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Sinopsis
El contrato social lo conforma todo: nuestras instituciones políticas, nuestros sistemas jurídico-legales y nuestras condiciones materiales, pero también la organización de la familia y la comunidad, nuestro bienestar, nuestras relaciones y nuestras perspectivas vitales. Hoy, sin embargo, ese contrato social sufre un grave y generalizado deterioro.
Los actuales y vertiginosos cambios en los ámbitos de la tecnología, la demografía y el clima reconfigurarán nuestro mundo de un modo que muchos todavía no alcanzamos a vislumbrar. En este trascendental estudio, Minouche Shafik, directora de la London School of Economics, basándose en datos y pruebas recogidos de todo el mundo, identifica los principios clave que todas las sociedades deberán adoptar para hacer frente a los desafíos del siglo venidero, con profundas implicaciones en lo que a la igualdad de género, la educación, la atención sanitaria, el papel de la empresa privada y el futuro del trabajo respecta.
¿Cómo deberían compartirse los riesgos y los recursos en una sociedad, y cómo debería equilibrarse la responsabilidad individual con la colectiva? Libro de brillante lucidez y fácil lectura, Lo que nos debemos unos a otros ofrece nuevas respuestas a esas preguntas inmemoriales y prepara al lector para entender y desempeñar su papel en la urgente y necesaria transformación que nos aguarda.
Lo que nos debemos unos a otros
Un nuevo contrato social
Minouche Shafik
Para Adam, Hanna, Hans-Silas, Maissa, Nora, Olivia y Raffael
Prefacio
«Todo se desmorona; el centro cede [...]. ¿Acaso nos aguarda alguna revelación?»
Esto escribió W. B. Yeats a raíz de los horrores de la Primera Guerra Mundial y cuando su esposa embarazada yacía gravemente enferma por la pandemia de gripe de 1918-1919. En su fórmula original inglesa, la expresión «todo se desmorona» («things fall apart») se citó con mayor frecuencia en 2016 que en ningún otro año anterior.
A lo largo de estos años, he visto cómo muchos de los supuestos y, cada vez más, las instituciones y las normas que configuraban mi mundo se desmoronaban. Pasé veinticinco años trabajando en el campo del desarrollo internacional y fui testigo de primera mano de cómo la campaña para «hacer que la pobreza pasara a la historia» dio como resultado inmensas mejoras en la vida diaria de muchas personas. A los humanos nunca nos había ido tan bien en ese terreno. Y, sin embargo, en muchas partes del mundo, la ciudadanía está decepcionada y eso se ha evidenciado y manifestado en el terreno de la política y en el discurso mediático y público en general. Los crecientes niveles de indignación y preocupación se relacionan con una mayor sensación de inseguridad en las personas y también con la sensación de carecer de los medios o el poder necesarios para definir su futuro. Paralelamente, declina el apoyo al sistema de cooperación internacional presente desde el periodo de posguerra —y en el que yo he desarrollado buena parte de mi carrera profesional— y, en cambio, el nacionalismo y el proteccionismo pasan a un primer plano.
La pandemia mundial de 2020 puso todo esto de marcado relieve. Dejó al descubierto los riesgos a los que están expuestas las personas pobres, las que viven una situación laboral precaria y las que carecen de acceso a la sanidad. Reveló las interdependencias que nos vinculan unos a otros al hacer manifiesto que muchos «trabajadores esenciales» sin los que nuestras sociedades no podrían funcionar eran los peor pagados, o que podríamos sobrevivir sin banqueros ni abogados, pero que los tenderos, los enfermeros y los vigilantes de seguridad tienen un valor inestimable para todos nosotros. La pandemia sacó a relucir lo mucho que dependemos los unos de los otros para nuestra supervivencia, pero también para comportarnos de un modo socialmente responsable.
Los momentos críticos son también momentos de oportunidades. Algunas crisis se saldan con decisiones que cambian la sociedad a mejor: tal fue el caso de las medidas del New Deal, introducidas para contrarrestar los efectos de la Gran Depresión, o el del ordenamiento legal internacional surgido tras la Segunda Guerra Mundial. Otras crisis actúan más bien como un germen de nuevos problemas: así ocurrió con la inadecuada respuesta que se dio a la Primera Guerra Mundial o con la reacción populista suscitada por la crisis financiera de 2008. Todavía está por ver cuál será el impacto de la crisis de la COVID-19. Que desemboque en mejoras o no lo haga dependerá de cuáles sean las ideas alternativas disponibles y de cómo evolucione la política para decantarse por unas u otras.Tras mucho leer, escuchar, pensar y conversar, he llegado a la conclusión de que el concepto de contrato social —las políticas y normas que rigen cómo convivimos en sociedad— es un constructo muy útil para comprender y definir las soluciones alternativas posibles a los desafíos a los que nos enfrentamos.
Muchas de las ideas que, a lo largo de los años, han ido conformando la manera de concebir los contratos sociales en todo el mundo se forjaron en la London School of Economics and Political Science (LSE), donde actualmente ejerzo el cargo de directora. Asociada a ella hay una larga tradición de estudio de la relación entre la economía y la sociedad, iniciada por los fundadores de la Sociedad Fabiana (y de la propia LSE), Beatrice y Sidney Webb. Beatrice dedicó años a recopilar datos en las zonas más pobres de Londres y a observar de primera mano los efectos de las carencias. Siendo ya miembro de la Comisión Real de 1909 sobre las Leyes de Pobreza (Poor Laws) inglesas, redactó el informe de la opinión de la minoría discrepante, que rechazaba la crudeza del sistema de asilos para personas pobres entonces vigente y el enfoque fragmentado con el que se trataba en Gran Bretaña la cuestión de la ayuda a quienes estaban en situación de pobreza. En dicho documento, sostenía que un nuevo contrato social para el Reino Unido serviría para «garantizar un mínimo nacional de vida civilizada [...] abierta a todos por igual, de ambos sexos y de todas las clases, y por tal mínimo entendemos nutrición y educación adecuadas para los niños y jóvenes, un salario suficiente cuando se esté en edad y disposición de trabajar, tratamiento sanitario cuando se esté enfermo, y un mínimo sustento vital asegurado por incapacidad o jubilación».Más de cien años después, esa sigue siendo una aspiración todavía por cumplir en la mayoría de los países del planeta.