La soledad se ha convertido en la condición definitoria del siglo XXI. Daña nuestra salud, nuestra riqueza y nuestra felicidad e incluso amenaza nuestra democracia. Nunca hasta ahora ha sido tan omnipresente o generalizada, pero tampoco nunca hasta ahora hemos tenido tanto a nuestro alcance para poder hacer algo al respecto.
Antes incluso de que la pandemia mundial introdujera el concepto de «distanciamiento social», el tejido de la comunidad se estaba desmoronando y nuestras relaciones personales estaban amenazadas. Y la tecnología no era la única culpable. Igual de culpables son el desmantelamiento de las instituciones cívicas, la reorganización radical del lugar de trabajo, la migración masiva a las ciudades y décadas de políticas neoliberales que han colocado el interés propio por encima del bien colectivo.
No se trata tan solo de una crisis de bienestar mental. La soledad aumenta nuestro riesgo de enfermedades cardíacas, de padecer un cáncer o demencia. Estadísticamente, es tan malo para nuestra salud como fumar quince cigarrillos al día. También representa una crisis económica que nos cuesta miles de millones al año. Y una crisis política, ya que los sentimientos de marginación alimentan la división y el extremismo en todo el mundo. Pero también es, además, una crisis que tenemos el poder de resolver.
Combinando una década de investigación con informes de primera mano, Noreena Hertz nos lleva desde una clase de «cómo leer una cara» en una universidad de la Ivy League hasta trabajadores remotos aislados en Londres durante el cierre; desde «alquilar a un amigo» en Manhattan hasta residentes de un asilo de ancianos tejiendo gorros para sus cuidadores robot en Japón.
Ofreciendo soluciones audaces que van desde una inteligencia artificial compasiva hasta modelos innovadores para la vida urbana y nuevas formas de revitalizar nuestros vecindarios y reconciliar nuestras diferencias, El siglo de la soledad ofrece una visión esperanzadora y empoderante sobre cómo sanar nuestras comunidades fracturadas y restaurar la conexión en nuestras vidas.
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Este es el siglo de la soledad
Acurrucada junto a él, con el pecho pegado a su espalda, la respiración sincronizada y los pies entrelazados. Así hemos dormido durante más de cinco mil noches.
Pero ahora dormimos en habitaciones separadas. Durante el día bailamos el zigzag de los dos metros. Los abrazos, las caricias, los besos —nuestra coreografía cotidiana— ahora están prohibidos, y un «no te acerques a mí» es mi nueva demostración de cariño. Sin parar de toser, dolorida y achacosa, me da muchísimo miedo contagiar a mi marido si me acerco demasiado a él. Así que guardo las distancias.
Estamos a 31 de marzo de 2020 y, al igual que 2.500 millones de personas, lo que viene a ser una tercera parte de la población mundial, mi familia está confinada.
Con tantas personas recluidas en sus casas, condenadas al teletrabajo (si es que tienen un empleo, claro), sin poder visitar a sus familiares y amigos, «distanciadas socialmente», «en cuarentena» y «aisladas motu proprio», era inevitable que aflorasen los sentimientos de soledad y aislamiento.
Al cabo de solo dos días de confinamiento, mi mejor amiga me escribe un mensaje en el que dice: «El aislamiento me está volviendo majareta». Al cuarto día, mi padre, que tiene ochenta y dos años, me wasapea: «Deambulo como una nube solitaria». En todo el mundo, los operadores que atienden los servicios de salud emocional informaron no solo de un aumento exponencial de las llamadas durante los días de confinamiento obligatorio, sino también de que la mayoría de esas llamadas estaban motivadas por el sufrimiento que produce la soledad.
Pero el «siglo de la soledad» no comenzó en el primer trimestre de 2020. Cuando la COVID-19 asestó el primer golpe, la mayoría de nosotros ya nos sentíamos solos, aislados y atomizados la mayor parte del tiempo.
Este libro analiza las razones por las que hemos llegado a sentirnos tan solos, así como las medidas que debemos adoptar para volver a comunicarnos.
L A CHICA DE ROSA
Veinticuatro de septiembre de 2019. Estoy esperando, sentada junto a la ventana y apoyada en una bonita pared rosa.
Suena el móvil. Es Brittany, que se retrasa unos minutos.
«No te preocupes», tecleo. «Has elegido un lugar muy chulo.» Y ciertamente lo es. La estilosa y elegante clientela, con sus modernos portafolios bajo el brazo, da fe del furor que está causando la tetería Cha Cha Matcha en el barrio de NoHo, en Manhattan.
Al cabo de un rato, llega por fin Brittany. Esbelta y atlética, sonríe cuando me localiza entre la gente. «Oye, me encanta tu vestido», dice.
A 40 dólares la hora, no esperaba menos. Pues Brittany es la «amiga» que he alquilado en una empresa que se llama Rent-a-Friend, fundada en Nueva Jersey por Scott Rosenbaum, quien vio el éxito que había tenido esa idea en Japón y ahora cuenta con sucursales en muchas ciudades de todo el mundo y tiene una página web con más de 620.000 amigos platónicos para arrendar.
Aquella no era la salida profesional a la que aspiraba Brittany, de veintitrés años y natural de Florida, cuando fue admitida en la Universidad Brown. Pero, al no encontrar trabajo como experta en ciencias medioambientales, que era lo que había estudiado, y como tenía que devolver los préstamos que había pedido para cursar la carrera, dice que la decisión de ofrecerse para hacer compañía es una cuestión meramente pragmática y que su trabajo emocional no es más que otra manera de ganarse la vida. Cuando no está acompañando a alguien —lo hace unas pocas veces a la semana—, ayuda a nuevas empresas a publicitarse en las redes sociales y ofrece servicios de asistente ejecutiva a través de TaskRabbit.
Antes de encontrarnos, yo estaba bastante nerviosa, pues no sabía si «amiga» era un eufemismo para pareja sexual o si la reconocería por la foto de su perfil. Pero al cabo de unos minutos compruebo aliviada que se trata nada más que de amistad sin derecho a otras cosas. Y, durante las siguientes horas, mientras deambulamos por las calles de Manhattan charlando de #MeToo y de su heroína Ruth Bader Ginsberg, o de nuestros libros preferidos en McNallys, en ocasiones me llego a olvidar de que estoy pagando por la compañía de Brittany. Aunque no es como una amiga de toda la vida, me siento bastante a gusto con ella.