere. El tipo le confiesa que tenía necesidad de conocerlo, de saludarlo, porque las canciones de John le hablan directamente a él. ¡Lennon es su ídolo!
Lennon se asusta ligeramente, se aprecia en el filme. Detecta que el chaval está confuso, y trata de explicarle que uno no debe creerse las canciones al pie de la letra, que los cantantes no son conscientes del contenido exacto de sus palabras, y sobre todo, que un cantautor a menudo no expresa en sus canciones lo que el público cree entender. Añade que sería una carga demasiado pesada tener que atender personalmente los deseos de cada uno de sus fans. Eso desconcierta al chico rubio, creía que John le hablaba directamente a él, y que incluso se alegraría de encontrárselo y charlar como colegas. Lennon está un poco harto de todo esto, se nota en el documental. Pero en un gesto magnánimo le pregunta si ha comido algo. El chico le dice que no. Y John lo hace pasar a su casa y le sienta a su mesa y juntos comparten un almuerzo.
Ese estremecedor documento nos asaltó poco después cuando John Lennon fue asesinado en la puerta del Dakota por Chapman. El asesino, el demente, era fan de John Lennon, y había escuchado una voz interior que no cesaba de repetirle: «Tienes que hacerlo, tienes que hacerlo». Y lo hizo. Le descargó cinco tiros en plena noche y ante la mirada de Yoko.
¿Quién es este tipo?
Todo este pasaje me viene a veces a la memoria cuando contemplo alguno de los foros dedicados a Joaquín Sabina. ¿Que vayan a asesinarlo, quieres decir? ¡Por favor! Nunca. Pero me asusta el grado de fanatismo, la desmesurada obsesión que a veces despierta entre alguno de sus seguidores. ¡Joaquín Sabina es humano, por favor!, me entran ganas de gritar en esos blogs, y no lo hago por pudor.
Creo que el propio Joaquín ha percibido eso. Creo que también a él le confunde un tanto la extremada adulación que a veces provoca su figura, su obra, su presencia, sus palabras, sus canciones. Por eso quiero citar unas declaraciones que hizo, que ponen límite a su trato con los fans:
Hace muchísimos años que huyo como de la peste de esas relaciones malsanas y morbosas con fans. Yo no respondo cartas de fans ni alimento ese tipo de relaciones morbosas, porque me parecen malas para ellos y para mí. No me parece bien que a uno lo tomen como un profeta o un jefe de alguna secta, o un tipo capaz de dar consejos, porque yo dudo todo el tiempo. De hecho quedo muy mal con mis fans porque nunca he contestado una carta. Ni siquiera respondo al teléfono. En la calle, yo soy un tipo sociable, y si me echan un piropo lo agradezco encantado. Pero si quieren vivir mi vida, yo les digo que vivan la suya.
¿Lo hemos entendido?
Y por eso el propósito de este libro: tratar de entender quién es Joaquín Sabina, quién es este tipo.
Averiguar quién es el cantante que provoca todas esas fervorosas muestras de devoción. Descubrir qué sensibilidad, qué talento, qué gracia, qué creatividad, se esconde en la obra de este artista; pero adivinar sobre todo quién es el ser humano conocido por Joaquín Ramón Martínez Sabina, nacido el 12 de febrero de 1949 en Úbeda, Jaén, España.
Conozco a Joaquín desde el año 1978. La primera vez que nos encontramos fue en un concierto mío ofrecido en la Escuela de Ingenieros de Madrid. Vino a escucharme y se acercó a saludarme.
La segunda, en un bar del barrio de la Latina llamado La Mandrágora. Me invitó a cantar un par de veces e incluso tomó la guitarra para acompañarme. Javier Krahe y Alberto Pérez completaban trío en el local. Dormí alguna vez en su casa de la calle Tabernillas y un par de noches nos sorprendió el alba con la guitarra y un vaso de algo, cualquier cosa con fondo de alcohol.
Ya me deslumbró su personalidad.
Pero sobre todo me fascinó su obra. Sus canciones eran nuevas. Eran distintas. Su voz era entonces fina, muy aguda. Su voz no estaba cuidada, pero cantaba mejor que nadie. Sus historias eran desconocidas. Sus relatos eran divertidos. Sus personajes eran delirantes. Su figura era insólita. Su desparpajo era insultante. Su ropa era absurda.
Eran muchas razones como para preguntarse «¿de dónde ha salido este caballero?».
Lo he visto muchas veces y siempre he tenido la sensación de que me adoraba, pero también de que se me escapaba de las manos, de que al día siguiente esa amistad, ese afecto, se enfriarían al marcharse. Así ha sido siempre. Nunca hemos mantenido una relación continuada, estrecha, sencilla, como la he tenido con otros colegas. Hablar con Joaquín era, ya en aquellos momentos, una epopeya.
¿Por qué nos trataba con esa displicencia, con esa distancia?
¿Por qué nunca se ponía al teléfono? Con el tiempo descubrí que mi sensación la padecían otros compañeros, que sufrían también esa desafección, como dicen algunos catalanes.
Nunca comprendí la conducta de este hombre que cuando está a tu lado es el tipo más divertido, el hombre más cariñoso. Sólo cuando está contigo.