JOHN HUSTON , trabajó para casi todos los grandes estudios, dirigiendo grandes películas como El tesoro de sierra madre, La jungla de asfalto, La reina de África, o Dublineses. También escribió los guiones de varios grandes clásicos, como El halcón Maltés o El hombre que pudo reinar.
Recibió dos Óscar y estuvo nominado quince veces.
Capítulo 1
Durante la mayor parte de los últimos cinco años, he estado viviendo en Puerto Vallarta, Jalisco (México). Cuando llegué aquí por primera vez, hace casi treinta años, Vallarta era un pueblo de pescadores de unas dos mil almas. Sólo había una carretera que lo comunicaba con el resto del mundo, y ésta era intransitable durante la estación de las lluvias. Llegué en una pequeña avioneta, y tuvimos que espantar al ganado de un campo en las afueras del pueblo para poder aterrizar. Había un taxi y un hotel, el Paraíso, que hospedaba a los marineros, arrieros y vendedores ambulantes. Lo mejor era tener una habitación en el piso superior; el Paraíso tenía un retrete en cada planta y todos rebosaban.
En los años siguientes volví a Vallarta varias veces. Una de estas veces fue en 1963, para rodar La noche de la iguana. Fue a causa de esta película por lo que el mundo oyó hablar de este lugar por primera vez. Visitantes y turistas vinieron a montones. Antes de La noche de la iguana la población era de unas 2500 personas. Después de la película, creció prodigiosamente y en la actualidad ronda las 80 000. Hoy día brotan hoteles y edificios de apartamentos, desnudos como setas, surgiendo de la exuberante selva verde.
Ahora estoy viviendo en Las Caletas, donde he alquilado unos 6000 metros cuadrados de terreno a la comunidad india de Chacala; el gobierno mexicano ha cedido a estos indios una larga franja de litoral y una extensa región interior. Para llegar a donde yo vivo tienes que recorrer en coche unos veinticinco kilómetros hacia el sur de Puerto Vallarta, hasta una pequeña aldea de pescadores llamada Boca de Tomatlán, donde la carretera se aparta de la costa y se adentra en las montañas. En Boca tienes que coger una panga (un bote de fibra de vidrio con motor fueraborda) y navegar hacia el sur unos treinta minutos hasta Las Caletas.
Tengo arrendada la finca por diez años, con una opción por otros diez. Después, la tierra y lo que construya sobre ella volverán a manos de los indios. No me importa demasiado lo que ocurra dentro de veinte años.
Las Caletas es mi tercer hogar. El primero estaba en el valle de San Fernando, a las afueras de Los Ángeles. El segundo fue St. Clerans, en el Condado de Galway, en Irlanda. Me atrevería a decir que Las Caletas será el último. No hay carreteras para llegar allí, y es improbable que llegue a haberlas; el pueblo más próximo está a hora y media de camino a través de la jungla. Las Caletas tiene el mar de frente y la jungla a su espalda, y por esta razón uno puede pensar que se trata de una isla. Está asentada dentro de los límites de una inmensa bahía, la Bahía de Banderas. Soplan los huracanes del Norte y del Sur. Han hecho estragos en Mazatlán y Manzanillo, pero las montañas circundantes desvían las grandes tormentas de Bahía de Banderas. Provocan grandes olas pero nunca nos azotan los fuertes vientos.
Las Caletas se compone de seis viviendas en diferentes niveles. Más que casas son refugios, donde no hay habitaciones de verdad, aparte de la despensa. Una pared circunstancial sirve para dar algo de intimidad. Estamos protegidos por lonas del viento y de la intemperie.
Gladys Hill, mi veterana secretaria, vive aquí. También una chica mexicana de unos veintitantos años, Maricela, que es lo único que conservé de mi último matrimonio. Maricela lo maneja todo, incluyéndome a mí. Las Caletas no existiría sin ella.
Aquí la vida se hace al aire libre. Por la noche los animales salvajes bajan a inspeccionar los cambios que he hecho en sus dominios: coatíes, zarigüeyas, ciervos, jabalíes, ocelotes, boas, jaguares. Encontramos sus huellas y pisadas por las mañanas. Bandadas de frenéticos papagayos vienen volando al alba, y parlotean sin parar. Suben, bajan, hacen piruetas como un solo pájaro, se posan en la copa de los árboles, parloteando. Despegan, dan una vuelta rápida o dos y desaparecen… parloteando.
Después de la salida del sol la selva se tranquiliza, pero en el mar siempre sucede algo. Hileras de pelícanos rastrean las olas, gaviotas y otros pájaros marinos se lanzan en picado cuando la superficie de la bahía hierve y bulle de sardinas o bancos de otros peces pequeños. Hay una manta raya que actúa regularmente a unos cincuenta metros de la orilla. Siempre salta dos veces. La primera vez es para llamar la atención. Después lanza sus mil quinientos kilos de peso tan alto fuera del agua, que puedes ver las pintas que tiene en su vientre blanco. Ballenas grises, ballenas jorobadas, orcas y marsopas surcan las aguas del litoral. Estamos intentando llevar un control de las ballenas grises, ya que éste es el lugar más al sur en el que se las ha visto nunca.
Los inviernos aquí tienen una claridad deslumbrante. Durante nueve meses casi no llueve. Para la primavera los verdes de la jungla se han tornado en un oliva pardusco. A finales de junio las nubes empiezan a acumularse. Van engordando y descendiendo hasta que se sitúan a media altura en las laderas de las montañas. La atmósfera se hace cada vez más pesada. Entonces, un día los cielos se abren y la lluvia cae torrencialmente. Instantáneamente hay explosiones de color en toda la jungla: orquídeas, aves del paraíso y toda clase de flores. Y cada noche hay un despliegue de aparato eléctrico por encima del mar, iluminando el horizonte como si fuese una impresionante batalla de artillería entre dos mundos.
Ahora que tengo una cierta edad, estoy siguiendo un viejo dicho irlandés acerca de vivir junto al mar: «Cicatriza viejas heridas. Reaviva el espíritu. Estimula las pasiones de la mente y del cuerpo y, sin embargo, da tranquilidad al alma».
Estoy contento de haber llegado a este momento de la eternidad, pero por mi vida que no sé cómo lo he conseguido. He perdido el curso de los años. Me resulta increíble tener setenta y tres años, pero, enfrentado a la evidencia contenida en este libro, tengo que aceptar el hecho. Era habitual que yo fuera el más joven dentro de un grupo. Ahora, de repente, soy el más viejo.
He vivido muchas vidas. Tengo tendencia a envidiar al hombre que ha protagonizado sólo una, con un solo trabajo, una sola esposa, en un solo país, bajo un solo Dios. Puede que no sea una existencia excitante, pero al menos cuando tiene setenta y tres años, él sabe que los tiene.
He perdido muchos amigos, pero unos cuantos están todavía vivos y coleando: Willy, Paul, Hank, Billy, Peter, Giacomo, Sam y otro Sam. Más mujeres han sobrevivido, pero es que todas son más jóvenes que los hombres: Suzanne, Marietta, Lillian, Olivia, Maka, Cherokee, Irene, Liz, Dorothy, Leslie, Annie, Betty y Gladys. Cuento estos nombres como un pirata cuenta sus trofeos al final de un largo viaje.
Mi vida se compone de episodios fortuitos, tangenciales y dispares. Cinco esposas: muchos enredos, algunos más memorables que los matrimonios. La caza. Las apuestas. Los pura raza. Pintar, coleccionar, boxear. Escribir, dirigir e interpretar más de sesenta películas. Desisto de encontrar cualquier continuidad en mi trabajo de una película a otra; lo destacable es precisamente lo diferentes que son las películas entre sí. Tampoco puedo encontrar un ápice de coherencia en mis matrimonios. Ninguna de mis esposas ha sido ni remotamente parecida a las otras… y ciertamente ninguna de ellas se parecía a mi madre. Forman un grupo heterogéneo: una colegiala; una dama; una actriz de cine; una bailarina y un cocodrilo.