A mi padre, a mi hijo
A mi madre, que nos une a todos
«¿Qué película estás viendo? Ah, la misma (El apartamento)».
Mi madre, en los noventa
1. Mi padre
El 11 de agosto de 2013 falleció Ricardo Moreno Ortiz a los sesenta años a causa de un cáncer agresivísimo que apenas nos dio ocho meses para despedirnos. Trabajaba tan duramente que la mayor parte de días llegaba a casa casi sin fuerzas. Le gustaba comer y le gustaba abrirse una cerveza de vez en cuando. Recuerdo épocas en las que tomaba cervezas sin alcohol y evangelizaba entre todos los amigos. «Una cerveza sin», intentando extenderlo como si de un influencer germinal se tratara. Si tenía alto el ácido úrico, se lo recomendó el médico o quería ponerse en forma, no lo supe porque nunca se lo pregunté. Son las cosas que quedan pendientes y que permanecen en suspenso para toda la eternidad porque el tiempo no es infinito. Ahora lo sé. El hecho de beber una cerveza con o sin alcohol no es lo que definía a mi padre, pero sí una imagen a la que aferrarme para reconstruir. Ha sido el mecanismo mediante el cual he sido capaz de componer este libro puzle.
Lo que sí le caracterizaba eran las largas horas que pasaba «encerrado» (respetando su propia terminología) fuera de casa, por ello esperaba con gran entusiasmo su llegada cada día y por ello también recuerdo el ritual, asociando alcohol a edad adulta. Es posible que solo se abriera una lata de Mahou en una ocasión y yo lo haya extrapolado a ley universal, lo que es equivalente a decir que es como sucedió para mí. Así es como funciona la memoria. Ciertas no son las cosas que pasan, sino las que forjan nuestro carácter.
Guardo muchos recuerdos de excursiones de fin de semana con amigos íntimos de mis padres y con sus hijos, que en aquel entonces eran todo lo íntimos que podían ser los hijos de los amigos íntimos de tus padres. No mantengo relación con casi ninguno, pero sí fotos en Aranjuez, Segovia, Navacerrada o Chinchón. Allí nos dejaban correr a nuestro aire como en una suspensión de la realidad, suponiendo que nuestra cabeza era un proto-Google Maps y sabríamos volver a la terraza donde andaban comiendo cochinillo o demás menús de adultos que nosotros habíamos ignorado en favor de unas milanesas con patatas. Seguramente hablaban de política y de trabajo. Imagino sus conversaciones muy parecidas a las mías de ahora, solo que nadie preguntaba «qué serie estáis viendo ahora» porque todos veían La rosa amarilla, Dinastía, Hotel o Falcon Crest. Porque no-había-otra-cosa. Aquellas escapadas mitad sociales, mitad de servicio hacia nosotros eran uno de los pocos desahogos con los que llenar los fines de semana de un matrimonio en la treintena. En los noventa ingresé en el equipo de baloncesto de mi colegio y, además, mi padre trabajaba casi todos los sábados o domingos, así que compartí menos ocio con él que el resto de mis amigos con el suyo. Mi padre nunca me acompañó al campo del Real Madrid por culpa de su imposible agenda y porque tampoco era de ningún equipo. Delegaba aquella labor en su padre, otro Ricardo Moreno (Fernández).
Ya en la primera década del siglo XXI, teniendo yo la carrera acabada y mis padres el sentido del deber cumplido, ambos comenzaron a dedicarse el tiempo libre a sí mismos. Los tres compartimos películas, pero normalmente nos divertíamos por separado.
Solo tengo un recuerdo de mi padre yendo conmigo al cine a solas y fue el 10 de febrero de 2001. Mi madre tenía un examen y proyectaban Traffic en el antiguo cine Tívoli de Madrid, la misma sala que me vio estremecer con Carretera perdida o llorar de risa con Algo pasa con Mary. Aquel día compartido, a mis diecinueve años, fue una de las pocas veces que hicimos algo de adultos los dos juntos. Fue seguramente nuestra única cita. Recuerdo llevar leídas todas las revistas de cine del mes, explicarle quién era Steven Soderbergh y cómo aquel año seguramente nominarían dos de sus trabajos en la categoría de mejor película en los Oscar. A mis diecinueve la transferencia cultural ya era de abajo arriba porque él nunca fue un gran cinéfilo.
Ese día él llevaba un polo Lacoste granate que a mí me parecía de dominguero, de quien va a un evento de prestado y no está en su elemento. Pero pagó las entradas y también las palomitas y, de repente, percibí que en realidad sí sabía lo que hacía. Quizás no visitara esa sala todos los sábados como mis amigos y yo, pero era autosuficiente económicamente y su generosidad (tan dada por sentada como extraordinaria si lo repienso) hacía que me sintiera seguro. Posiblemente aquel día no salió en nuestra conversación, pero pronunciaba Apocalypse Now de manera graciosa, con gran teatralidad, como si la distancia irónica le colocara por encima de los idiomas que no dominaba. Y yo creo que lo conseguía.
Dicen que cuando divisas la luz al final del túnel, cuando la vida abandona nuestro cuerpo, ves una serie de imágenes que componen el fresco de lo que fue tu vida. Lo ignoro y no pienso hacer la prueba en pos del arte ni de la literatura, pero como consenso colectivo me sirve. Estoy seguro de que en ese tubo de luz terminal uno de mis segmentos elegidos será esa tarde viendo Traffic. A través de ese momento tan vívido que es casi palpable, puedo recuperar sensaciones que me hicieron feliz, un atajo hacia la nostalgia de los más peligrosos.
Cuando él faltó, mi madre dudó muchísimo hasta donar la ropa que de pronto sobraba en su armario, un ejercicio de madurez, lo reconozco, al que la invité sin demasiada convicción por mi condición de Diógenes emocional. Sin embargo, fui capaz de justificárselo argumentando que un par de camisas, un jersey y el reloj que ahora mismo llevo en mi muñeca serían suficientes. Una metonimia —el todo por la parte— tiene sentido en casos como este, me decía a mí mismo y me repito nueve años después. No conozco el caso de alguien que viva en tantos recuerdos que de repente haya vuelto del otro lado para disfrutar de su santuario.
No obstante, este puñado de emociones, escribir sobre ellas y releerlas cuando la tinta se seque, me hacen sentir cerca del viejo. Y puedo vertebrarlas a partir de lo que vio, de lo que me enseñó, de lo que no vio y no me enseñó y de lo que podríamos haber visto si hubiéramos tenido más tiempo. Las películas como médium. Quizás podría haber elegido un artefacto distinto, pero me sirven bien porque a veces se convierten en detonante emocional muy útil para impostar estados anímicos. Y los hay de todo tipo, tantos como géneros y subgéneros. Hay una película bastante desconocida llamada The Ramen Girl en la que Brittany Murphy estudia para maestra cocinera de ramen después de una dolorosa ruptura sentimental en Tokio. Los expertos en ramen, casi todos orientales, adquieren su maestría después de veinticinco años dedicados a la profesión. Y es entonces que saben mezclar los ingredientes de modo que hagan reír o llorar al comensal cambiándole el estado de ánimo a su voluntad. Nunca he querido indagar si esa subtrama es cierta o falsa y, de ser cierta, cuánto hay de efecto real y cuánto de somatización, pero me gusta pensar que las películas son eso y, además, facilitadores espaciotemporales, como el DeLorean de Marty, el armario de Domhnall Gleeson en Una cuestión de tiempo, la bañera de John Cusack en Jacuzzi al pasado o el boliche de la cama voladora de La bruja novata. Utilizo cajas de deuvedés e interminables navegaciones por todas y cada una de las plataformas de streaming para traerle de vuelta, para escribir unos párrafos que nos acerquen y así llegar a conocerlo un poco más.
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