Preparativos secretos en Salalah
Al año siguiente vuelvo a Salalah y llevo a cabo los preparativos para cruzar el Territorio Vacío con la ayuda de los rashid. Reúno un grupo de bait kathir para que me acompañe hasta Mughshin.
No me sentía inclinado a volver a Inglaterra. En vez de hacerlo, decidí ir a Yidda a hacerle una visita a la unidad antilangosta, cuya sede estaba en las afueras de la ciudad, y viajar a continuación por los montes Heyaz: hacía años que deseaba conocer este pequeño rincón de Arabia.
Viajé por aquellos parajes durante tres meses, recorriendo mil quinientos kilómetros, parte en camello y parte en burro, acompañado de un muchacho sharifi del wadi al Ahsaba. Juntos deambulamos por el Tihama, la ardiente llanura costera que se extiende entre el Mar Rojo y las montañas, atravesando aldeas de chozas con paredes de ramas entretejidas y cubiertas de barro que recordaban a las de África. Los lugareños eran de una belleza insólita, y de trato agradablemente fácil e informal. Les vimos danzar a la luz de la luna, con taparrabos ceñidos a la cintura y cenefas de hierbas aromáticas alrededor de los sueltos cabellos, al ritmo creciente de los tambores en los festivales anuales en que los jóvenes eran circuncidados. Nos alojamos con los bani hilal, desposeídos descendientes de la más famosa de las tribus árabes, en sus chozas de jarapas de los campos de lava cerca de Birk, y con los semidesnudos qahtan, portadores del nombre de aquel antepasado que dio origen a la raza árabe, y que habitan hoy en las gargantas del wadi Baish. Acudimos a mercados semanales que surgen al amanecer en valles remotos de las montañas, o que por un día llenan las calles de alguna pequeña aldea, Vimos pueblos muy variados, Taif, Abha, Sabyia y Jizan; escalamos escarpa. dos pasos, donde los babuinos nos lanzaban sus ladridos desde los desfiladeros, y los quebrantahuesos salían volando sobre las brumosas profundidades que yacían a nuestros pies, y descansamos junto a fríos arroyos en bosques de juníperos y olivos silvestres. A veces pasábamos la noche en un castillo con un amir, a veces en una choza de barro con un esclavo, y en todas partes éramos bien recibidos. Comíamos bien y dormíamos mejor, pero yo pensaba sin cesar en el desierto que había dejado, y recordaba a bin al Kamam, bin Kabina, Sultan y Musallim.
Volví finalmente a Londres, preguntándome inquieto si conseguiría persuadir al Centro de Investigación de la Langosta para que volviera a enviarme al Territorio Vacío. Sabía que mi último viaje había costado muchísimo dinero. ¿Opinaría el doctor Uvarov que valía la pena otro viaje? En caso contrario ¿cómo iba yo a volver?
En cuanto llegué a Londres fui a verle al Museo de Historia Natural y, sobre uno de los mapas que cubrían las paredes de su oficina, le mostré dónde había estado. Contestando a sus preguntas, le aseguré que las riadas procedentes de las montañas costeras raramente alcanzaban el borde del desierto del sur. Señaló las montañas de Omán y preguntó:
— ¿ Cree usted que las riadas que parten de aquí alcanzan la arena del desierto?
Esa era mi oportunidad, y contesté:
—No tengo ni idea, pero iré y lo averiguaré.
—Ojalá pudiera—dijo con pesar el doctor Uvarov—, pero el problema es que ya le hemos solicitado el permiso al sultán, y no quiere ni oír hablar de ello. Su negativa fue categórica. Estoy seguro de que no serviría de nada volver a pedírselo.
—Pídale al cónsul de Mascate—sugerí entonces—, que me consiga autorización para ir a Mughshin, y deje el resto en mis manos, pero por amor de Dios, no mencione Omán, ni ningún otro lugar salvo Mughshin.
Finalmente el doctor Uvarov dio su conformidad y salí de su despacho pensando con alborozo: «Ahora podré cruzar el Territorio Vacío». Pero estaba resuelto a no decir palabra sobre mis planes. No quería que ningún periodista se enterara del asunto y escribiera un artículo que pudiera aparecer por Mascate e impedir mi viaje.
Sabía que el sultán reivindicaba que Mughshin y las arenas de Ghanim que venían a continuación en dirección norte le pertenecían; pero al norte de Ghanim estaba el Territorio Vacío, sobre el que no reclamaba ningún tipo de propiedad. Nominalmente era el sultán de Mascate y Omán, pero de hecho el interior de Omán no estaba bajo su control. Lo gobernaba un dirigente religioso llamado imán, que le era hostil y se oponía fanáticamente a todos los europeos. Me daba cuenta, por todo ello, de que Omán se ría el lugar adonde el sultán estaría menos dispuesto a dejarme viajar.
Volví a Salalah el 16 de octubre de 1946. Me había propuesto cruzar el Territorio Vacío desde Mughshin hasta la Costa Trucia y volver a Salalah a través de las estepas pedregosas que quedaban a espaldas de Omán, pero me daba cuenta de que si el wali llegaba a sospechar cuáles eran mis intenciones prohibiría a mis acompañantes que me llevaran más allá de Mughshin. Todo lo más que podía hacer era organizar los preparativos como si éste fuera el límite de mi viaje, y confiar en que cuando llegara allí sería capaz de convencer a algunos de los bedu para que cruzasen las Arenas conmigo. Acordé por tanto con el wali que me acompañaría el mismo número de bait khatir que el año anterior.
Los bait khatir viven en las montañas y en las llanuras pedregosas que se extienden al sur del Territorio Vacío. Sólo un sector de la tribu, los bait musan, se aventura alguna vez a entrar en las Arenas, y ni siquiera ellos conocen más que los alrededores de Ghanim. Bertram Thomas había realizado un primer intento de cruzar el Territorio Vacío con bait kathir y se había visto obligado a regresar tras un corto trayecto. Sabía que si quería atravesar el desierto tenía que procurarme a los rashid.
Un día, mientras compraba ropas en el mercado, me encontré con un joven rashid, de nombre Amair, que había estado conmigo el año anterior. Hasta ese momento no había visto a ninguno en la ciudad y me preguntaba qué podía hacer para ponerme en contacto con ellos. Sabía que los bait khatir, por celos, no estarían muy dispuestos a ayudarme. Después de saludar a Amair, le llevé aparte y le pedí que fuera a buscar a bin al Kamam, bin Kabina y dos rashid más que le nombré. Le prometí que le llevaría conmigo si me encontraba a las personas que quería. Me precisó que bin Kabina se hallaba en Habarut, a cuatro días de viaje, y creía que bin al Kamam había ido a Yemen para negociar una tregua entre los rashid y los dahm. Convinimos en que iría a buscar a bin Kabina y se encontraría conmigo en Shisur al cabo de diez días. Ahora estaba seguro de que me encontraría con más rashid de los que necesitaba, como en efecto sucedió.
Mientras hablaba con Amair, uno de los esclavos del wali se acercó y me dijo con malos modos que me estaba prohibido hablar con desconocidos. Le contesté que Amair no lo era y que se ocupara de sus asuntos. Se alejó refunfuñando. Los esclavos que pertenecen a hombres de importancia son con frecuencia despóticos y maleducados, y se aprovechan de la posición de sus señores. Los árabes tienen pocos prejuicios, si es que tienen alguno, respecto al color de la piel: socialmente tratan a un esclavo, por negro que sea, como a uno de los suyos. En cierta ocasión, me hallaba yo en el Heyaz sentado en el salón de audiencias de un amir que era pariente de Ibn Saud, cuando un anciano negro ricamente ataviado que pertenecía al rey hizo su entrada en la habitación. Tras alzarse para darle la bienvenida, el amir sentó a este esclavo a su lado, y durante la cena le sirvió con sus propias manos. Los gobernantes árabes encumbran a los esclavos a posiciones de gran poder, y a menudo confían en ellos más que en sus propios parientes.
Partí de Salalah la tarde del 25 de octubre con los veinticuatro bait khatir que iban a acompañarme. Casi todos ellos habían estado conmigo el año anterior. El viejo Tamtaim estaba allí, y me dijo orgulloso que su mujer acababa de dar a luz a un niño. Recordé la vez en que, tras una larga marcha, había representado una danza guerrera al bajar de su camello para demostrar que por lo menos estaba tan fresco como siempre. Recordé también que en cierta ocasión se había dormido sobre el camello y se había caído del mismo, y lo aliviado que me sentí cuando se puso de pie con la vergüenza en el rostro, pero indemne. Estaba contento de que se hallara ahora a mi lado, sus consejos serían de gran utilidad y mantendría el grupo unido mientras yo estuviera fuera, porque me había propuesto cruzar las Arenas con sólo unos cuantos árabes. Sultan también estaba allí. Yo sabía que en última instancia la decisión de cruzar o no las Arenas estaría en sus manos, y confiaba en que me apoyaría. El año anterior había sido de un valor incalculable para mí, y ahora estaba seguro de que adivinaba mis propósitos, porque cuando hice un comentario sobre el mal aspecto que presentaban los camellos, dijo: