El hombre es un ser de lejanías.
HEIDEGGER
El hombre es un ser de lejanías, escribió Heidegger. Esta frase tiene muchos sentidos, como todas las suyas, pero yo le aplico el más modesto y usual. Ir muriéndose es ir alejándose de las cosas, o ver cómo las cosas se alejan. Así, acudo a fiestas, tareas, usos cotidianos, inmediatos, y me parece venir desde muy lejos, desde mis lejanías de hombre que agota a grandes pasos su biografía. A uno le queda ya poco o mucho de vida o de muerte, sino poco de uno mismo, poco de lo que fue, de lo que fui. (Francisco Umbral).
Francisco Umbral
Un ser de lejanías
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Achab195118.06.13
Título original: Un ser de lejanías
Francisco Umbral, 2003
Retoque de portada: Achab1951
Editor digital: Achab1951
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FRANCISCO UMBRAL (Madrid, 1936-2007). Desde los años sesenta se dedica, profesionalmente, a la literatura y el periodismo. Se le ha definido como «el mejor prosista en castellano del siglo». Su novela Mortal y rosa (1975) es considerada una de las obras maestras de la segunda mitad del siglo XX . Las ninfas ganó el Premio Nadal ese mismo año. La obra de Umbral ha merecido, entre otros reconocimientos, el Premio Mariano de Cavia, el Premio González Ruano de Periodismo, el Premio de la Crítica, el Premio Príncipe de Asturias en 1996, el Premio de Novela Fernando Lara 1997 con La forja de un ladrón, el Premio Nacional de las Letras en ese mismo año, el Premio Víctor de la Serna en 1998 y, en diciembre de 2000, el máximo galardón en lengua castellana, el Premio Cervantes.
Entre sus obras destacan Un carnívoro cuchillo; Los helechos arborescentes; El socialista sentimental; Madrid, tribu urbana; Trilogía de Madrid; La leyenda del César visionario; Diario político y sentimental; Historias de amor y Viagra; El hijo de Greta Garbo; Cela, un cadáver exquisito y Los metales nocturnos.
Un ser de lejanías, su primer título tras el Premio Cervantes, ha sido comparado a su obra cumbre, Mortal y rosa.
Después de fallecido, se ha publicado, en 2008, Carta a mi mujer, una emotiva epístola dirigida a su esposa, María España, que el autor escribió durante los veranos de 1985 y 1986.
Notas
CÓMO se agradece un septiembre a cierta edad. Tarde de sol frío, naufragios silenciosos por el cielo, un viento como una música que no suena, pero emociona las mejillas, un sol redondo y fuera de órbita como una luna equivocada. Las lluvias voluptuosas de este año han puesto verde lo verde, de un verdor intenso y sólido, de un verdor como yo nunca había visto por aquí. O ha nacido un verde nuevo o a determinada altura de la vida se descubren colores, se alcanza al fin la intensidad de la vida, el rubor del planeta, que es verde.
Me resisto a la cuenta atrás o adelante de los años, de los tiempos. No hay otra salvación que el presente, el presente es todo mío y me moriré en presente, con este viento alto, marinero en seco, este sol intemporal y este lujo de verdor que debe tener incendiados y alegres los cementerios.
Vive el presente en el jardín, coronado de pinos y de nubes. Aquí dentro, en casa, los periódicos y los libros, el trabajo y los papeles son un pequeño mundo por donde se ve correr el tiempo. La naturaleza, afuera, es inocente en verde, ignora el tiempo aunque ella sea el tiempo.
Hay bloques de presente a la deriva, en los océanos del cielo. Contra lo que suelo observar, el tiempo y el clima se han desgajado lo uno de lo otro. Cómo se agradece un septiembre a cierta edad. Porque cualquier septiembre es el eterno retorno de septiembre, el eterno retorno de uno mismo. Yo me siento volver con las estaciones, estoy siempre en rotación, vivo dentro del clima y vuelvo a encontrarme bajo el pinabeto o el alto ciruelo donde estaba hace un año, y septiembre, como un oso con frío y amistad, me devuelve todo lo mío: castañas locas, rosas fatigadas, perfumes que me olfatean como esbeltos galgos, abrazos del viento y piñas de verde pesantez. Los árboles siempre te regalan cosas. Serían nuestros abuelos centenarios si no fuesen tan actuales.
Pero dejo el presente en su soledad purísima y sin pájaros, y vuelvo dócilmente a entrar en la corriente doméstica del día, del año, del siglo. Me siento presentísimo, que no es igual que eterno ni quiere serlo.
O eso creo.
CUERPO de Odette, perdido y recordado. Los cuerpos vuelven a la memoria, como almas, y nos habitan unos días, cuerpos de mujeres que viven en nosotros, que todavía nos dan algo, y pasan del sueño a la vigilia, de la vigilia al sueño, desnudos, con esa naturalidad de la mujer, que es su gracia, para cruzar umbrales, pasar por donde no debe y despertar el sol que duerme como un perro o la marea parada de la noche.
De vez en cuando viene una mujer —su recuerdo—, una vieja amiga, y su memoria se queda a vivir en la mía y su desnudo me da calor, frío, amistad, intimidad, despierto o dormido, y yo trabajo, escribo, leo, voy y vengo, y ella está ahí, donde no está, viviendo como entonces, vestida de su desnudo, y no recuerdo que hagamos el amor sino que ella, la que sea, estos días Odette, me acompaña, puebla mi soledad, ilustra mi melancolía, aclara mi tristeza o anda por el jardín cogiendo rosas altas, magnolias envenenadas de perfume, caracoles mínimos, de concha bizantina.
El bicho camina por mi mano o por mi folio, lentísimo, prudentísimo, arrastrando los millones de su cúpula y estirando sus cuernecitos, sus antenas, sus ojos, lo que sea eso, para persuadirse del contorno blanco en que ahora domina, hasta que le pongo en una gran hoja de parra para que viva su vida. Antes lo ponía sobre una piel femenina, morena en rubio, como Odette u otra, y mi pequeño monstruo vivía entre nosotros como el inevitable tercer hombre.
Así Odette, ya digo, en estos días. La cosa puede durar una semana. Actitudes suyas, gestos que pillé con la polaroid de la memoria, estiramientos de la esbeltez, el oro que se iba oscureciendo en su piel, majestad de los pechos, pezones como borrones, piernas de seda y pecado, pies grandes como restos egipcios, el larguísimo cuerpo, el ombligo mal anudado, la cabeza menuda, remorena, la expresión cenceña, ah el tejido sutilísimo del pubis.
Cuerpos de mujer, cuerpos como almas que me habitan unos días, como si ellas los hubiesen enviado a hacerme compañía, mientras se quedan quizá en su verdadero cuerpo actual, ya ceniciento o desnivelado, ángel sin alas. Lámpara de un alto cuerpo, oro o nieve, que ilumina unas semanas de mi presente con luz que no tuvo nunca cuando real e inmediata. A esa luz vive uno, escribe uno, luz baja de la mujer íntima, soledad populosa de nadas, cada una con su nombre, cuerpo que voy haciendo realísimo a fuerza de recordar cicatrices, llagas, lozanías, pétalos, ligeras arrugas de flor o deslumbrantes muslos de materia pura. Una mujer desnudísima y mía ha cruzado esta página y nadie la hemos visto, y no digo su nombre porque no vuelva la cabeza y no sea ella, como en los sueños.
LOS libros, los papeles, las revistas, la rueda matinal de los periódicos, soy un amortajado en tinta impresa, soy momia de otros libros y los míos.