AHORA ME RINDO Y ESO ES TODO
ÁLVARO ENRIGUE
ANAGRAMA
Narrativas hispánicas
Edición en formato digital: septiembre de 2018
© Álvaro Enrigue, 2018
© EDITORIAL ANAGRAMA, S.A., 2018
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona
ISBN: 978-84-339-3983-8
Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L.
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A Valeria,
Maia, Dylan y Miquel
Esta gigantesca derrota de la libertad a manos de la geometría.
JOSÉ REVUELTAS
LIBRO I
JANOS, 1836
Al principio las cosas aparecen. La escritura es un gesto desafiante al que ya nos acostumbramos: donde no había nada, alguien pone algo y los demás lo vemos. Por ejemplo la pradera: un territorio interminable de pastos altos. No hay árboles: los mata el viento, la molicie del verano, las nieves turbulentas del invierno. En el centro del llano, hay que poner a unos misioneros españoles y un templo, luego unos colonos, un pueblo de cuatro calles. Alguien pensó que ese pueblo era algo y le puso un nombre: Janos. Tal vez porque tenía dos caras. Una miraba al imperio español desde uno de sus bordes, el lugar donde empezaba a borrarse. La otra miraba al desierto y sus órganos: Apachería.
En algún momento el sitio resultó estratégico: tenía pozos artesianos. Mandaron unos soldados, construyeron un presidio para amedrentar a los habitantes originales del terreno y darles una sensación de seguridad productiva a los colonos que ya habían dejado de ser españoles y ahora eran criollos, negros, keraleses, lombardos, chinos, irlandeses. Llegaban pocas migrantes, así que se casaban con indias, sus hijos ya eran otra cosa: chihuahuenses, mexicanos, sabrá Dios. Luego otro sintió que debería medrar con el trabajo de los ganaderos, los comerciantes, el panadero y la maestra y puso una alcaldía que aunque estaba en el centro parecía que había quedado afuera solo porque Janos era tan chico que no tenía periferia. O sí tenía periferia, pero ni contaba ni se recuerda: eran pueblos de indios, se les llamaba goteras, a veces rancherías.
En la zona estaban habitadas por grupos pacíficos de janeros, conchos, ópatas esporádicos de la sierra. Se les llamaba indios de razón porque dejaron de ser nómadas y se integraron al ciclo productivo europeo. Más allá de las casas de los criollos y mestizos de los pueblos de Chihuahua, Sonora, Nuevo México, más allá todavía de las goteras que nutrían y se nutrían de esas villas, estaban los indios de guerra: sobre todo apaches, rarámuris y yaquis —enemigos acérrimos entre sí—, cuyos conflictos intestinos habían permitido el relativo desarrollo de las colonias. Habían sido ellos quienes habían expulsado de la zona a los comanches, brutales señores inmemoriales del desierto, ahora concentrados más allá del Paso del Norte.
Janos todavía existe, con su templo y su alcaldía, pero sin goteras. Esa guerra, la guerra contra todos los apaches, sí la ganamos, aunque preferimos no recordarla porque nos da vergüenza. Janos está hoy en Chihuahua, México.
Esta historia empieza en las praderas que agobian al pueblo. Un lugar al que llega tan poca gente que todavía hay bisontes americanos. Hay que poner las montañas azules en la distancia remota, los muros de piedras sin cemento separando ranchos de vacas que cada tantos años se mueren de sed porque hubo sequía. Hay que poner las serpientes de cascabel, las cabras cimarronas, los coyameles, las codornices, los escorpiones amarillos del tamaño de una mano de niño, los coyotes, todos cobijados por el chaparral de juníperos y acacias, las yucas despuntando de vez en cuando, desgreñadas. En ese valle tan recio, de pronto una vereda y la espalda de una mujer que corre, una mujer de hierro, vestida de punta en negro. Mira hacia atrás.
Sin dejar de correr, Camila se abre el peto del vestido negro, se saca los brazos de las mangas, se arranca el listón y deja que el traje de una pieza se le resbale mientras avanza a trancos de yegua. Se tropieza, pero no se cae, sigue corriendo. Se siente bajo el fondo el corpiño de algodón que por fortuna no almidonaba. Lo desata trajinándose la espalda sin bajar el paso. Se descorre los tirantes del fondo y se saca el corsé por la cabeza sin quedar desnuda, lo deja pendiente de un arbusto, se acomoda de nuevo los listones sobre los hombros. Sigue corriendo. Debajo solo tiene unas enaguas pardas, que se disuelven mejor en el color quemado de la vegetación, tan tiesa en el otoño. Corre. Pierde un tiempo valioso cuando se acuclilla para quitarse los botines, pero con las piernas liberadas y los pies descalzos puede ir más rápido. Las enaguas se le pegan a las nalgas: se hizo pipí de miedo. Corre otra vez, la quijada tensa, el cuello tenso, los hombros una tabla. Piensa que vestida solo en fondos se puede ocultar mejor entre las matas si se hace bolita y se queda quieta. Pero todavía puede correr un poco más, escapar, salvarse, como había hecho tantas veces.
El teniente coronel José María Zuloaga era un hombre del monte, así que le encantó recibir las órdenes que lo ponían a recorrer sin reparo ni límite de tiempo los peladeros que adoraba. Nada más recibir la carta que le llegaba desde la capital del estado se puso su chaqueta con flecos de huellero comanche, su cinturón con dos pistolas y cartucheras, su fedora de alas curvas y cerró su comandancia polvosa, solitaria y en realidad inútil para hacerse a recolectar irregulares con ganas de salir en una expedición serrana.
Ir en la persecución de un grupo de apaches era idéntico a salir de caza: una oportunidad para enloquecer por los llanos con los amigos, barnizada de alta responsabilidad civil en defensa de la joven patria. Ya estaba por montarse en su caballo, un alazán presumido y resistente como él, cuando volvió a la oficina, dobló la carta y se la metió en la bolsa del pecho de la camisa de franela gris para mostrársela a su mujer, como prueba de que se iba por órdenes superiores.
Se quitó la sonrisa de gloria que traía puesta y fue ensayando caras de congoja para quebrar las noticias: como todas las chihuahuenses, su esposa tenía un carácter de la chingada. En la única fotografía en que aparecen juntos, está claro que ambos eran guapos y fieros, él con el pelo incontrolable de los que la pasan bien en cualquier circunstancia, sentado unos centímetros detrás de ella, que aparece de pie: mantilla oscura, traje negro, severo, guantes impecables y una cara de impaciente que no podía con ella.
Los hombres que Zuloaga solía juntar en sus expediciones eran como él, no soldados de casaca y kepí como los que se habían ido a defender la alta California de una rumorada invasión del Zar de todas las Rusias, sino rancheros con pantalones gruesos de algodón, sombrero alado, botas terminadas en punta —esquineras, las llamaban: el filo una herramienta fundamental en el manejo del lazo—. Todos eran dueños de sus fusiles, sus balas y sus caballos. Se enlistaban a cambio de un salario nominal que sabían que nunca les iba a llegar. Sus expediciones para punir apaches solían ser largas, casi siempre estupendas. Seguir esas huellas era ingresar a territorios escarpados con poco peligro: salvo en los casos excepcionales en que los indios se descuidaban, las fuerzas irregulares nunca los podían encontrar. A veces tenían una escaramuza, baleaban a una mujer, un niño, rescataban a algún cautivo que los apaches dejaban atrás para distraerlos. Cuando regresaban a los pueblos los periódicos los llamaban, en lugar de «irregulares» o «rurales» —como se decía en el centro del país—, «nacionales», un epíteto que les llenaba la boca.
Zuloaga tuvo el mejor expediente de su generación combatiendo contra los apaches tal vez solo porque su interés de cazador lo distanciaba del tópico tan vulgar de la justicia: no entendía su oficio como el de un vengador de la entelequia rapaz que es el Estado, sino como un juego.