Annotation
Galardonada con el II Premio de Novela Corta Encina de Plata que entrega anualmente el Ayuntamiento de Navalmoral de la Mata (Cáceres), M-I-O narra las peripecias de un joven madrileño de veintiún años que, tras perder su trabajo y sufrir una larga depresión, decide emplear sus últimos ahorros en irse a la isla de La Palma para vivir, siquiera por algunos días, fumando puros frente al océano. Ya en su nuevo destino descubrirá muchas cosas: no sólo las delicias de la vida slow sino también cuál es su lugar en el mundo y en la sociedad, qué diferencias hay entre el amor y el sexo, por qué cosas merece la pena luchar y cuándo debe darse todo por perdido.
Por su temática, esta novela nos trae reminiscencias de dos de las grandes Bildungsromane de la historia de la literatura: Bonjour, tristesse de Françoise Sagan y Las miserias del joven Werther de Goethe. En cuanto a su forma, es un diario personal escrito con una notable frescura. Debe destacarse también la fuerza de las imágenes que propone y un profundo sentido crítico, propio de todas las obras de este autor.
M–I–O
© 2011 Pablo Gonz, http://pablogonz.wordpress.com
Bubok Publishing S.L.
Origen de las ilustraciones de portada: www.morguefile.com
Diseño de la portada: Pablo Gonz, pablogonz68@gmail.com
1ª edición
ISBN: 978-84-615-0430-5
Impreso en España / Printed in Spain
Impreso por Bubok
A Vania,tierra que me sostiene,aire que me nutre,agua que aplaca mi sed,fuego que enciende mi deseo.M–I–O
II Premio Encina de Plata, 2008
1 DE FEBRERO DE 1999
Al hombre de negocios que ahora mismo suda en un despacho de Hong Kong, a la obrera que suda en una fábrica de Illinois, al deportista que suda en Murcia, a la tendera que suda en Marrakech. A sus respectivas mujeres y maridos, a sus novios y novias, que sudan en otros sitios o en los mismos.
A sus hijos. A todos ellos, hombres, mujeres y niños que corretean por este planeta, dos palabras sencillas y grandes:
ME ABURRO
Nada detrás de las paredes de mi estudio. Ni un rumor siquiera. Soy un idiota. Creo que esperaba una palabra de ánimo, algo que me diera ganas de hacer algo original. Y quizás al fin lo he logrado. Llevo escritas ya unas cuantas líneas en este cuaderno. Y eso es ya mucho más de lo que he avanzado en los últimos siete meses. ¿Y si contara mi historia de los últimos siete meses? ¿Y si contara mi historia de los últimos siete años? No. La primera idea es la que vale. Hay que seguir la intuición.
El día 24 de junio del año pasado, es decir, hace ahora siete meses y seis días, yo estaba tan tranquilo en la editorial para la que trabajaba, guardando folletos en una cartera con la que aquella misma mañana pensaba lanzarme a recorrer, una vez más, las librerías de medio Madrid. Y entonces llegó Castillo y me miró muy raro. Castillo era un tipejo de la sucursal de Barcelona cuya principal misión consistía en cortar cabezas, así que lo supe enseguida.
–¿Puedo hablar contigo? –me preguntó.
–¿Puedo yo no hablar con usted? –repliqué.
Diez minutos más tarde, en la sala de reuniones, yo decía que sí con la cabeza, como un perro, porque la boca se me había borrado de la cara. Sí, las ventas descendieron un 20%.
Sí, soy poco agresivo en general. Sí, me interesan más otras cosas. Sí, llego tarde a veces. Sí, firmaré el finiquito. Sí, soy joven. Sí, el mundo puede ofrecerme aún muchas cosas. Sí, me iré ahora mismo. Sí, me vendrán bien estas bolsas. Así fue la cosa. Pensaba pasarme la mañana visitando librerías pero a las once menos diez estaba tirado en la cama llorando.
¡Llorando! ¡Con veintiún años cumplidos! Llamé a mi padre y le dije:
–Me han despedido.
–Entiendo –respondió él, lacónico.
–Bueno, adiós.
–Adiós.
¿Tenía yo, acaso, derecho a que mi padre me diera una palabra de ánimo? Quizás sí, pero ahora veo que eso no me habría servido para nada. Sólo me habría provocado a seguir llorando, y lo que yo necesitaba era dejar por fin de lamentarme. Por la tarde, ya en casa de mis padres, me senté en un puf y me escuché enteritos los Carmina Burana. Me fijé mucho en la música y lloré, de nuevo, cuando los coros salvajes cantaron lo de «Oh, Fortuna» y lo de «Fortunae Rota» ¿La rueda de la fortuna o la fortuna rota? Yo ya sabía por entonces que Carl Orff, un músico alemán, compuso los Carmina Burana sobre unos textos goliardos que descubrió en el monasterio de Beugen (creo que en Baviera); y que los goliardos eran unos tipos muy particulares que vivieron en Europa Central allá por el siglo XIV. Procedían de todas las clases sociales: unos de la nobleza, otros del clero o de la plebe, y adoraban a la diosa Fortuna en reuniones nocturnas que celebraban en los bosques. Yo me los imaginaba siempre vestidos de negro, borrachos, con largas melenas rojas y un fenomenal desprecio por las cosas del mundo. Metido en los Carmina Burana, sentí que lo que tenía que hacer era convertirme en goliardo y perderme para siempre en la sierra. Aquella fue mi primera idea, la buena, pero no hice nada. Y simplemente por miedo. Hoy, siete meses después, sigo sin valor para emprender esta aventura o cualquier otra. Me consuela un poco escribir estas cosas. Me hace sentirme menos solo y menos aburrido. Mandé currículums a los anuncios de trabajo pero no conseguí ninguna entrevista. Fue un fracaso absoluto, tanto que llegué a suponer que me habían puesto en una lista negra: «NOMBRES DE LAS PERSONAS A LAS QUE NINGUNA EMPRESA, BAJO NINGUN CONCEPTO, DEBE CONTRATAR SI DESEA EVITAR QUE SUS BENEFICIOS SE REDUZCAN CONSIDERABLEMENTE». Mandé cientos de currículums, sí, durante varias semanas, y luego me cansé y emprendí este modo de vida que ahora llevo, o llevaba: levantarme tarde, leer el periódico, comer, ver el Telediario, dormitar en un sillón, pasear un rato, leer un libro, cenar viendo una película y leer otro libro, o el mismo, hasta altas horas de la noche. En estos últimos meses me he leído 145 libros, lo que equivale, más o menos, a 35.000 páginas o dos metros de estantería. Creo que es lo único útil que he hecho. A veces, los viernes o los domingos, he salido con mis amigos, al cine o de copas, o al cine y de copas. Al principio me escuchaban y me animaban. Después, sólo me escuchaban o sólo me animaban. Y por fin, ni me escuchaban ni me animaban. Siempre que los llamaba, estaban enfermos o se ponían enfermos. Y lo curioso es que el enfermo era yo. Pero ellos no lo entendieron. Por eso, no pienso volver a hablar con esa chusma. En aquellos días, sólo algunas semanas después de mi fulminante despido, debería haber visitado a un psicólogo para que me pusiera a régimen de ansiolíticos. Me pasaba los días enteros sin hablar con nadie, metido en mis rutinas, sin atreverme ni siquiera a hacer lo que ahora estoy haciendo: contarlo. Pero, basta ya de llorar. Hay que hacer algo. ¿Qué quiero hacer? ¿Quiero buscar trabajo? Esta es una buena pregunta porque la respuesta no se me ocurre enseguida. Querer, lo que se dice querer, no quiero. Pero, ¿lo necesito? Ahora mismo no. Aún tengo un poco de dinero; como para ir tirando un año, calculo. Dentro de un año sí necesitaré dinero, pero para entonces quizás ya sea un hombre nuevo. Vivo solo en un apartamento de 38 metros cuadrados. No está nada mal. Tengo una tele, una nevera, una cocina y un montón de libros. Ahí afuera, más allá de las paredes de ladrillo que nunca hablan, hormiguean los tres millones de tíos que hay en esta ciudad, Madrid, capital de España, ese país del sur de Europa. Estoy aquí, sentado en una silla, delante de un escritorio y veo que en las manos no me falta ningún dedo. Tengo cinco en cada una y me aburro. He de trazar un plan para volver a ser un «animal social», como dice Aristóteles. Primera fase: reconstruir mi personalidad. Segunda fase: obtener un medio de supervivencia. Tercera y última fase: disfrutar de la vida.