Irène Nemirovsky
David Golder
Título original: David Golder
Traducción: José Antonio Soriano Marco
– No.
Golder levantó bruscamente la pantalla para dirigir la luz de la lámpara de lleno a la cara de Simon Marcus, sentado frente a él al otro lado de la mesa. Por un instante, observó los pliegues, las arrugas que recorrían el alargado y oscuro rostro de Marcus cada vez que sus labios o sus párpados se movían como en un agua turbia rizada por el viento. Pero sus bovinos y somnolientos ojos de oriental seguían tranquilos, apáticos, indiferentes. Su rostro era tan impenetrable como un muro. Golder dobló con cuidado el brazo de metal flexible de la lámpara.
– ¿A cien, Golder? ¿Has contado bien? Es un precio… -dijo Marcus.
– No -murmuró Golder de nuevo-. No quiero vender.
Marcus rió. Sus largos y brillantes dientes recubiertos de oro relucieron extrañamente en la penumbra.
– En mil novecientos veinte, cuando las compraste, ¿qué valían tus dichosas petrolíferas? -preguntó con una irónica voz nasal, arrastrando las palabras.
– Las pagué a cuatrocientos. Si esos cerdos de los sóviets hubieran devuelto los terrenos nacionalizados a las petroleras, habría sido un negocio redondo. Lang y su grupo iban detrás de mí. En mil novecientos trece la producción diaria de los pozos de Teisk ya era de diez mil toneladas… Y no exagero. Recuerdo que, tras la Conferencia de Génova, mis acciones cayeron primero de cuatrocientos a ciento dos… Luego… -Hizo un gesto vago con la mano-. Pero no vendí… Entonces tenía dinero.
– Ya. ¿Y ahora? ¿No comprendes que para ti unos terrenos petrolíferos en Rusia, en mil novecientos veintiséis, son una mierda? ¿Eh? No tienes medios ni ganas de ir a explotarlos personalmente, ¿o sí? Lo único que se puede hacer es ganar unos enteros moviendo las acciones en la Bolsa… Cien es un buen precio.
Golder se restregó con lentitud los hinchados párpados, irritados por el humo que colmaba el despacho.
– No, no quiero vender -repitió bajando la voz-. Cuando la Tübingen Petroleum haya cerrado ese acuerdo sobre la concesión de Teisk en el que estás pensando, entonces venderé.
Marcus soltó una especie de «¡Ah, sí!» sofocado, y eso fue todo.
– El asunto que has estado llevando a mis espaldas desde hace un año, Marcus, ése mismo… -añadió Golder despacio-. ¿Te ofrecían un buen precio por mis acciones una vez firmado el acuerdo? -Se interrumpió, porque el corazón le latía casi dolorosamente, como con cada victoria.
Marcus aplastó con parsimonia el puro en el cenicero repleto.
«Si me propone ir a medias, está listo», pensó de repente Golder, e inclinó la cabeza para oír mejor la respuesta.
Hubo un breve silencio.
– ¿Y si vamos a medias, David? -dijo al fin Marcus.
Golder apretó las mandíbulas.
– Ni hablar.
– Mira, Golder, no necesitas otro enemigo… -murmuró Marcus entornando los ojos-. Ya tienes bastantes. -Sus manos apretaban la mesa y se movían apenas, produciendo una débil rasguñadura, rápida y aguda. Iluminados por la lámpara, sus largos dedos, huesudos, blancos y cubiertos de pesados anillos, brillaban sobre la caoba del escritorio estilo Imperio y temblaban casi imperceptiblemente.
Golder sonrió.
– Ahora ya no eres tan peligroso, amigo mío.
Marcus se examinó las uñas lacadas con silenciosa concentración.
– David… vamos a medias, venga. Llevamos asociados veintiséis años. Pasamos página y volvemos a empezar. Si hubieras estado aquí en diciembre, cuando Tübingen habló conmigo…
Golder retorció nerviosamente el cordón del teléfono y se lo enrolló en la muñeca.
– En diciembre -repitió con una mueca-. Sí… Eres muy generoso, pero… -Se interrumpió. Ambos sabían muy bien que en diciembre Golder estaba en América buscando capitales para la Golmar, el negocio que los ataba desde hacía tantos años, como la bola de un forzado. Pero no dijo nada.
– Todavía estás a tiempo, David -insistió Marcus-. Es mejor, créeme… Tratamos juntos con los sóviets, ¿te parece? Es un asunto difícil. En cuanto a las comisiones, los beneficios… todo a medias, ¿eh? Es justo, ¿no? ¿Eh, David, muchacho? De otro modo… -Esperó una respuesta, un gesto, un insulto; pero Golder siguió respirando pesadamente, en silencio-. Mira, David, la Tübingen no es la única petrolera del mundo… -Tocó el brazo de Golder como si quisiera despertarlo-. Hay otras sociedades más jóvenes y de… de tipo más especulativo -añadió, buscando las palabras- que no firmaron el acuerdo de mil novecientos veintidós sobre los petróleos y a las que les traen sin cuidado los antiguos derechohabientes, y, en consecuencia, también tú… Podrían…
– ¿ La Amrum Oil? -lo atajó Golder.
Marcus hizo rechinar los dientes.
– Vaya, ¿con que también sabes eso? Pues mira, chico, lo siento, pero los rusos firmarán con Amrum. Así que, ya que te niegas a aceptar, puedes quedarte con tus Teisk hasta el día del Juicio, puedes pedir que te entierren con ellos…
– Los rusos no firmarán con Amrum.
– Ya han firmado -proclamó Marcus.
Golder hizo un gesto con la mano.
– Sí. Lo sé. Un acuerdo provisional. Moscú debía ratificarlo en un plazo de cuarenta y cinco días. Ayer. Pero, como esta vez tampoco ha habido nada, te has puesto nervioso y has venido a intentarlo de nuevo conmigo… -Golder continuó deprisa, entre toses-: Te lo explicaré. Tübingen, ¿verdad? Amrum ya le pisó unos campos de petróleo en Persia, hace dos años. De modo que, esta vez, creo que preferiría reventar antes que ceder. Por otra parte, hasta ahora no ha sido muy difícil. Le ofrecieron más a ese judío con el que llevabas lo de los sóviets. Telefonéale y lo comprobarás…
– ¡Mientes, cerdo! -gritó de pronto Marcus con una voz de vieja histérica.
– Llámale y verás.
– Y el viejo Tübingen… ¿lo sabe?
– Sí. Naturalmente.
– Esto es cosa tuya, ¡canalla, bandido!
– Claro. ¿Qué esperabas? Acuérdate… El año pasado, el asunto del petróleo de México; hace tres años, lo del fuel. La de millones que han pasado de mi bolsillo al tuyo. ¿Y qué he dicho? No he dicho nada. Y además… -Pareció buscar más argumentos, juntándolos en su cabeza, pero acabó renunciando con un encogimiento de hombros-. Los negocios… -murmuró simplemente, como si se refiriera a un dios temible.
Marcus no replicó. Cogió el paquete de cigarrillos de encima del escritorio, sacó uno y frotó una cerilla con aplicación.
– ¿Por qué fumas esta porquería de Gauloises con el dinero que tienes, Golder? -Los dedos le temblaban. Golder los miraba en silencio como si midiera la vida de un animal herido por sus últimos estremecimientos-. Necesitaba dinero, David -añadió con una voz diferente. Una mueca le torció una comisura de la boca-. Lo necesito angustiosamente… ¿No quieres dejarme ganar un poco? ¿No te parece que…?
Golder sacudió la cabeza con brusquedad.
– No.
Vio que las pálidas manos se trababan una con otra, entrelazando los crispados de dos, hincando las uñas en la carne…
– Me hundes -dijo al fin Marcus con una voz sorda y extraña.
Golder mantuvo los ojos bajos y no respondió. Marcus no dudo un instante; luego, se levantó y apartó la silla con suavidad.
– Adiós, David… ¿Qué? -exclamó de pronto en el silencio con súbita vehemencia.
– Nada. Adiós -dijo Golder.
Golder encendió un cigarrillo, pero con la primera calada empezó a ahogarse y lo tiró. Una tos convulsiva de asmático, ronca y silbante, le agitó los hombros y le produjo una saliva amarga que lo hizo atragantarse. La brusca afluencia de sangre había dado color a sus facciones, habitualmente pálidas, de un blanco mate y cadavérico, ceroso, con bolsas violáceas bajo los párpados. Era un hombre de sesenta años cumplidos, corpulento, de miembros gruesos y fofos, y ojos grises, penetrantes y claros. Espesos cabellos canos enmarcaban un rostro duro y avejentado, como modelado por una mano ruda y pesada.
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