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Fiodor Dostoyewski - El bufón, el burgués y otros ensayos

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Fiodor Dostoyewski El bufón, el burgués y otros ensayos
  • Libro:
    El bufón, el burgués y otros ensayos
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2005
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El bufón, el burgués y otros ensayos: resumen, descripción y anotación

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Fiodor Dostoyewski, 2005

Traducción: E. Barriobero y Herrán

Editor digital: IbnKhaldun

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I El bufón YO CONTEMPLABA AL HOMBRE En su aspecto había algo tan singular que - photo 1

I. El bufón

YO CONTEMPLABA AL HOMBRE. En su aspecto había algo tan singular que con sólo mirarlo se sentía uno tentado de un deseo irresistible de reír, cosa que me ocurrió muchas veces. Otra circunstancia: los ojos minúsculos de aquel hombrecillo vibraban sin cesar en todos los sentidos y él mismo sentía hasta tal punto la influencia magnética de las miradas extrañas que parecía adivinar instantáneamente la atención que se había puesto en él. Se revolvía en seguida y examinaba con inquietud al importuno. Su perpetua movilidad le hacía parecer exactamente una veleta.

Cosa extraña: aparentaba temer las burlas, aunque a las burlas de que era objeto debiese sus más seguros medios de subsistencia, porque era el bufón de todo el mundo. Su ocupación principal era la de recibir papirotazos morales y hasta físicos, según la clase de gentes entre quienes se encontraba.

Los bufones voluntarios nunca excitan la piedad. Yo noté, sin embargo, que este hombre ridículo no era un payaso profesional, sino que, por el contrario, quedaba en él algo de elevado. Su aire de disgusto y el temor perpetuo y enfermizo que lo dominaba podían abogar en favor suyo.

Me parecía que su deseo de mostrarse servicial emanaba de su buena naturaleza y le impulsaba más que los cálculos materiales. Permitía con cierto placer que se burlaran de él y que se le rieran en su propia cara; pero al mismo tiempo —yo lo hubiera jurado— su corazón sangraba ante la idea de que sus oyentes rieran malvadamente, no sólo de lo que él contaba, sino de su persona también, de su corazón, de su cabeza, de su exterior, de su carne y de su sangre.

Estoy persuadido de que en aquellos momentos comprendía todo lo grotesco de su situación; pero la protesta moría en su garganta, aunque siempre la sintiera nacer en sí libremente. Una vez más estoy convencido de que el contraste procedía de un resto de dignidad, de una sensibilidad profunda y discreta y no de la triste perspectiva de verse arrojado a puntapiés y de no poder obtener algún dinero de los espectadores. El personaje, en efecto, pedía constantemente, pedía sin rubor el salario por sus muecas y sus bajezas. Se sentía con derecho para obrar así y sus bufonadas tendían a este fin único.

Pero ¡Dios mío qué peticiones, y qué gesto se creía obligado a poner al dirigirlas! Jamás hubiese yo podido suponer, antes de haberlo visto, que tan pequeño espacio como el de aquella figura arrugada, angulosa, deforme, pudiera ser teatro de tantas muecas diferentes y a la vez de sensaciones tan extrañas, de impresiones tan desesperadas.

La vergüenza, una falsa arrogancia, la cólera con sus súbitos rigores, la timidez, la solicitud del perdón por haber entretenido, la convicción de su propio valor a la vez que de su inutilidad, todo esto pasaba por su rostro en el espacio de un relámpago.

En los seis años que hacía que trataba, bajo la protección divina, de hacerse un hueco en el mundo, no había podido llegar a componer una figura digna de aquellos momentos interesantes en que se negocian los empréstitos. Pero hay que hacer constar que nunca hubiera podido caer demasiado bajo y perderse: su corazón era demasiado caliente y demasiado ágil para esto. Lo diré mejor: a mi juicio era uno de los hombres más nobles y más honrados de la creación. Sólo una pequeña debilidad lo rebajaba: estaba siempre dispuesto a la primera señal a hacer una canalladita de buen grado y sin cálculo, únicamente por causar placer a su prójimo. En resumen, era lo que vulgarmente se llama un botarate.

Lo que había en él de más gracioso, es que vestía como todo el mundo; ni mejor ni peor que los demás, siempre limpio, no sin algún atildamiento y manifestando siempre una decidida tendencia a presentar una marcha sólida y llena de gravedad.

Esta apariencia exterior y al mismo tiempo este temor interno que parecía torturarlo siempre, lo mismo que la necesidad de humillarse de continuo, constituían un contraste que excitaba a la vez la risa y la compasión.

Un rasgo más de su carácter: el bufón tenía su amor propio y siempre que algún peligro le amenazaba, manifestaba alguna grandeza de alma. Era curioso ver cómo sabía contener, aunque fuese a uno de sus protectores, cuando rebasaba los límites permitidos. El caso rara vez se presentaba; pero entonces aprovechaba bien la ocasión para dar una verdadera prueba de heroísmo.

En conclusión: era un mártir en el sentido exacto del vocablo; pero un mártir inútil, y por esto mismo ridículo.

Una vez que surgió una discusión general, vi de pronto a mi gracioso saltar sobre la mesa, gritando para restablecer el silencio y pidiendo la palabra.

—Escuche —me dijo un amigo—, que a veces cuenta cosas muy curiosas. ¿No le interesa?

Hice con la cabeza un signo afirmativo y me mezclé con la multitud.

La vista de aquel señor, vestido decorosamente, que bramaba encima de la mesa, provocó el asombro de unos y la risa de otros.

—¡Yo conozco a Teodoro Nicolaievitch! ¡Yo lo conozco mejor que nadie! —gritaba—. ¡Permítanme que les cuente una historia extraordinaria!…

—¡Cuente! ¡Cuente!

—Escuchen entonces. Ya empiezo, señor. Es una historia muy extraordinaria…

—¡Tanto mejor! ¡Tanto mejor!

—Una historia humorística…

—¡Muy bien! ¡Perfectamente! ¡Vamos al caso!

—Es un episodio de la vida de su humilde servidor…

—¿Por qué dice entonces que es una historia humorística?

—Y un poco trágica…

—¡Ah!

—En resumen, gracias a esta historia, tienen la suerte extraordinaria de poderme escuchar hoy. Sí; gracias a ella me encuentro hoy en su interesante compañía.

—¡Sin trucos!

—Esta historia…

—¡Vamos con la historia! Termine pronto su prólogo. Esta historia, sin duda, va a costarnos algo —insinuó un señor rubio y joven.

Y metiéndose la mano en el bolsillo, sacó de él el portamonedas, simulando sacar el pañuelo.

—Esta historia, mis queridos amigos, impidió la realización de mi matrimonio…

—¡Matrimonio! ¡Una esposa!… ¡Polzounkoff se quería casar!…

—¡Les declaro que me alegraría mucho de ver a la señora Polzounkoff!

—¡Permítanme que les pregunte cuál era el nombre de la dama que hubiera podido ser la señora Polzounkoff! —gritó un hombre joven que trataba de acercarse al narrador.

—He aquí, señores, el primer capítulo de mi historia. Hace de esto seis años; fue en primavera, el treinta y uno de marzo; retengan la fecha; la víspera de…

—Del primero de abril —gritó un hombre pequeño, disgustado.

—Es usted verdaderamente perspicaz. Era por la tarde. Por debajo de la pequeña villa de N… las tinieblas se esparcían, pero la luna tenía las veleidades de mostrarse…; en fin, todo era tan poético como se pudiera desear. Entonces, durante el crepúsculo que se retardaba, salí de mi pequeña habitación después de haber dicho adiós a mi querida abuela, a mi pobre abuelita, que quedaba encerrada. (Permítanme que use esta expresión de moda que acabo de oír a Nicolás Nicolaievitch. Mi abuela, en efecto, estaba completamente encerrada puesto que estaba ciega, sorda, tonta y todo lo que quieran…). Confesaré que yo estaba tembloroso porque me preparaba a abordar un gran asunto. Mi corazón tocaba llamada, como el de un gatito al que una mano huesuda levanta por la piel del cuello.

—Escuche, señor Polzounkoff. ¿Qué es lo que nos va a contar? Al grano si quiere y hable sencillamente.

—A sus órdenes —dijo Polzounkoff, visiblemente disgustado—. Entré en la casa de Teodoro Nicolaievitch, que era para mí un compañero, mejor dicho, un jefe. Me anunciaron y me introdujeron en su gabinete, que todavía estoy viendo. Estaba oscuro, pero trajeron luces. Miro y veo que Teodoro Nicolaievitch entra en la habitación. Los dos permanecimos en las tinieblas. Entonces ocurrió entre nosotros una cosa extraña. Es decir… no… en ello nada había de extraño. Es, sencillamente, como todo lo que ocurre en la vida. Saqué de mi bolsillo un rollo de papeles. Hizo él lo mismo. Pero los papeles suyos eran billetes de banco…

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