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Ernest Hemingway - Las verdes colinas de África

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Ernest Hemingway Las verdes colinas de África

Las verdes colinas de África: resumen, descripción y anotación

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Además de uno de los grandes narradores del siglo XX, Hemingway fue también un extraordinario cronista. «Las verdes colinas de África» es una obra maestra del reportaje donde Hemingway cuenta la estancia de un mes (diciembre de 1933) en África, dedicado a una de sus grandes pasiones: la caza mayor. La luz africana, el paisaje febril, la excitación y la tensión que produce la cinegética se convierten para Hemingway en motivos de reflexión que van mucho más allá del safari y la simple narración turística. Como siempre, Hemingway logra elevar la anécdota a la categoría de mito, explorar la condición del hombre a través de sus instintos más primarios y, en definitiva, indagar en torno a la eterna cuestión de la muerte, el deseo y la supervivencia.

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Las verdes colinas de África — leer online gratis el libro completo

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Luz

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ACECHO RECORDADO
EL ACECHO COMO FELICIDAD
ACECHO Y FRACASO
ACECHO Y CONVERSACIÓN

A Phillip Charles Sully

CUARTA PARTE
CAPÍTULO PRIMERO

E STÁBAMOS sentados en el puesto de acecho que habían construido los cazadores wanderobo con troncos y ramas al borde del lamedero cuando oímos llegar el camión. Al principio estaba lejos y nadie podía decir qué ruido era aquél. Luego se detuvo y pensamos que no había sido nada, o acaso el viento. Después comenzó a acercarse lentamente, más alto e inconfundible a cada momento, en una serie de agónicas e irregulares explosiones, hasta que pasó muy cerca por detrás de nosotros y siguió carretera arriba. El más teatral de los dos rastreadores se puso en pie.

—Se acabó —dijo.

Me llevé la mano a la boca y le hice una seña para que se agachara.

—Se acabó —dijo otra vez, y estiró los brazos todo lo que pudo. Nunca me había gustado y entonces me gustó menos.

—Después —susurré. M’Cola denegó con la cabeza. Contemplé su cráneo negro y calvo en el momento en que ladeaba un poco la cabeza, y pude observar los delgados pelos de su bigote chino en los extremos de su boca.

—Es inútil —dijo—. Hapana m’uzuri.

—Espera un poco —le dije. Inclinó de nuevo la cabeza de modo que no sobresaliera por encima de las ramas secas y permanecimos sentados allí en el polvo del hoyo hasta que oscureció tanto que no podía ver el punto de mira de mi rifle; pero no ocurrió nada más. El rastreador teatral estaba impaciente e inquieto. Un poco antes de que se fuera la última luz susurró a M’Cola que estaba demasiado oscuro para disparar.

—¡Cállate de una vez! —respondió M’Cola—. El B’wana puede disparar aunque tú no veas nada.

El otro rastreador, el educado, dio otra muestra de su educación escribiendo su nombre, Abdullah, en la piel negra de su pierna con una ramita aguda. Contemplé la escena con admiración y M’Cola observó la palabra sin la menor expresión en el rostro. Tras unos momentos el rastreador borró el nombre rascándolo.

Finalmente apunté por última vez contra lo que quedaba de luz y comprobé que era inútil, a pesar de la gran abertura.

M’Cola me observaba.

—Sí —asintió él en swahili—. ¿Vamos al campamento?

—Sí.

Nos levantamos y nos abrimos paso a través del acechadero y los árboles, andando sobre la arcilla arenosa, tanteando nuestro rumbo entre los árboles y las ramas hasta llegar a la carretera. A cosa de una milla de allí estaba el coche. Al llegar junto a él, Kamau, el conductor, encendió los faros.

El camión lo había estropeado todo. Aquella tarde habíamos dejado el coche en la carretera y nos habíamos dirigido al lamedero con mucho cuidado. Había llovido un poco el día anterior, aunque no lo suficiente para inundar el lamedero, que no era más que un claro entre los árboles, un trozo de tierra abierta y pisoteada, llena de hoyos, donde los animales habían lamido la superficie sucia en busca de sal. Habíamos visto allí huellas frescas, largas y acorazonadas, de cuatro kudús de gran tamaño, junto a otras de kudús menores. También habíamos observado las huellas de un rinoceronte que, a juzgar por los montones de estiércol seco y pisoteado, iba allí todas las noches. El puesto de acecho se hallaba a la distancia de un tiro de flecha del lamedero; sentado en cuclillas, con la cabeza baja en aquel agujero lleno de cenizas y de polvo, oteando por entre las hojas secas y las delgadas ramas había visto a un kudú pequeño salir de entre los matorrales del límite del lamedero y pararse allí, quieto, el cuello poderoso, gris, un hermoso ejemplar cuyos cuernos se alzaban en espiral contra la luz mientras yo le apuntaba al pecho para luego negarme a tirar, por temor de asustar a los kudús de mayor tamaño que sin duda acudirían al lamedero a la puesta del sol. Pero mucho antes de que nosotros oyéramos el ruido del camión, el kudú lo había percibido y escapado por entre los árboles, lo que sin duda habrían hecho también todos los animales que en aquel momento, por entre los matorrales o por el llano, descendían de las colinas, o atravesaban la llanura en dirección de la sal. Acudirían luego, por la noche, pero entonces sería demasiado tarde.

Luego, mientras avanzábamos a lo largo de la arenosa pista de la carretera, los faros del coche deslumbrando a las aves nocturnas que caían en la arena hasta que el coche estaba materialmente encima de ellas, para elevarse luego estremecidas por un suave pánico, pasando junto a los fuegos de los viajeros que se dirigían hacia el oeste durante el día por aquella misma pista huyendo del país del hambre que se hallaba ante nosotros, yo, sentado, con la culata del rifle apoyada en el pie y el cañón reposando contra mi brazo, una botella de whisky entre las rodillas, sirviéndome un trago en un bote de hojalata y pasándolo por encima de mi hombro en la oscuridad a M’Cola para que vertiera agua de la cantimplora en él y después apurándolo, el primero del día, el mejor de todos, y contemplando los oscuros boscajes que pasábamos en la oscuridad, bajo la fresca brisa de la noche e impregnado del fuerte olor de África, me sentía completamente feliz.

Pronto vimos delante una gran hoguera y al llegar a su altura y pasarla, distinguí el camión junto a la pista. Le dije a Kamau que parara y retrocediera junto al fuego y allí estaba él, un hombre bajo, de piernas arqueadas, con un sombrero tirolés, pantalones cortos de cuero y una camisa abierta, de pie ante el capot abierto del camión y rodeado por una turba de nativos.

—¿Podemos hacer algo? —le pregunté.

—No —repuso—. A menos que sea usted mecánico. El camión me ha cogido inquina. Todos los motores me tienen inquina.

—¿No cree usted que puede ser el encendido? El ruido que hacía cuando pasó junto a nosotros parecía un fallo en el encendido.

—Creo que es algo mucho peor. Parece ser algo realmente grave.

—Si puede usted acercarse hasta nuestro campamento tenemos un mecánico.

—¿A qué distancia está?

—A unos treinta kilómetros.

—Por la mañana lo intentaré. Ahora tengo miedo de ir más lejos con ese mortal ruido dentro. Quiere morirse porque me tiene inquina. La verdad es que yo también se la tengo. Pero si yo me muriera a él no le molestaría.

—¿Quiere usted un trago? —Le ofrecí la botella—. Mi nombre es Hemingway.

—Kandisky —respondió con una breve reverencia—. Hemingway es un nombre que tengo oído. ¿Dónde? ¿Dónde lo he oído? ¡Ah, sí! El Dichter. ¿Conoce usted a Hemingway, el poeta?

—¿Dónde lo ha leído usted?

—En el Querschnitt.

—Entonces soy yo —respondí muy complacido. El Querschnitt era una revista alemana en la que yo había publicado unos poemas bastante obscenos y un cuento largo, años antes de que pudiera vender una línea en América.

—Qué extraño —dijo el tipo del sombrero tirolés—. Dígame, ¿qué piensa usted de Ringelnatz?

—Que es espléndido.

—Vaya. De modo que le gusta Ringelnatz. Perfecto. ¿Y qué piensa usted de Heinrich Mann?

—Que no vale nada.

—¿Lo cree así?

—Lo que creo es que soy incapaz de leerle.

—No vale nada. Veo que tenemos cosas en común.

¿Qué hace usted por aquí?

—Cazo.

—Supongo que no cazará elefantes por el marfil.

—No, no cazo elefantes. Kudús.

—¿A quién se le ocurre cazar kudús? Usted, un hombre inteligente, un poeta cazando kudús.

—Por ahora no he cazado ninguno —le respondí—. Pero nos hemos dedicado a ello con toda el alma desde hace diez días. Hoy hubiéramos conseguido uno de no ser por su camión.

—¿Mi pobre camión? Pero tendría usted que cazar durante un año. Al final de este tiempo, habría cazado todo lo cazable y lo lamentaría. Cazar un animal especial es una tontería. ¿Por qué lo hace?

—Me gusta hacerlo.

—Evidente, si le gusta hacerlo. Dígame, ¿qué piensa usted en serio de Rilke?

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