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George Gamow - Matepuzzles

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George Gamow Matepuzzles
  • Libro:
    Matepuzzles
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1958
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Matepuzzles: resumen, descripción y anotación

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El gran sultán

DOCE EN UNO El gran sultán Ibn-al-Kuz de Quasiababia estaba sentado en su - photo 1

DOCE EN UNO

El gran sultán Ibn-al-Kuz de Quasiababia estaba sentado en su cámara del tesoro mirando con satisfacción doce grandes bolsas de cuero alineadas a lo largo de la pared. Las bolsas contenían grandes monedas de plata correspondientes a los impuestos recaudados por sus emisarios en las doce provincias que gobernaba. El nombre del emisario de cada provincia particular estaba claramente escrito en su bolsa. Cada moneda pesaba una libra entera, y como todas las bolsas estaban casi llenas, había mucha plata.

De repente, un hombre vestido con harapos fue traído por los guardias y cayó de rodillas ante el sultán.

—Majestad —exclamó el hombre, levantando la mano—. Tengo algo muy importante que deciros.

—Habla, pues —dijo Ibn-al-Kuz.

—Estoy al servicio de uno de vuestros emisarios y quiero denunciar su gran traición y crimen contra vos. Todas las monedas en la bolsa que os envió pesan una onza menos. De hecho, yo era uno de los trabajadores que frotaba las monedas con un paño áspero, extrayendo una onza de plata de cada una de ellas. Como mi amo me maltrataba, he decidido haceros saber la verdad.

—¿Quién es tu amo? —preguntó Ibn-al-Kuz, frunciendo el ceño—. ¡Juro por Alá que mañana será decapitado, y serás ricamente recompensado!

—Él es… —comenzó el hombre.

En ese momento, una daga lanzada por una mano desconocida silbó en el aire, y el hombre cayó muerto con la daga clavada en la espalda.

Podría parecer fácil encontrar cuál de las doce bolsas contenía las monedas de bajo peso, siempre y cuando el sultán poseyera balanzas razonablemente precisas que pudieran distinguir entre las monedas normales de dieciséis onzas y las monedas que solo pesaban quince onzas. De hecho, el sultán tenía tales balanzas, y muy lujosas, por cierto. Las había hecho fabricar a medida por un fabricante de instrumentos de alta calidad de los Estados Unidos de América, y estaban construidas a imitación de las básculas normales que se encuentran prácticamente en todas partes de ese país altamente industrializado. Había una plataforma para pisar y una ranura en la que introducir un centavo, y en lugar de mostrar el peso en un dial, la máquina imprimía un resguardo con el peso exacto en libras y onzas, además del horóscopo, escrito en la parte de atrás. El problema era, sin embargo, que entre todas las monedas que poseía, el sultán Ibn-al-Kuz solo disponía de un penique de cobre americano. Podía poner cualquier surtido de monedas de plata de cualesquiera de las bolsas sobre la plataforma, pero solo podía obtener una respuesta única en el billete impreso con el peso total de ese surtido.

El sultán se quedó sentado reflexionando durante un largo rato. De repente, la solución le vino a la mente. Si todas las monedas de todas las bolsas fueran del mismo peso, las balanzas siempre mostrarían un número de libras en números enteros, sin importar el surtido de monedas que se pusiera en ellas. Sin embargo, si una de las monedas fuera mala, con un peso de tan solo quince onzas, la balanza registraría tantas libras y quince onzas, es decir, la cifra estaría una onza por debajo del entero más cercano. Si dos, tres o más monedas puestas en la báscula fueran malas, la cifra estaría dos, tres o más onzas por debajo del entero más cercano. El sultán se levantó de su asiento e inclinándose sobre las bolsas tomó una moneda de la primera bolsa, dos monedas de la segunda, tres monedas de la tercera, y así sucesivamente, terminando con doce monedas de la duodécima bolsa. Apiló todas estas monedas en la plataforma de la balanza y metió el penique en la ranura. Las escalas mostraban tantas libras y nueve onzas. Así que había siete monedas malas, y tenían que haber salido de la séptima bolsa. El nombre escrito en esa bolsa era Ali-ben-Usur, y la cabeza de Ali rodó a la mañana siguiente.

UN PROBLEMA FAMILIAR

Un día, el gran sultán Ibn-al-Kuz se encontró con un problema realmente desconcertante. El visir supremo insistía en que el sultán aprobara leyes apropiadas para controlar la proporción de hombres y mujeres en la futura población de sus tierras. Argumentaba que, dado que el número de niños varones que nacían era aproximadamente el mismo que el de niñas, cada vez era más difícil para los hombres distinguidos, pero con recursos, mantener harenes de un tamaño decente.

El sultán, aunque creía firmemente en la monogamia, no podía oponerse ni al visir ni a la religión establecida en sus tierras. Durante un rato estuvo cavilando, murmurando incoherentemente sobre secuencias aleatorias. Finalmente, en su rostro se dibujó una sonrisa y le dijo al visir:

—¡La solución al problema es muy sencilla! Emitiré una proclama dando instrucciones a todas las mujeres de mis tierras de que se les permitirá seguir teniendo hijos en tanto que estos sean niñas. Tan pronto como una mujer dé a luz a su primer hijo, se le prohibirá tener más hijos. ¡El castigo por desobedecer esta ley será el destierro!

Sin dejar de sonreír, el sultán continuó:

—Seguramente esto producirá el efecto que deseáis. Bajo esta nueva ley verás mujeres con familias formadas por cuatro niñas y un niño; diez niñas y un niño; tal vez un niño solitario, y así sucesivamente. Obviamente, esto debería aumentar la proporción de mujeres y hombres tanto como uno desee.

El visir, que había estado sentado muy callado mientras el sultán explicaba su propuesta, de repente mostró signos de comprensión y se levantó eufórico. ¡Por fin había doblegado al sultán a su voluntad! Se despidió de él y se apresuró a difundir la noticia de su triunfo personal en la construcción del futuro de las tierras.

El joven príncipe había escuchado por casualidad la discusión y formulación de la nueva ley. Con lágrimas en los ojos, se acercó con resignación a la presencia de su padre y se quejó suplicando:

—Oh, Gran Sultán, ¿no os estaréis sometiendo a los caprichos de ese fanático?

El sultán se rio y ordenó a su hijo que se acercara.

—No me he rendido a esas estúpidas demandas.

—Pero, padre.

—¡Ja, ja! —se rio el sultán—. Deja que te explique el verdadero significado de esta ley que he decretado. En realidad, la ley mantendrá la misma proporción de hombres y mujeres.

—¿Pero cómo, padre? No lo entiendo.


—Piénsalo de la siguiente manera —dijo el sultán—. Supongamos, por simplicidad, que a un mismo tiempo todas las mujeres de estas tierras dan a luz a su primer hijo. Estos primogénitos tendrán una distribución equitativa: la mitad serán niños y la otra mitad niñas. En esta etapa, pues, hemos mantenido la proporción de uno a uno.

»Ahora la ley solo exige que la mitad de las mujeres, esto es, las que tuvieron hijos varones, ya no puedan participar en el segundo turno. La mitad restante de las mujeres dará a luz a una segunda ronda de hijos. En ella habrá de nuevo una distribución equitativa, es decir, el mismo número de niños que de niñas. Por lo tanto, el resultado de la primera y la segunda ronda juntas todavía mantiene una proporción de uno a uno entre bebés niños y bebés niñas.

»Una vez más, la mitad de las mujeres del segundo turno, esto es, las mujeres que han dado a luz niños, dejan de tener derecho a continuar. Las mujeres que han tenido niñas continúan en la tercera ronda. Aquí también, la mitad de los nacimientos serían de niños y la otra mitad de niñas.

»Así que, como ves, la proporción se mantiene. Dado que en cualquier ronda de partos la proporción de niños y niñas es de uno a uno, se deduce que cuando se suman los resultados de todas las rondas, la proporción sigue siendo de uno a uno en todo momento.

CUARENTA ESPOSAS INFIELES

El gran sultán Ibn-al-Kuz estaba muy preocupado por el gran número de esposas infieles entre la población de su capital. Había cuarenta mujeres que engañaban abiertamente a sus maridos, pero, como sucede a menudo, a pesar de que todos estos casos eran de dominio público, los maridos en cuestión ignoraban el comportamiento de sus esposas. Con el fin de castigar a las malas mujeres, el sultán emitió una proclama que permitía a los maridos de esposas infieles matarlas, siempre y cuando estuvieran completamente seguros de la infidelidad. La proclama no mencionaba ni el número ni los nombres de las esposas infieles; se limitaba a asegurar que en la ciudad existían tales casos e instigaba a los maridos a que tomaran cartas en el asunto. Sin embargo, para gran sorpresa de todo el cuerpo legislativo y de la policía de la ciudad, no se informó de ninguna esposa asesinada ni el día de la proclamación, ni en los días siguientes. De hecho, un mes entero transcurrió sin ningún resultado, y daba la impresión de que los engañados maridos no tenían ningún interés en lavar su honor.

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